Domingo 3° de Cuaresma –
Ciclo C
Lc
13, 1 – 9
«Puede ser que así de
frutos en adelante»
Queridos hermanos y
hermanas:
Para meditar el texto evangélico de hoy (Lc 13, 1 – 9) podemos dividir el mismo en
dos momentos. En un primer momento se nos llama la atención sobre el diálogo entre
un grupo de personas y Jesús. Se nos dice que este grupo de personas «comentaron a Jesús el caso de aquellos
galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios».
(Lc 13, 1).
Ante este aparente simple comentario, Jesús responde con
cierta dureza. ¿Por qué lo hace? ¿Qué quiere decirnos hoy el Señor a nosotros?
«Se presentaron unas
personas que comentaron a Jesús…»
Volvamos a observar esta primera escena del evangelio.
Ante el comentario de estas personas, Jesús responde: «¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque era más
pecadores que los demás? Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten,
todos acabarán de la misma manera.» (Lc
13, 2 – 3). El Señor incluso añade otro caso más, el de aquellas personas que
murieron al derrumbarse una torre, para volver a insistir en que estas no eran
más pecadoras que las demás, y para señalar la necesidad de la propia
conversión (cf. Lc 13, 4 – 5).
¿Por qué reacciona de esta manera Jesús? Pienso que Jesús
descubre en sus interlocutores una mala costumbre muy extendida también entre
nosotros: el dedicarse a observar la vida de los demás, comentarla y juzgarla.
En
el fondo, los que se acercaron a Jesús con el comentario –con el chisme- sobre
los galileos que murieron a manos de Pilato, esperaban que Jesús siguiera
comentando el hecho para luego llegar a la conclusión de que probablemente se
merecían lo que había sucedido. “Según la mentalidad del tiempo, la gente
tendía a pensar que la desgracia se había abatido sobre las víctimas a causa de
alguna culpa grave que habían cometido.”[1]
Junto con el chisme se encuentra el juicio inmisericorde
sobre los demás y la imagen distorsionada de un Dios que castiga a través de
situaciones duras en la vida e incluso a través de desgracias. Murmuración,
juicio e imagen distorsionada de Dios.
Jesús no entra en ese juego, en esa dinámica. En lugar de
mirar la vida de los demás y juzgarla, él nos invita a mirar nuestra propia
vida y discernir con sinceridad si nuestra vida está en consonancia con la
voluntad de Dios.
Muchas veces, al observar la vida de los demás y al
juzgarla, nos estamos escapando de observar nuestra propia vida con realismo y
humildad, y de juzgar nuestras propias actitudes y acciones. Juzgar a los demás
es como un relajante para la propia conciencia, una manera de anestesiar la conciencia.
Mientras observo la vida de los otros, no observo mi propia vida; mientras me
preocupo por la vida de los demás no me ocupo de mi propia vida.
«Un hombre tenía una
higuera…»
Por eso, luego de corregir estos comentarios, estos
chismes estériles, Jesús abre el segundo momento de esta perícopa evangélica
relatando la parábola de la higuera que no ha producido frutos (Lc 13, 6 – 9).
Es interesante cómo Jesús traslada el eje del diálogo. Lo
central no es comentar la vida de los demás; lo central no es tampoco la
desesperanza ante las situaciones difíciles de la vida. Se trata más bien de
dejarnos interpelar personalmente por lo que ocurre a nuestro alrededor y con
nuestros hermanos. Se trata de interpretar a la luz de la fe, y de la libertad
y responsabilidad personales, los acontecimientos de la realidad que nos rodea.
Eso es precisamente lo que Jesús realiza con la parábola
que relata. Interpretando las imágenes contenidas en la parábola podemos ver que
el dueño de la viña es Dios mismo; la viña, originalmente el Pueblo de Israel,
es la Iglesia, y cada uno de nosotros; el viñador es Jesucristo.
Por lo tanto, en lugar de entregarnos a comentarios
estériles o a la desesperanza, nuestra tarea es la de producir frutos en la viña
de Dios. Se nos muestra una dimensión importante de la conversión. Ella
consiste en dejar de acusar a los otros y comenzar a reconocer con humildad
nuestros propios límites y pecados.
Y ese reconocimiento debe llevarnos a trabajar en nuestra
propia personalidad y vida, a trabajar en las situaciones que están a nuestro
alcance. ¿Qué puedo hacer para dar frutos de conversión? ¿Qué puedo hacer
concretamente para dejar de ser juez implacable de mis hermanos y convertirme
en humilde penitente?
El penitente es aquel que se conoce y se reconoce, tanto
en sus límites como en sus capacidades. El penitente sabe educarse a sí mismo
con lucidez renunciando a la soberbia, al egocentrismo y a la auto-suficiencia.
Por eso el auténtico penitente se comparte de forma sencilla y humilde ante
Dios y ante sus hermanos. Y esa humildad, es una humildad serena y llena de
confianza.
«Puede ser que así de
frutos en adelante»
¿Dónde radica su confianza? No en sí mismo, sino en
Cristo Jesús. Porque sabe que Jesús es el viñador que intercede ante el dueño
de la viña: «Señor, déjala todavía este
año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así de
frutos en adelante.» (Lc 13, 8 –
9).
Sí, Jesús remueve la tierra de nuestro corazón buscando
que podamos absorber los nutrientes que nos concede a través del Evangelio y de los sacramentos. Jesús remueve nuestras conciencias adormecidas que con
facilidad se distraen y olvidan examinarse a sí mismas. Jesús quiere remover
nuestras seguridades humanas para oxigenar nuestra vida y abrirnos a la acción siempre
renovadora y transformadora del Espíritu Santo.
Todavía hay una dimensión más que quisiera señalar a
partir de este episodio evangélico. Al trasladar el centro del diálogo del
comentario estéril al fecundo examen de conciencia, Jesús nos señala también
que el mal presente en el mundo siempre se vence en primer lugar en el propio
corazón. Por eso la penitencia es siempre un acto de esperanza. Se realiza con
la confianza de que el mal puede ser superado en su propia raíz que no es otra
que el pecado en el corazón humano.
Sí, mirando nuestro propio corazón –con humildad y
sinceridad- y abriéndolo con confianza a la acción de Jesús, participamos de la
esperanza del Señor: «Puede ser que así
de frutos en adelante» (Lc 13,
9). Sí, la esterilidad del pecado no tiene la última palabra. Si nos abrimos a
Jesús la fecundidad de su gracia se manifestará también en nuestra vida y –con
nuestro compromiso- en la Iglesia y la sociedad.
A María, Madre de los penitentes, le pedimos que nos siga guiando por la senda cuaresmal hacia la fecundidad de la vida nueva, de la vida su hijo resucitado, Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
[1] BENEDICTO
XVI, Ángelus, domingo 11 de marzo de 2007
[en línea].
[fecha de consulta: 23 de marzo de 2019]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2007/documents/hf_ben-xvi_ang_20070311.html>
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