La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 26 de mayo de 2018

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»


Santísima Trinidad – Ciclo B

Mt 28, 16 – 20

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»

Queridos hermanos y hermanas:

Al celebrar la solemnidad litúrgica de este día “contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor “no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia”: es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final.”[1]    

A través de Jesucristo y del envío del Espíritu Paráclito, se nos revela la intimidad de Dios como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y al darnos a conocer este misterio, Dios se nos entrega a nosotros, se confía a nosotros. ¿Cómo recibimos este misterio de fe? ¿Lo recibimos como información intelectual, como conocimiento teológico? ¿O lo recibimos como realidad viva que da forma a nuestra fe y con ello a toda nuestra existencia?

«¿Qué pueblo oyó la voz de Dios?»        

La primera lectura está tomada del Libro del Deuteronomio (Dt 4, 32 – 34. 39 – 49). De acuerdo con el texto bíblico, Moisés se dirige al pueblo diciéndole: «Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir?» (Dt 4, 32 – 33).

¿Qué es lo admirable que Moisés constata? Lo admirable e inaudito es que el pueblo de Israel «oyó la voz de Dios», es decir, el pueblo de Israel fue el primer destinatario de la revelación de Dios. Y al ser el primer destinatario de la revelación, Dios lo constituye como interlocutor suyo, lo capacita para entrar en diálogo con Él. ¡Qué dignidad más grande otorga Dios a Israel y a toda la humanidad! Somos capaces de Dios[2], somos capaces de percibir su presencia, de acoger en nosotros su palabra y así entrar en una relación de amor y confianza con Él.

Por esta revelación de Dios a Israel –que progresivamente fue extendiéndose a toda la humanidad-, sabemos que Dios “no es una fuerza anónima.”[3] De hecho, en la teofanía de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 14), Dios llega a comunicar su Nombre a Moisés. “Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente.”[4]

La revelación de Dios -y con ello la revelación de su Nombre, es decir, la posibilidad de entrar en relación con Él-, “que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.”[5]

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»

            Por lo tanto, se nos va haciendo claro que Dios se nos revela –nos revela su presencia, su palabra, su amor y su intimidad- no para que tomemos esta revelación simplemente como un conjunto de conocimientos intelectuales o doctrinales, sino para que asumamos un nuevo estilo de vida a partir de la relación que Él establece con nosotros. El misterio de la Santísima Trinidad debe conformar nuestra vida de fe y con ello toda nuestra existencia.

           
La Trinidad: la mano del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Iglesia de la Santísima Trinidad.
Porto Santo Stefano, Monte Argentario, Italia. 2002.
Así lo expresa san Pablo en su Carta a los Romanos: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). ¿Y en qué consiste el ser conducidos por el Espíritu de Dios? En primer lugar en recibir el don de un «espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios “¡Abbá!”, es decir, “¡Padre!”» (Rm 8, 15). Somos conducidos por el Espíritu porque lo hemos recibido en nuestros corazones. Es decir, el Espíritu Santo se nos dona como “alma de nuestra alma”[6], y desde dentro nos conduce, nos guía, nos inspira.

            Esto significa que la cualidad de hijos de Dios es una realidad íntima que se manifiesta en nuestros pensamientos y sentimientos, en nuestras actitudes y decisiones, y, finalmente, en nuestras acciones concretas.

Ser hijos de Dios es abandonar la esclavitud de la constante auto-referencia y del pecado, cuyo fruto es el temor (cf. Rm 8, 15). Ser hijos de Dios es reconocerlo como Padre con nuestros labios pero sobre todo con nuestras obras. Desde dentro, como hijos, buscamos siempre lo que agrada al Padre (cf. Jn 8, 29), pues «el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).

Por todo ello, ser conducidos por el Espíritu de Dios y así ser hijos de Dios, implica también que se nos otorga la fortaleza para sufrir con Cristo y así «ser glorificados con él» (Rm 8, 17). Este sufrimiento, debemos entenderlo como el testimonio diario que en nuestra vida damos de nuestra condición de hijos de Dios y hermanos de Cristo.

«Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»

            Por lo tanto, si el don de la revelación de Dios es un don para nuestra vida, un don para vivirlo como relación de amor con Dios; comprendemos que el sacramento del Bautismo, en el cual recibimos la filiación adoptiva, es el inicio de “un camino que dura toda la vida.”[7]

            Sí, el cristianismo es un camino que dura toda la vida. “Éste empieza con el Bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22).”[8]

            Y nuestro camino cristiano dura toda la vida porque nos lleva una vida entera aprender a adquirir el sentimiento vital de hijos amados del Padre, hombre y mujeres redimidos por Cristo y testigos enviados a anunciar el Evangelio en la fuerza del Espíritu Santo. Nos lleva una vida entera aprender a amar a Dios y al prójimo como a nosotros mimos (cf. Mc 12, 29 – 31). Nos lleva una vida entera aprender a ser hombres y mujeres auténticamente cristianos y por ello profundamente trinitarios.

            Sin embargo no estamos solos en este camino. El mismo Señor, al enviar a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), les ha dicho a ellos –y a nosotros-: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.» (Mt 28, 20).

            Animados por estas palabras, con María de la Trinidad, elevamos a Dios nuestra oración confiada diciendo:

            “Gracias, Padre, a ti porque nos llamas,

            a Jesús, que en su sangre nos redime,

            y al Espíritu Santo, luz y guía

           
de este pueblo que al cielo se dirige. Amén.”
[9]


[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 7 de junio de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 26 de mayo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20090607.html>
[2] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLCIA, 36.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 203.
[4] Ibídem
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago – Chile 32007), 179.
[6] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 639.
[7] BENEDICTO XVI, Porta fidei, 1.
[8] Ibídem
[9] LITURGIA DE LAS HORAS, Tomo III, Himno de la Hora Intermedia de Nona.

2 comentarios:

  1. Excelente. Gracias Padre Óscar. + Francisco Javier

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  2. Amén!. Profunda y hermosa reflexión P. Oscar! Que Dios Trino lo bendiga siempre!

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