La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 18 de junio de 2016

Discipulado: intimidad y seguimiento

Discipulado: intimidad y seguimiento

Domingo 12° durante el año – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de este domingo (Lc 9, 18-24) vemos un momento de intimidad entre Jesús y Dios; momento de intimidad del cual son testigos sus discípulos: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9,18a).

La intimidad con Jesús

            Jesús ora a solas con Dios: está en ese diálogo íntimo y personal con su Padre. Imaginemos la escena: tal vez está sentado en actitud orante, o de rodillas, entregado a la meditación, entregado completamente a esa intimidad con Dios. Dios es su ocupación predilecta y Él es ocupación predilecta de Dios.

            ¿Qué habrán experimentado sus discípulos al verlo orar? ¿Al sentir su oración, su intimidad con Dios? Sabemos, por otro pasaje del evangelio según san Lucas, que uno de sus discípulos en cierta ocasión le pidió: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Enséñanos esa intimidad con Dios, enséñanos esa intimidad contigo.

            De hecho, es en este momento de intimidad en que Jesús hace una pregunta fundamental a sus discípulos: «Pero ustedes –les preguntó-, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Esta pregunta fundamental va precedida por otra, similar pero totalmente distinta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18b).

            El cuestionamiento es el mismo, pero el contexto es muy distinto. En el primer caso Jesús pregunta qué dice la “gente” sobre Él, aquellos que no conocen esta intimidad de Jesús; aquellos que lo siguen de lejos, tal vez más por los milagros que por convicción personal. Ellos responden: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que han resucitado» (Lc 9,19). La respuesta de la gente sitúa a Jesús en el plano de un personaje más en la historia religiosa judía.

            Sin embargo, Jesús insiste en el cuestionamiento, pero cambia el contexto, lo personaliza: «Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?» (Lc 9,20a). Ustedes, que participan de mi intimidad con el Padre: «¿quién dicen que soy yo?». Ustedes, a quienes llamo amigos y ya no siervos (cf. Jn 15,15): «¿quién dicen que soy yo?».

            Sí, el contexto de la pregunta ha cambiado, y por ello la respuesta también ha cambiado: «Pedro, tomando la palabra, respondió: “Tú eres el Mesías de Dios”» (Lc 9,20b). Pedro ya no ubica a Jesús en el plano de la historia religiosa judía como un profeta más. Da un paso más: lo reconoce como Mesías de Dios, como Ungido, como lleno del Espíritu del Señor. Lo reconoce como aquel que ha sido ungido «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para darle la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

           
Y lo hace porque en esa intimidad con Jesús, en ese compartir cotidiano y personal con Jesús, él ha experimentado a Jesús como Mesías, él ha recibido esa Buena Nueva, esa liberación, esa nueva mirada y esa gracia.

            Solo quien vive en esa intimidad personal con Jesús puede reconocerlo y experimentarlo como Mesías de Dios y así dar testimonio de Él. Lo que nos hace cristianos, lo que nos hace discípulos de Jesús, no es el escuchar alguna vez algo sobre Él; no es el escuchar una charla o una homilía y luego dejarla pasar; sino, el encontrarnos con Él en nuestra vida cotidiana, el buscar su presencia en  nuestra vida personal y comunitaria, y descubrirla a la luz de la fe. El encuentro con Él y el experimentar su misericordia es lo que nos hace cristianos y por eso discípulos de Él.

El seguimiento de Jesús

            Sin embargo, esta intimidad con Jesús no debe volverse “intimismo egoísta” o “aislamiento cómodo”. “El aislamiento (…) puede encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo”.[1] Es decir, no debemos reducir el encuentro íntimo con Jesús a momentos de “consumismo espiritual” donde sólo nos ocupamos de nosotros mismos, de sentirnos bien sin comprometernos con los demás, sin compartir con los que nos rodean lo que Jesús nos ha regalado.

            Jesús es consciente de este peligro y por ello tiene que aclarar a Pedro en qué consiste su ser Mesías: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).

            Encontrarnos con Jesús, es encontrarnos con su Misterio Pascual: con su pasión, muerte y resurrección. Allí lo encontramos como esa «fuente abierta para lavar el pecado y la impureza» (cf. Zac 13,1); allí lo encontramos como fuente que puede saciar nuestra sed de Dios (cf. Sal 62).

