La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

miércoles, 6 de agosto de 2014

Jesús vio, se compadeció y sanó

Jesús vio, se compadeció y sanó

Queridos hermanos y hermanas:

¡Qué gran consuelo recibimos al escuchar las palabras del Evangelio de hoy! (Mt 14,13-21).[1] “Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, sanó a los enfermos” (Mt 14,14).

Una mirada compasiva

Siempre me consuela el escuchar que Jesús “ve”… En más de una ocasión escuchamos en el Evangelio que Jesús “ve”, que Jesús “mira” a las personas con amor (cf. Jn 9,9: “vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento”; Mt 9,9: “al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo”; Mc 10,21: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó”).

Jesús no es una persona que va por la vida sin interesarse por los demás… Él mira los rostros de aquellos con quienes se encuentra. Incluso mira con detenimiento y amor a aquellos que no puede verlo. ¡Y ese es nuestro gran consuelo!

Aunque nosotros no lo veamos a Jesús –e incluso a veces nos sintamos alejados de Él-; Él nos mira. Él nos mira con amor y ve nuestra vida, nuestras necesidades, nuestras fragilidades y carencias.


 “Jesús vio… se compadeció y sanó”. La mirada de Jesús no es una mirada ávida y curiosa, tampoco es una mirada inquisidora. Su mirada es una mirada compasiva. “Compadecer” viene de “padecer con”. Jesús padece, sufre nuestros sufrimientos, vive nuestras carencias, y su presencia en esas circunstancias es ya consuelo. Muchas veces el sufrimiento físico o moral puede ser un “lugar” para experimentar la compasión y el consuelo de Cristo Jesús, un lugar para experimentar su compañía.

Aceptar, entregar y dejarnos aceptar

Pero para ello debemos aprender a entregar nuestro sufrimiento, nuestra carencia, nuestra fragilidad. Entregársela a Jesús en la oración, en el diálogo sincero y personal. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo poner en manos de Jesús el sufrimiento, la carencia y la fragilidad?
No es imposible, pero requiere valentía…

La valentía de aceptar nuestra realidad. Aceptar nuestros sufrimientos, carencias y fragilidades. Aceptarlas y no huir de ellas, esconderlas, negarlas. Aceptar nuestra pequeñez.

Cuando negamos nuestra pequeñez experimentamos lo que el profeta Isaías nos reprocha: “¿Por qué gastan en algo que no alimenta?” (Is 55,2). Sí, la negación de nuestra realidad desgasta nuestras fuerzas y no nos alimenta.

Entregarle a Jesús nuestra pequeñez… Se trata de acudir a Él con confianza, sin temor para compartir con Él nuestra pequeñez… Ya sea en la oración personal, en el sacramento de la Reconciliación u ofreciendo nuestros límites y sufrimientos junto al pan y el vino en la Eucaristía, Jesús recibe nuestra pequeñez, Él nos acoge, Él nos acompaña y compadece con nosotros.

En esta entrega descansamos y aprendemos que “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.”[2]

Y cuando nos entregamos Jesús recibimos su amor, su compañía, su misericordia. Y sobre todo la certeza de que en sus manos todo tiene sentido, también nuestros límites, nuestras fragilidades. Cuando nos dejamos aceptar por Jesús en nuestras fragilidades entonces vivimos, entonces somos sanados. No porque nuestros límites hayan desaparecido sino porque los vivimos con Cristo Jesús. “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?” (Rm 8,35).

Amados para amar

Somos amados para amar, aceptados para aceptar; y por eso Jesús nos pide: “denles de comer ustedes mismos” (Mt 14,16).

Sí, con Jesús nuestras carencias se vuelven abundancia para compartir, consuelo para consolar, sabiduría para aconsejar, ternura para acompañar y alegría para vivir. Que así sea. Amén.






[1] Domingo 3 de agosto de 2014, DOMINGO 18° DURANTE EL AÑO, CICLO A.
[2] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Spe Salvi sobre la esperanza cristiana, 37.

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