Queridos
hermanos y hermanas:
En este tiempo de Adviento seguimos caminando hacia el
Señor que viene hacia nosotros. Tratamos de salir a su encuentro con nuestras
buenas obras (cf. Oración Colecta del
Domingo I de Adviento) y así vivimos “la fiel espera del nacimiento”[1]
del Hijo de Dios.
Vista así, la vida cristiana es
también como un “juego de amor”. Y “¿qué significa juego de amor? Que dos
personas que se aman se buscan mutuamente
y no descansan hasta haberse encontrado.”[2]
Nuestro
corazón estará intranquilo hasta que descanse en Ti
Sí, todos llevamos en el corazón –en
lo más íntimo de nuestro ser- el anhelo de Dios, el anhelo de ver su rostro. Lo
dice el salmista: “Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro.» Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.” (Salmo 27 (26), 8-9).
Cada vez que despertamos ese anhelo
y lo cultivamos vivimos un adviento:
espera y búsqueda anhelante. San Agustín lo ha expresado magistralmente al
invocar a Dios diciendo: “nuestro corazón
estará intranquilo hasta que descanse en Ti.” (Confesiones I, 1, 1).
Sin embargo, cuando ese anhelo se
convierte en idealización y pierde realidad, corremos el riesgo de “imaginar”
el rostro de Dios a nuestra medida y reducir su presencia salvadora a nuestras
exigencias y expectativas.
Sí, buscamos el rostro de Dios,
esperamos a Jesús, pero esperamos que Él se manifieste según nuestros
criterios, que Él nos salve de acuerdo con nuestros deseos, que cumpla nuestra
voluntad antes que la voluntad del Padre. Muchas veces buscamos a Jesús… O eso
pensamos, pero en realidad, nos buscamos sólo a nosotros mismos, buscamos la
realización de nuestros deseos y proyectos.
¿Eres
tú el que ha de venir o debemos esperar a otro? (Mt 11,3)
Tal vez algo de eso se refleja en el
Evangelio proclamado hoy (Mt 11,2-11).
Al momento del inicio de la actividad pública de Jesús, Judea “bullía de
inquietudes. Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban
el clima religioso y político”.[3] Cada
grupo o movimiento religioso tenía una expectativa, una imagen, una
“idealización” del Salvador y de la salvación.
Los zelotes estaban dispuestos a
utilizar la violencia para restablecer la libertad de Israel; los fariseos
intentaban vivir la Torá cumpliendo
sus prescripciones con esmero y precisión; y los saduceos –en su mayoría
pertenecientes a la clase sacerdotal- vivían una religiosidad de élite
acomodada con el poder romano…[4]
Cada cual espera al Salvador y su salvación, pero, de acuerdo a su mirada, a sus criterios.
Tal vez Juan el Bautista esperaba en
el Salvador, en el Mesías, una
irrupción tajante, exigente y definitiva del Reino de Dios… Pero, encuentra a
un Salvador, a un Jesús, que con paciencia y cuidado acoge a enfermos, a
ciegos, a sordos, a pobres e incluso a pecadores… ¿No es demasiado poco para el
Salvador acoger a pobres y enfermos y perdonar pecados? ¿Qué sucede con la
situación política y social de Israel?[5]
Ante tal desconcierto, Juan el Bautista se atreve a preguntar: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos
esperar a otro?” (Mt 11,3).
Es ilustrativo que el Evangelio diga
que “Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo” (Mt 11,2). Muchas veces también nosotros “oímos” hablar de Jesús y
sus obras desde la “cárcel” de nuestros pre-juicios y exigencias. Y muchas
veces, nuestros pre-juicios y exigencias no nos permiten “ver” a Jesús y su
obrar en nuestras vidas y en las de los demás.
A
veces “imaginamos” un Jesús que nos
libre de nuestros defectos, cuando en realidad Él nos ama así como somos en
nuestra fragilidad y lo único que nos pide es confianza;
a
veces “imaginamos” un Jesús que
corrige los errores de los demás y olvidamos que Él nos pide ser mansos y
humildes de corazón;
a
veces “imaginamos” un Jesús que
siempre nos da la razón y olvidamos que Él nos pide ampliar nuestros criterios
mentales y ensanchar nuestro corazón;
a
veces “imaginamos” un Jesús “dulzón”
y “buena onda” que no nos exige y olvidamos que Él nos amó hasta el extremo de
la cruz;
a
veces “imaginamos” un Jesús “a mi
medida” tomando de sus palabras lo que me gusta, y olvidamos que no hay
cristianismo en solitario, sin Iglesia;
a
veces “imaginamos” un Jesús tan
íntimo, tan espiritual, que olvidamos amarlo en la persona que tenemos al lado;
y,
a
veces “imaginamos” un Jesús
revolucionario y olvidamos que la gran revolución se inicia con la conversión
del corazón.
Resuena entonces en nuestros
corazones la pregunta de Juan el Bautista a Jesús: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. ¿Es el
Jesús del Evangelio el que esperamos o debemos esperar al de nuestra
imaginación, al de nuestras exigencias?
Queridos amigos… Anhelemos la venida
de Jesús, anhelémosla profundamente, pero siempre dejemos abierta la
posibilidad de que Él nos sorprenda.
Salgamos de la “cárcel” de nuestros pre-juicios y exigencias, y animémonos a
escuchar y a ver con el corazón lo que Él realiza en la vida de los demás y
en nuestras propias vidas.
Y cuando nos liberemos de nuestros pre-juicios y
exigencias, entonces estaremos abiertos, entonces estaremos en condiciones de
esperar y seguir buscando al Salvador, porque en realidad Él nos habrá ya encontrado y podremos decirle: “sí, Tú eres el que yo tanto esperaba, el que yo
tanto anhelaba; Tú, sacias y superas todos los anhelos de mi corazón”. Amén.
[1] Oración Colecta del Domingo
III de Adviento
[2] J. KENTENICH, En las manos
del Padre (Editorial Patris S.A., Santiago 21999), 144.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI,
Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago
32007), 34.
[4] Cf. Ibídem
[5] Cf. J. RATZINGER/BENEDICTO XVI,
La infancia de Jesús (Planeta, Buenos Aires 2012), 48-51.