            Y por eso, ser discípulo de Jesús es compartir su intimidad pero también seguirlo en su camino pascual: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9,23-24).

            Sí, ambas cosas necesitamos cultivar para vivir como discípulos de Jesús: esa intimidad personal con Él que nos regala una experiencia desde la cual vivimos día a día; y ese seguirle a Él en nuestra vida cotidiana renunciando a nosotros mismos, a nuestros criterios e ideas, perdernos en Él para encontrarnos en Él.

            Al finalizar nuestra meditación a partir de este evangelio, podríamos preguntarnos:

            ¿Qué momentos de intimidad cultivo con Jesús?

            ¿Qué gestos de seguimiento he asumido por Jesús?

            Solo entonces, luego de esta experiencia plena –intimidad y seguimiento-, estaremos en condiciones de responder a Jesús de forma auténtica y personal quién es Él para cada uno de nosotros y así testimoniarlo con nuestra vida.

            Que María, Madre y Educadora de los discípulos de Jesús, nos regale un conocimiento vital de Cristo[2], un encuentro siempre nuevo con Él. Amén.    



[1] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 89.
[2] PIO X, Carta Encíclica Ad diem illum laetissimum del 2 de febrero de 1904 (AAS 36, 452). 

domingo, 12 de junio de 2016

Volver a despertar el amor

Volver a despertar el amor

Domingo XI del Tiempo Ordinario – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            La primera lectura del día de hoy (2 Sam 12, 7-10. 13) nos muestra la seriedad del pecado; es decir, nos ayuda  a tomar conciencia de lo que es el pecado: «despreciar la palabra del Señor», «hacer lo que es malo a sus ojos». En el fondo se trata del desprecio a Dios, del desprecio de su amor por nosotros.

Conciencia de pecado

            Es interesante que cuando el profeta Natán denuncia a David su pecado, primero le hace tomar conciencia del gran amor que Dios le ha mostrado en su vida: «Así habla el Señor, el Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl… …te di la casa de Israel y de Judá, y por si esto fuera poco, añadiría otro tanto y aún más» (2 Sam 12, 7-8).

            Ante el gran amor de Dios, manifestado en tantos dones, se nos muestra la seriedad del pecado: despreciar ese amor, despreciar esos dones, despreciar al Dador de esos dones.

            Pareciera ser que David necesita que vuelvan a despertar su conciencia. Sobre todo necesita volver a tomar conciencia del gran amor de Dios para tomar conciencia de su pecado. Muchas veces, también nosotros tenemos poca conciencia de pecado porque tenemos poca conciencia del amor que Dios nos tiene. Tenemos poco conciencia de que faltamos al amor de Dios, porque tenemos poca conciencia de su amor por nosotros.[1]

           
Ante el gran amor de Dios, David responde con sinceridad: «¡He pecado contra el Señor!» (2 Sam 12, 13a). Sí, David se da cuenta que al pecar contra su prójimo ha pecado contra el Señor, ha pecado contra su amor.

            Pero así también, este pasaje de la Sagrada Escritura nos muestra la grandeza del arrepentimiento. Tomar conciencia de nuestros actos, de nuestra responsabilidad, de nuestra libertad. Tomar conciencia de que hemos fallado al gran amor de Dios y por ello decidirnos a volver a responder a su amor. De eso se trata el arrepentimiento: volver a amar, volver a vivir en comunión con Dios, en alianza con Dios. Volver a encaminarnos hacia Dios.

            Ante el sincero arrepentimiento de David, el profeta Natán responde: «El Señor, por su parte ha borrado tu pecado; no morirás» (2 Sam 12, 13b). El sincero arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados nos devuelve a la vida con Dios.

