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Domingo del tiempo durante el año – Ciclo C
Encontrar nuestro lugar
Queridos hermanos y
hermanas:
La Liturgia de la
Palabra hoy nos lleva a meditar en torno a la humildad. En la primera lectura, tomada del Libro del Eclesiástico, el sabio nos
dice: «Cuanto más grande seas, más
humilde debes ser» (Ecli 3,18). Y
siguiendo la lógica interna de este texto, nosotros a su vez podríamos decir: “cuanto
más soberbios somos, más pequeños nos hacemos”.
El
corazón humilde
Y a partir de estas características del corazón humilde
podríamos a contrario sensu conocer
las características del corazón soberbio. En la persona en la cual el orgullo
se arraiga como «planta maligna» (Ecli 3,28) el corazón se vuelve soberbio
y así se envanece, mostrándose más grande de los que en realidad es. El corazón
soberbio no medita, no reflexiona sobre sus acciones, ya que está convencido de
que lo que hace está bien sin importar las consecuencias para los demás. El
corazón soberbio no escucha. No es capaz de prestar atención al consejo,
corrección o ayuda que se le quiere prestar.
En
el fondo, el corazón soberbio, pretende bastarse a sí mismo. Por eso se
encierra en sí mismo, se clausura en sus propios intereses, pensamientos y
opiniones y con ello se cierra a los demás y a Dios mismo. Como dice el Papa
Francisco: “Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no
hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de
Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo
por hacer el bien.”[2]
Encontrar
nuestro lugar
Lo que el Sirácida nos ha dicho con palabras de sabiduría, Jesús nos lo
enseña en el evangelio de hoy (Lc 14,
1. 7-14) con la parábola de la “elección de los asientos” (Lc 14, 7-11).
Al ser invitado a un banquete, Jesús, que es un buen
observador de la vida, nota «cómo los
invitados buscaban los primeros puestos» (Lc 14,7), y al observar esto, Él pronuncia estas palabras: «no te coloques en el primer lugar, porque
puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y
cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el sitio”,
y así lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar» (Lc 14, 8-9).
Si somos sinceros
y observamos nuestra propia vida, nos daremos cuenta de que también nosotros tendemos
siempre a buscar los “primeros puestos”, es decir, buscamos llamar la atención,
buscamos ser tenidos en cuenta y ser tratados con importancia y preferencia; y
cuando no conseguimos esto, llenos de frustración e irritación nos retiramos al
«último lugar», no con humildad sino
con resentimiento.
Es la humildad, el corazón humilde, el que nos ayuda a
encontrar nuestro lugar en la vida. Pues la humildad, que es verdad, nos ayuda
a ubicarnos con sinceridad y autenticidad ante nuestros hermanos, ante Dios y
ante nosotros mismo. La humildad nos permite encontrar nuestro auténtico lugar.
Por
eso, qué bien nos hace recordar las palabras de Jesús contenidas en el Evangelio según san Mateo: «Aprendan de mí, porque soy paciente y
humilde de corazón» (Mt 11,29).
Un milagro de humildad
Cuando se trata de reconocer humilde y sinceramente
nuestros límites, defectos y debilidades, el P. José Kentenich nos invita a
convertirnos en un “milagro de humildad”.[3]
Así “el ‘complacerse’ o ‘gloriarse’ de sus debilidades y
limitaciones (sean del tipo que fueren) presenta tres grados que significan, a
su vez, igual cantidad de grados de grandeza ante Dios y de liberación de
interferencias perturbadoras y obsesiones.”[4]
Los tres pasos de la humildad son: “1. Complacerse en sus
debilidades. 2. Complacerse en que otros las descubran. 3. Complacerse y
gloriarse de ser tratados por los demás de la manera correspondiente.”[5]
Se nos invita a alegrarnos –complacernos- no de la
debilidad en sí, de tal o cual defecto o pecado, sino del hecho de que en esa
debilidad se manifiesta nuestra necesidad de misericordia y nuestra posibilidad
de crecer.
Alegrarnos
en nuestra propia debilidad nos permite liberarnos de la pretensión de
apariencia y de la frustración de no lograr lo que deseamos aparentar. Alegrarnos
de que otros descubran nuestra debilidad nos abre a recibir su ayuda, a
dejarnos complementar y nos da la libertad interior de mostrarnos tal cual
somos. Finalmente alegrarnos de que los demás nos traten de acuerdo a nuestra
debilidad nos permite ubicarnos con sinceridad en nuestro lugar en la vida y
así se nos da la posibilidad de crecer. Es desde la humildad que podemos llegar
a crecer, a madurar, a ser plenos.
Comprendemos
ahora por qué Jesús nos invita a ponernos en el último sitio (cf. Lc 14,10), y cómo se pueden cumplir en
nuestras vidas sus palabras: «todo el que
se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 14,11). Sí, solamente haciéndonos
pequeños, reconociendo nuestras debilidades con sinceridad, lograremos crecer y
así encontrar nuestro auténtico lugar en la vida.
A
María, la humilde mujer de Nazaret que en el Magníficat (Lc 1, 46-55) cantó con alegría que el Señor había
mirado su pequeñez (cf. Lc 1,48), le
pedimos que día a día nos eduque para llegar a poseer un corazón humilde, un
corazón que sepa encontrar su lugar ante Dios y ante los hermanos. Amén.
[1] El
autor de este escrito deja constancia de su nombre en los versículos 50,27 y 51,30: «Sabiduría de Jesús, hijo de Sirá» (Ecli 51,30); y es conocido como Ben Sirá, Sirácida o Sirac.
[2]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[3] Cf.
P. JOSE KENTENICH, Desafíos de nuestro
tiempo, 128-129.
[4] P.
José Kentenich, citado en H. KING, El
Dios de la vida. Huellas religiosas en los procesos psíquicos (Editorial
Patris Argentina, Córdoba 2003), 91.
[5] Ibídem