El camino de la mujer
cananea: el camino de la pequeñez
Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio de hoy (Mt 15,21-28)[1]
nos presenta el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Una mujer que no
pertenece al pueblo de Israel, una mujer que no participa del culto y de las
tradiciones religiosas de Israel. Y sin embargo, una mujer que busca a Jesús,
que busca al Señor.
Más que un encuentro, el
evangelio nos relata el camino que la
mujer cananera tuvo que hacer para encontrarse con Jesús y recibir de Él la
gracia que tanto anhelaba y necesitaba. Observemos el camino que hizo esta
mujer.
Tres actitudes de la mujer
cananea
Lo primero que debería llamar
nuestra atención es el hecho de que la mujer cananea grita su necesidad, grita
buscando a Jesús: “Entonces una mujer
cananea (…) comenzó a gritar: « ¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi
hija está terriblemente atormentada por un demonio.» (Mt 15,22). Sí, esta mujer no
sólo pide, sino que grita, clama pidiendo auxilio, misericordia. No
tiene vergüenza de reconocer su necesidad, no la esconde. Grita tanto que otros
la escuchan, grita tanto que los discípulos se incomodan (cf. Mt 15,23b).
Es un grito que nace del
alma, de la impotencia de uno mismo y de la confianza en Jesús. Como dice el
salmista: “Desde lo hondo a ti grito,
Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.”
(Salmo 129,1-2).[2]
Sí, se trata de gritar en presencia del Señor, de clamar al Señor desde lo
hondo de nuestra existencia, desde lo hondo de nuestros pecados y heridas.
Y aún, cuando el Señor “no le respondió nada” (Mt 15,23a), la mujer cananea no se cansa de hacer oír su súplica y “fue a postrarse ante él y le dijo: « ¡Señor,
socórreme!».” (Mt 15,25).
Del grito, la mujer pasa a
la postración. Postrarse en tierra es signo de reverencia, de humildad y de
respeto, y también de penitencia.[3]
Con su cuerpo expresa su pequeñez, su desvalimiento, su confiarse totalmente a
Jesús. Aquello que ella ha expresado ya con sus labios, lo expresa ahora con su
cuerpo.
Finalmente, la mujer
cananea se humilla, humilla su corazón ante el Señor Jesús. Ante la dura
respuesta de Jesús: “No está bien tomar
el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros”, ella responde: “¡Y, sin embargo, Señor, los cachorros comen
las migas que caen de la mesa de sus dueños!” (Mt 15, 26-27).
Ella reconoce que no pertenece
al pueblo de Israel, a los “hijos” a los que se refiere Jesús. En ese sentido,
se reconoce sin mérito alguno y así apela a la misericordia de Dios. Es como si
le dijera: “Señor, no tengo nada que ofrecerte, sólo mi necesidad y
desvalimiento, sólo mi pequeñez”. Y ante esta pequeñez, Jesús se conmueve y
reconoce en la pequeñez de la mujer su grandeza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!” (Mt
15,28).
El camino de la pequeñez
La mujer cananea ha hecho
un camino para encontrase con Jesús. Podríamos decir que es el camino de la pequeñez, de la humildad
ante Jesús.
Un camino que también
nosotros podemos hacer en nuestra oración y en nuestra vida. Este camino de
humildad pareciera tener, a lo menos, tres pasos, que son tres actos y actitudes:
el grito, la postración y la humillación.
Y estos tres actos y
actitudes pueden indicarnos a nosotros tres grados de nuestra oración de
pequeñez ante el Señor Jesús: labios,
cuerpo y corazón.
Sí, nuestra oración de
pequeñez puede iniciarse ante Jesús como un grito
con nuestros labios: “¡Señor ten
piedad de mí!”. Y junto con este grito del alma, se trata cultivar una actitud
ante Jesús, la de la súplica humilde, sincera e insistente.
Si con nuestros labios invocamos la ayuda de Jesús,
entonces con humildad podemos postrarnos
ante Él y así renunciar a nuestra auto-suficiencia. En la oración personal
podemos postrarnos ante Jesús, y expresar con nuestro cuerpo que renunciamos a nuestra pretensión de auto-suficiencia.
Postrarnos ante Él en la oración –y en la vida- es reconocer que Él es Señor,
que Él es el que puede sanarnos, liberarnos y guiar nuestros pasos por el
camino de la paz (cf. Lc 1,79).
Así, el postrarnos puede ayudarnos a interiorizar nuestra
conciencia de dependencia de Jesús y hacer que nuestro corazón se haga humilde,
pequeño. Es el corazón el que debemos
humillar ante Jesús, es el corazón el
que debemos empequeñecer para dárselo a Jesús. Un corazón pequeño conoce y
reconoce sus pecados y fragilidades, y por ello se confía totalmente a Jesús. Un
corazón humilde es un corazón que confía.
Y cuando hacemos este camino de pequeñez, entonces nos
encontramos con Jesús, entonces Él nos muestra que porque tenemos un corazón
humilde, pequeño, nuestro corazón puede crecer, puede llegar a ser grande por
la fe, por la confianza en Él.
Cuando aceptamos nuestra
pequeñez –nuestra total dependencia de Jesús- entonces Él nos muestra nuestra
verdadera grandeza, la grandeza de nuestra fe, de nuestra confianza en Él: “¡Qué
grande es tu fe! ¡Qué grande es tu confianza!”. Y cuando renunciamos a la grandeza de nuestra autosuficiencia, y
aceptamos vivir de la grandeza de la fe, entonces iniciamos nuestro camino de
sanación, nuestro camino de liberación, nuestro camino de plenitud, y así
experimentamos que el Señor hace brillar su rostro sobre nosotros (cf. Salmo 66,2) y sacia los anhelos más
profundos de nuestro corazón.
Amén.
[1]
Domingo 17 de agosto de 2014, DOMINGO 20° DURANTE EL AÑO, CICLO A.
[2]
Tomado de la Salmodia de Completas
del día miércoles, LITURGIA DE LAS HORAS. En la Biblia de Jerusalén la numeración de este salmo es 130 (129).
[3] Cf.
JOSÉ ALDAZÁBAL, Gestos y Símbolos
(Buenos Aires, Agape Libros 2007), 238.
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