Arrepentimiento: sanación del alma

            El arrepentimiento tiene todavía una dimensión más, una fuerza sanadora para el alma. En palabras del P. José Kentenich, el arrepentimiento “es una regeneración del alma; un nuevo llegar a ser del hombre moral, del hombre de fe; significa un volver a encontrarse después de haber estado perdido espiritualmente; significa un volver a tomar en cuenta las fuerzas más profundas del alma; es un nuevo nacimiento.”[2]

            ¿Cómo nos sana el arrepentimiento? En primer lugar el arrepentimiento “desprende mi alma del apego a aquello carente de valor, me desprende de ese actuar que me desvaloriza”[3]; es decir, me libera, me desprende del apego a la acción mala que realicé, me desprende del anti-valor que abracé al pecar. En segundo lugar, “la fuerza santificante del arrepentimiento tiene un efecto hacia el futuro: el bien que yo he negado por mi acción carente de valor, nuevamente es reafirmado con todas las fuerzas de mi alma por el arrepentimiento.”[4] En tercer lugar “el arrepentimiento quita al mal la fuerza engendradora que tiene”, quita al mal la capacidad de engendrar nuevos pecados.[5]

            Finalmente el arrepentimiento despierta en nosotros esa conciencia filial que nos mueve a dirigirnos a Dios en oración para implorar su perdón y así restablecer la comunión de vida con Él. Desapego del mal. Afirmación del bien. Fuerza para obrar el bien. Filialidad ante Dios. He ahí el camino sanante de un arrepentimiento sincero.

Despertar del amor

            Por último, el evangelio (Lc 7,36 – 8,3) nos muestra que el arrepentimiento de nuestra alma y el perdón misericordioso de Jesús despiertan en nosotros el amor. Mirando a la mujer pecadora y arrepentida, Jesús dice al fariseo –quien nos sabe arrepentirse, no sabe reconocerse pecador y necesitado de misericordia-: «sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados. Por eso demuestra mucho amor» (Lc 7, 47).

           
Sí, aquel que ha sido perdonado demuestra mucho amor. Aquel que ha sido perdonado despierta de la muerte del pecado, del egoísmo y de la indiferencia. Y ha sido despertado al amor, por eso, vuelve a amar, vuelve a responder al amor de Dios amando a sus hermanos.

            En el perdón es como si el alma arrepentida escuchase la voz de Jesús que le dice: «¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra… …¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía!» (Cant 2, 10b-12a. 13b).

            En este Año Santo de la misericordia busquemos ese sincero arrepentimiento que sane nuestra alma y vuelva a despertar nuestro amor por Jesús y por los demás. Que María, Madre de Misericordia y Refugio de los pecadores, nos ayude a despertar en nuestra alma ese amor que es fruto del perdón. Amén.    




[1] Cf. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia sobre la Reconciliación y la Penitencia en la misión de la Iglesia de hoy, 18: “El ofuscamiento o debilitamiento del sentido del pecado deriva (…), finalmente y sobre todo, del oscurecimiento de la idea de la paternidad de Dios y de su dominio sobre la vida del hombre”. 
[2] P. JOSÉ KENTENICH, «Culpa y Reconciliación» en Desafíos de nuestro tiempo. Textos escogidos del P. J. Kentenich, fundador de Schoenstatt (Editorial Patris S.A., Santiago de Chile 41998), 104s.
[3] P. JOSÉ KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo…, 106.
[4] Ibídem
[5] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Desafíos de nuestro tiempo…, 107. Cf. PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 22: “Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados”. 

martes, 24 de mayo de 2016

«Háganlos sentar en grupos…» - Corpus 2016

«Háganlos sentar en grupos…»

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – Ciclo C

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebramos hoy la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, ocasión en la que ponemos en el centro de nuestra vida de fe, el sacramento que es “para nosotros el principal y más insigne recuerdo del gran amor con que Él nos amó.”[1]

                En este día volvemos a tomar conciencia del gran don que hemos recibido en la Iglesia, don que nos llega desde el mismo Jesús como lo expresa el apóstol san Pablo: «Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo siguiente: el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía» (1 Co 11, 23-24).

Denles de comer ustedes mismos
 
En este sacramento, en el que “el don y el que da son la misma cosa”[2], Jesús no solamente se entrega a sí mismo, sino que nos enseña a entregarnos con Él y como Él. Lo vemos en el evangelio que acabamos de escuchar (Lc 9, 11b-17). Ante el pedido de los Doce: «Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento» (cf. Lc 9,12), Él les responde: «Denles de comer ustedes mismos» (Lc 9,13a).

Probablemente los discípulos quedaron desconcertados ante este desafío de Jesús: «Denles de comer ustedes mismos». De hecho, ante la multitud que ha seguido al Maestro, los discípulos lo único que pueden hacer es reconocer que no tienen los recursos necesarios para alimentarlos: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente» (Lc 9, 13b). En un texto paralelo a este evangelio, ante la magnitud del pedido y la pequeñez de las posibilidades, los discípulos responden: «Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?» (Jn 6,9).

