Jesús vio, se compadeció y
sanó
Queridos hermanos y hermanas:
¡Qué gran consuelo
recibimos al escuchar las palabras del Evangelio de hoy! (Mt 14,13-21).[1]
“Jesús vio una gran muchedumbre y,
compadeciéndose de ella, sanó a los enfermos” (Mt 14,14).
Una mirada compasiva
Siempre me consuela el
escuchar que Jesús “ve”… En más de una ocasión escuchamos en el Evangelio que
Jesús “ve”, que Jesús “mira” a las personas con amor (cf. Jn 9,9: “vio, al pasar, a un
hombre ciego de nacimiento”; Mt 9,9: “al
pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo”; Mc 10,21: “Jesús, fijando en él su mirada, le amó”).
Jesús no es una persona
que va por la vida sin interesarse por los demás… Él mira los rostros de
aquellos con quienes se encuentra. Incluso mira con detenimiento y amor a
aquellos que no puede verlo. ¡Y ese es nuestro gran consuelo!
Aunque nosotros no lo
veamos a Jesús –e incluso a veces nos sintamos alejados de Él-; Él nos mira. Él
nos mira con amor y ve nuestra vida, nuestras necesidades, nuestras
fragilidades y carencias.
“Jesús vio… se compadeció y sanó”.
La mirada de Jesús no es una mirada ávida y curiosa, tampoco es una mirada
inquisidora. Su mirada es una mirada compasiva. “Compadecer” viene de “padecer
con”. Jesús padece, sufre nuestros sufrimientos, vive nuestras carencias, y su
presencia en esas circunstancias es ya consuelo. Muchas veces el sufrimiento
físico o moral puede ser un “lugar” para experimentar la compasión y el
consuelo de Cristo Jesús, un lugar para experimentar su compañía.
Aceptar, entregar y
dejarnos aceptar
Pero para ello debemos
aprender a entregar nuestro sufrimiento, nuestra carencia, nuestra fragilidad.
Entregársela a Jesús en la oración, en el diálogo sincero y personal. Pero,
¿cómo hacerlo? ¿Cómo poner en manos de Jesús el sufrimiento, la carencia y la
fragilidad?
No es imposible, pero
requiere valentía…
La valentía de aceptar
nuestra realidad. Aceptar nuestros sufrimientos, carencias y fragilidades.
Aceptarlas y no huir de ellas, esconderlas, negarlas. Aceptar nuestra pequeñez.
Cuando negamos nuestra
pequeñez experimentamos lo que el profeta Isaías nos reprocha: “¿Por qué gastan en algo que no alimenta?”
(Is 55,2). Sí, la negación de nuestra
realidad desgasta nuestras fuerzas y no nos alimenta.
Entregarle a
Jesús nuestra pequeñez… Se trata de acudir a Él con confianza, sin temor para
compartir con Él nuestra pequeñez… Ya sea en la oración personal, en el
sacramento de la Reconciliación u ofreciendo nuestros límites y sufrimientos
junto al pan y el vino en la Eucaristía, Jesús recibe nuestra pequeñez, Él nos
acoge, Él nos acompaña y compadece con nosotros.
En esta entrega
descansamos y aprendemos que “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento
y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en
ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha
sufrido con amor infinito.”[2]
Y cuando nos entregamos
Jesús recibimos su amor, su compañía, su misericordia. Y sobre todo la certeza
de que en sus manos todo tiene sentido, también nuestros límites, nuestras
fragilidades. Cuando nos dejamos aceptar por Jesús en
nuestras fragilidades entonces vivimos, entonces somos sanados. No porque
nuestros límites hayan desaparecido sino porque los vivimos con Cristo Jesús. “¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?”
(Rm 8,35).
Amados para amar
Somos amados para amar,
aceptados para aceptar; y por eso Jesús nos pide: “denles de comer ustedes mismos” (Mt 14,16).
Sí, con Jesús nuestras
carencias se vuelven abundancia para compartir, consuelo para consolar,
sabiduría para aconsejar, ternura para acompañar y alegría para vivir. Que así
sea. Amén.
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