La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 11 de agosto de 2016

«Nuestra alma espera en el Señor»

19° Domingo durante el año – Ciclo C
«Nuestra alma espera en el Señor»

«Nuestra alma espera en el Señor…», así hemos rezado con el Salmo 32. De la misma manera la Carta a los Hebreos nos habla de la fe como «garantía de los bienes que se esperan, plena certeza de las realidades que no se ven» (cf. Hb 11,1). Esta “especie de definición de la fe une estrechamente esta virtud con la esperanza.”[1]

Esto significa que el hecho de creer en Jesucristo nos lleva a esperar en Jesucristo. Si creemos en Jesús, esperamos en Jesús: «Nuestra alma espera en el Señor». Más aún, la fe nos lleva a esperar al Señor. Así lo vemos en el evangelio que hemos escuchado hoy (Lc 12, 32-48): «¡Felices los servidores a quienes el Señor encuentre velando a su llegada!» (Lc 12,37a).

Esperando el Reino

            Volvamos a escuchar las palabras que Jesús dirige a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lc 12,32).

            Una vez más Jesús nos invita a no temer, a no angustiarnos, a no desesperarnos. Y la razón de ello, a pesar de que somos un «pequeño rebaño», radica en que el Padre del cielo ha querido darnos el Reino.

            Estas palabras del Evangelio según san Lucas nos recuerdan aquellas otras contenidas en el Evangelio según san Mateo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25; cf. Lc 10,21).

            Sí, el Padre quiere revelar a los pequeños el Evangelio del Hijo; el Padre quiere dar al pequeño rebaño el Reino de Dios.

            Y por eso Jesús invita a los suyos a desprenderse de sus bienes, a darlos como limosna –como misericordia-; y a que lo hagan sin temor porque el Padre les dará un bien más grande, una misericordia aún mayor: «Acumulen un tesoro inagotable en el cielo… …Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón» (Lc 12, 33-34).

            Así se nos muestra una dimensión del “esperar en el Señor”, se nos muestra cuáles son los bienes que la fe espera: el Reino de Dios, el Reinado de Dios. Pero esta esperanza no es actitud interior solamente o buen deseo expresado, sino acción concreta, pues, “toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto.”[2]

            El discípulo es capaz de renunciar a sus bienes –sean estos bienes materiales o bienes espirituales como sus propias ideas o criterios- porque espera concretamente recibir el gran bien que la fe le promete: el Reinado de Dios en su vida.

           
           Es lo que nos dice la Carta a los Hebreos cuando nos recuerda que «por la fe, Abraham, obedeciendo el llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba» (Hb 11,8). La fe de Abraham fue concreta: renunció a la seguridad de su propia patria para ponerse en camino guiado por Dios. Renunció  al bien que supone la propia tierra, para recibir el bien de habitar en la amistad con Dios.

            ¿Cuán concreta es nuestra fe? ¿Cuán concreta es nuestra esperanza en el Señor? ¿Cuánto influye en nuestra vida cotidiana, en nuestras decisiones, la fe que profesamos?

            En realidad la fe y la esperanza son concretas y vivas en la medida en que el amor está vivo. Solamente aquel que vive una relación de amor con el Dios de la vida, se anima a tomar decisiones que conforman su vida según los planes de Dios.

Esperando al Señor

            Lo cual nos abre a una segunda dimensión del “esperar en el Señor”. Los cristianos no solo esperamos los bienes eternos sino que fundamentalmente esperamos al mismo Señor.

            «Estén preparados, ceñidas las vestiduras y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su Señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta» (Lc 12, 35-36).

            Esperar al Señor requiere vigilancia, requiere estar en vela. Los cristianos no podemos permitir que nuestra alma se duerma, «porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada» (Lc 12,40).

            «La hora menos pensada» no se refiere solamente al último día, al final de la historia; sino que se refiere también a los distintos momentos de gracia en los que Jesús sale a nuestro encuentro.

            En cada momento, en cada situación, en cada persona viene ese Jesús al cual esperamos. Pero muchas veces no lo reconocemos porque no estamos en vela… Muchas veces nuestra alma está dormida, como anestesiada por tanta dispersión, egoísmo y pecado. En el fondo es la situación del alma que «se pone a comer, a beber y a emborracharse» (Lc 12,45). Se encuentra tan llena de sí misma, tan atontada por la dispersión que ya no es capaz de esperar a Jesús y reconocer su presencia en el día a día.

            Queridos hermanos y hermanas, nosotros no queremos vivir una vida atontada y dispersa. Nosotros queremos esperar en el Señor. Nosotros queremos aprender a esperarlo en cada acontecimiento de nuestra vida. Por eso queremos entrar en la escuela de la fe práctica en la Divina Providencia y ante cada acontecimiento de nuestra vida preguntarnos en oración: “¿Qué quiere el Señor de mí? ¿Por dónde quiere que camine?”.

            Si llevamos nuestra vida a la oración entonces esperamos en el Señor, y desde la oración podremos conformar nuestra vida según el querer de Dios.

           
          A Santa María, Madre de la esperanza, le pedimos: “enséñanos a creer, esperar y amar contigo”[3]; enséñanos a esperar el Reino de Dios en nuestras vidas; enséñanos a esperar a tu hijo Jesús día a día, y no permitas que nuestras almas se adormezcan en el egoísmo sino que permanezcan velando en el amor. Amén.
           



[1] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 7.
[2] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 35.
[3] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 49.

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