También nosotros, muchas veces nos experimentamos sobrepasados por las exigencias de la vida diaria y por las carencias de las personas que nos rodean. Como los discípulos, nosotros preferimos que cada cual busque su propio alimento y su propio hogar. Muchas veces tememos involucrarnos y comprometernos con la vida de los demás, o simplemente estamos demasiado ocupados con nuestra propia vida, demasiado encerrados en nosotros mismos. ¡Basta con nuestra propia vida! ¡Basta con tratar de saciar nuestra propia hambre y la de los nuestros! Y sin embargo, Jesús nos vuelve a desafiar: «Denles de comer ustedes mismos».

Si nuestro corazón está despierto, si está atento y vigilante en la oración, entonces ese desafío de Jesús nos lleva a mostrarle nuestros «cinco panes y dos pescados». Lo poco o mucho que tenemos en nuestra vida:

“cuanto llevo conmigo,
lo que soporto,
lo que hablo y lo que arriesgo,
lo que pienso y lo que amo,
los méritos que obtengo,
lo que voy guiando y conquistando,
lo que me hace sufrir,
lo que me alegra,
cuanto soy y cuanto tengo
te lo entrego como un regalo de amor”.[3]

Así, Jesús toma esos cinco panes y dos pescados y los bendice (cf. Lc 9, 16). Él bendice nuestra entrega, sea ésta entrega de nuestras capacidades y tiempo, sea de nuestros bienes y talentos, pero sobre todo bendice la entrega de nuestro corazón. Jesús bendice nuestra entrega y con ello posibilita que cumplamos con su pedido: «Denles de comer ustedes mismos».

Háganlos sentar en grupos

            Pero Jesús todavía nos enseña algo más en este evangelio y en este día de su Santísimo Cuerpo y Sangre. Para que Él pueda saciar plenamente el hambre de alimento y hogar que hay en el corazón de cada hombre, nuestra colaboración y entrega debe ir orientada hacia la formación de comunidades. Por eso el Señor les pide a sus discípulos: «Háganlos sentar en grupos» (cf. Lc 9, 14).

            Se nos muestra entonces plenamente el sentido eclesial de la celebración y de la vida eucarística. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”.[4]

Y así como es cierto que “la Iglesia vive del Cristo Eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada”[5] y que “la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz”[6]; es cierto también que la Iglesia y la humanidad viven también de la cotidiana entrega eucarística de los discípulos de Jesús. ¡Cuántos hombres y mujeres se entregan con Cristo en el apostolado para que otros vean saciada su hambre de pan y hogar!
  
En este sentido interpreto el evangelio que hemos escuchado. Jesús nos llama a “hacer” Eucaristía, a “hacer” comunidad y por ello Iglesia. Luego de que Jesús dijo a sus discípulos «Háganlos sentar en grupos», «Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que los sirvieran a la multitud» (Lc 9, 14b. 16).

Jesús, que se da a sí mismo como don, ha hecho de sus discípulos distribuidores de su donación para saciar el hambre de la multitud que lo sigue.[7] De la misma manera, Jesús toma nuestra colaboración y nuestra entrega, nuestros dones; los bendice, los parte y nos los entrega nuevamente para que los compartamos en comunión. Así, el hace de nosotros distribuidores de su donación y realiza el misterio de la Iglesia.

Al celebrar y vivir la Eucaristía, saciamos nuestra hambre de Cristo, pero también  nos comprometemos con Jesús a saciar el hambre de pan y hogar de nuestros hermanos y así realizar Iglesia. Nos alimentamos del sacrificio eucarístico para, con Cristo, saciar a otros y vivir en comunión con ellos.

Por eso, al celebrar hoy la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, queremos con María, contemplar el “rostro eucarístico”[8] de Jesús y queremos agradecerle el inmenso don que nos hace en la Eucaristía, renovando nuestra disponibilidad a colaborar con Él en la realización de su Iglesia. Por eso en oración  le decimos:

“Te adoro con fe
y me ofrezco a ti como instrumento;
nada retengo para mí,
tu honra es mi felicidad.

Gloria a ti, Dios Hijo,
con el Padre en su trono,
y al Espíritu de Santidad,
            ahora y por los siglos. Amén.”[9]


[1] URBANO IV, Bula Transiturus de hoc mundo con la que se instituye la fiesta del Corpus Christi (11 agosto 1264) [en línea]. [fecha de consulta: 24 de mayo de 2016]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/urbanus-iv/es/documents/bulla-transiturus-de-mundo-11-aug-1264.html>
[2] Ibídem
[3] P. J. KENTENICH, Hacia el Padre, 16.
[4] JUAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia, 1.
[5] Ibídem, 6.
[6] BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis sobre la Eucaristía, fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, 14.
[7] Cf. A. STÖGER, El Evangelio según san Lucas. Tomo primero (Editorial Herder, Barcelona 1979), 253.
[8] Cf. JUAN PABLO II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia…, 7.
[9] P. J. KENTENICH, Hacia el Padre, 157. 161.

lunes, 25 de abril de 2016

«Les doy un mandamiento nuevo»

Domingo 5° de Pascua – Ciclo C - 2016

Jn 13, 31 – 33a. 34 – 35

«Les doy un mandamiento nuevo»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Jn 13, 31-33a. 34-35) pone ante nuestros ojos el “mandamiento nuevo”: «Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también los unos a los otros» (Jn 13, 34).

«Les doy un mandamiento nuevo»

            ¿En qué consiste la novedad de este mandamiento de Jesús? ¿No se nos manda ya en el Antiguo Testamento el amor al prójimo (cf. Lv 19, 18)?

            San Agustín también se pregunta en qué consiste esta novedad, y, reflexionando responde:

            Os doy –dice- el mandato nuevo: que os améis mutuamente. ¿Es que no existía ya este mandato en la ley antigua, en la que hallamos escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué, pues, llama nuevo el Señor a lo que nos consta que es tan antiguo? ¿Quizá la novedad de este mandato consista en el hecho de que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo? Porque renueva en verdad al que lo oye, mejor dicho al que lo cumple, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual el Señor, para distinguirlo del amor carnal, añade: Como yo os he amado.”[1]

            Sí, el mandamiento de amarnos los unos a los otros como Jesús nos amó es nuevo porque nos renueva en lo más íntimo de nuestro ser cuando lo vivimos.

Amor pascual

            En ese sentido podríamos decir que el amor con que Jesús nos amó es un “amor pascual”. Un amor que ha sido «amor hasta el fin», hasta el extremo (Jn 13,1). Un amor que ha pasado por la entrega de la cruz y ha vencido a la muerte en la resurrección.

            Cuando el amor se entrega hasta el fin y vence la muerte del egoísmo entonces renueva al que ama. Entonces es “amor pascual”.

            Comprendemos entonces la petición que le hicimos a Dios en la oración colecta de este día: “realiza plenamente en nosotros el misterio pascual”.[2]

            El misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo debe realizarse todavía en cada uno de nosotros. Y se realiza precisamente en la medida en que nuestro amor a Dios y a los demás madura en la entrega de la cruz.

            En ese sentido interpreto las palabras de los Hechos de los Apóstoles que hoy hemos escuchado: «Pablo y Bernabé… …Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).

            Entrar en el Reino de Dios es amar como Jesús nos amó: “hasta el fin”; “despojándose de sí mismo”; “haciéndose siervo de los demás”; “haciendo el bien a los demás”; sin egoísmos, sin fingimientos, sin esperar retribución o reconocimiento alguno, sino amando sincera y desinteresadamente.

            Muchas veces nuestro amor está teñido por el egoísmo y por la búsqueda del propio yo. Si somos sinceros nos daremos cuenta de que muchas veces amamos sólo a los que nos aman. Y, a veces, en realidad no amamos, sino más bien “queremos”; es decir, sentimos afecto por alguien que nos hace bien, pero olvidamos pensar en su propio bien.

Así, saludamos a los que nos saludan, ayudamos a los que nos ayudan o lo hacemos esperando algún reconocimiento; buscamos amistades que nos convienen u ofrecemos cariño esperando recibir una retribución a cambio. Si somos sinceros nos daremos cuenta que nuestro amor todavía es pequeño y muchas veces es más búsqueda del propio yo que camino de encuentro con el tú.

Por eso las “tribulaciones” purifican nuestro amor y nuestro corazón. Si vivimos nuestras dificultades unidos al misterio pascual de Jesucristo, entonces las dificultades, obstáculos y crisis se volverán camino de maduración para nuestro amor. Cuando el amor entra en crisis, es un llamado a la madurez de ese amor, a la madurez de las personas que lo viven: “Aquello que era terreno en el pensar o demasiado humano en la entrega, quiso Dios orientarlo hacia las alturas y sumergirlo enteramente en su corazón.”[3]

Sí, vivir el mandamiento nuevo del amor, el mandamiento pascual del amor, nos purifica de todo egoísmo y nos libera de nuestras ataduras y  encierros, y por eso nos renueva.

Un don  nuevo

           
Mater Divini Amoris
Madre del Amor Divino
Así el “mandamiento nuevo” se revela verdaderamente como un “don nuevo” de la misericordia de Dios en Cristo Jesús. “Puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor con el cual viene a nuestro encuentro.”[4]

            Sí, con este mandato nuevo, con este don nuevo del amor pascual en Cristo, Dios, que está sentado en el trono vuelve a decir: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).


            A María, Mater Amoris Paschalis - Madre del amor pascual, que supo atravesar con la luz de la fe y el amor la oscuridad de la muerte en cruz para llegar al amanecer de la resurrección, le pedimos que nos eduque para que nuestro amor llegue a ser también amor pascual y así se nos reconozca como discípulos de su hijo Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.




[1] SAN AGUSTÍN, Sobre el Evangelio de San Juan, Tratado 65, 1.
[2] MISAL ROMANO, Domingo V de Pascua, Oración colecta.
[3] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 616.
[4] BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 1.

domingo, 10 de abril de 2016

«¡Es el Señor!»

Domingo 3° de Pascua – Ciclo C – 2016

Jn 21, 1 – 19

«¡Es el Señor!»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio que acabamos de escuchar (Jn 21, 1-19) nos relata cómo «Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades» (Jn 21, 1). Según el Evangelio de Juan «ésta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos» (Jn 21, 14).

            Quisiera invitarles a que meditemos juntos esta perícopa del Evangelio que la Liturgia de la Palabra nos presenta hoy. Para hacerlo quisiera señalar tres momentos del texto: el reconocer al Resucitado, el compartir con Él y el amarlo en el seguimiento cotidiano. Descubramos cómo estos tres momentos se van desarrollando en el diálogo entre el Resucitado y sus discípulos.

«¡Es el Señor!»

            Encontramos a los discípulos «a orillas del mar de Tiberíades». El Evangelio según san Juan recoge al menos dos apariciones precedentes del Resucitado a sus discípulos (cf. Jn 20, 19-29); en la primera aparición Jesús Resucitado dona el Espíritu Santo a sus discípulos y con ello les transmite el don de la reconciliación y los envía a la misión; en la segunda aparición el Resucitado se manifiesta a Tomás y declara felices a los que creen sin haber visto.

            Sin embargo, luego de estas dos manifestaciones del Resucitado, los discípulos parecen volver a la vida cotidiana, a su vida de pescadores, y por eso los encontramos «a orillas del mar de Tiberíades», probablemente en el mismo lugar en el cual una vez Jesús los llamó a ser «pescadores de hombres» (cf. Lc 5, 1-11).

            Sí, vuelven a su cotidianeidad, a sus ocupaciones y preocupaciones: «Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada» (Jn 21, 3). Sin embargo, al amanecer –cuando vuelve la luz del sol- «Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él» (Jn 21, 4). Y nuevamente Jesús les indica dónde echar las redes, las cuales se llenaron de peces. En ese momento «el discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”»(Jn 21, 7).

           
El milagro de la Pesca de 153 peces.
Duccio, Siglo XIV.
Wikimedia Commons.
En medio de la vida cotidiana «el discípulo al que Jesús amaba» reconoce a Jesús Resucitado como su Señor. Y es interesante que el Evangelio nos diga que el primero en reconocer al Resucitado no es Pedro –el primero de los apóstoles- sino «el discípulo al que Jesús amaba». La tradición de la Iglesia ha reconocido en este “discípulo amado” a Juan.

            Pero en realidad, cada uno de nosotros está llamado a ser ese “discípulo amado”. El discípulo amado es el primero en reconocer al Resucitado, porque a lo largo del caminar terreno de su Maestro ha estado siempre a su lado, en la fidelidad y en la intimidad del amor. En el amor lo ha conocido verdadera y profundamente, porque el amor es fuente de conocimiento.[1] El que ama de verdad, conoce de verdad.

            Durante la última cena, «el discípulo al que Jesús amaba, estaba reclinado muy cerca de Jesús»[2], incluso «se reclinó sobre Jesús» (Jn 13, 23. 25). Sí, el discípulo amado es aquél que descansa sobre el pecho de Jesús –descansa en su seno, en sus entrañas-, y así escucha el latir de su corazón, participa de su intimidad, escucha sus palabras y las guarda en su propio corazón para vivirlas. Así como el Hijo Unigénito está en el seno del Padre, así el discípulo amado está en el seno de Jesús (cf. Jn 1, 18).  

«Vengan a comer»

            Una vez que los discípulos han reconocido a Jesús Resucitado, Él los invita a comer, los invita a compartir el pan y los peces: «Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado» (Jn 21, 13).

            En el fondo se trata de una comida post-pascual, de una comida con el Resucitado. Allí, el Maestro vuelve a reunir a los suyos alrededor de sí para alimentarlos con su presencia, con su palabra y con su pan. Los discípulos vuelven a recordar tantas comidas con Jesús, tantas mesas compartidas con Él, con los demás discípulos e incluso con los pecadores perdonados. La mesa eucarística se vuelve así signo eficaz de la presencia del Resucitado.

«¿Me amas más que éstos?»

            Y después de comer, después de alimentar a los suyos, Jesús Resucitado toma a Pedro e inicia con él uno de los diálogos más conmovedores del Evangelio:

            «Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”» (Jn 21, 15).

            Sabemos que tres veces Jesús interroga a Pedro sobre su amor. Y la tercera vez, conociendo Jesús que su discípulo debía todavía madurar, le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» (Jn 21, 17). Ya no pregunta a su discípulo si lo “ama”, sino, pregunta si lo “quiere”.[3] Y Pedro, entristecido porque era interrogado por tercera vez responde: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» (Jn 21, 17).

            Sí, Pedro “quiere” a Jesús, pero con el tiempo aprenderá a “amar” a Jesús, y sobre todo aprenderá, en el seguimiento a su Maestro Resucitado (Jn 21, 19), a amar hasta el fin como Jesús (cf. Jn 13, 1), dando su vida en el martirio.

            Queridos hermanos y hermanas; también nosotros, luego de los intensos días de la Semana Santa, hemos vuelto a nuestra vida cotidiana, como los discípulos. Pero en nuestra vida cotidiana estamos llamados a reconocer a Jesús Resucitado. En la medida en que descansemos en el corazón de Jesús lo reconoceremos en nuestro día a día, y podremos decir con el discípulo amado: «¡Es el Señor!».

            Reconociendo al Resucitado, nos sentaremos con Él y con nuestros hermanos a la mesa eucarística, donde Él nos alimentará con su palabra, con su cuerpo y su sangre. Así fortalecidos por estos dones, podremos madurar nuestro amor como Pedro, y siguiendo los pasos de Jesús llegaremos también a decir: «Señor, tú lo sabes todo, sabes que te amo».

            Sí, la vida con Jesús Resucitado podemos sintetizarla en estas tres palabras: reconocer al Señor, compartir con Él y amar como Él a nuestros hermanos. Si así vivimos nuestra vida cristiana, ella será testimonio de que lo que Dios ha hecho en Jesús de Nazaret al resucitarlo, sigue siendo fecundo en nuestra vida por la acción constante del Espíritu Santo. Sí, la Resurrección de Jesús es el inicio de nuestra propia resurrección, de nuestra nueva vida en el amor.

            A María, Regina Coeli - Reina del Cielo y Mujer de la Pascua, encomendamos nuestra vida para que sea testimonio creíble y misericordioso de la resurrección de su hijo, Jesucristo nuestro Señor. Amén.


[1] Cf. PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Lumen Fidei sobre la fe, 28.
[2] La versión latina de Jn 13,23 dice: «Erat ergo recumbens unus ex discipulis eius in sinu Iesu, quem diligebat Iesus.» Es decir, «en el seno de Jesús», en sus entrañas.
[3] El texto original griego distingue entre “me amas” (agapas me - agapas me) y “me quieres” (fileis me - fileis me).