La
Cruz de Cristo y la Inmaculada Concepción,
noble
árbol y fruto sin igual
Queridos hermanos y
hermanas:
El peregrinar desde la Parroquia-Santuario de Ñandejara Guasu de Piribebuy, hasta el Santuario de la Virgen de los Milagros de
Caacupé, nos permite meditar en este día de fiesta en torno a la relación
entre Ñandejara Guasu y la Virgen de los Milagros de Caacupé, entre
la Cruz de Cristo y la Inmaculada Concepción de María.
¿Qué misterio de fe encierran éstas imágenes sagradas? ¿Qué
mensajes desean transmitirnos?
Según sus historias –que llegan hasta nosotros por medio
de la tradición oral y se enlazan con leyendas- ambas imágenes estarían en
nuestro departamento de Cordillera desde los siglos XVII o XVIII.[1]
Dicha presencia suele ser atribuida a la actividad evangelizadora de los
franciscanos. Pero más allá de los hechos históricos y de los relatos
legendarios, vale la pena que nos preguntemos por qué la Divina Providencia
quiso unir las imágenes de Ñandejara
Guasu y de Tupãsy Caacupe en esta
verde serranía regada por manantiales y arroyos que es Cordillera. ¿Cuál es la
relación entre ambas? ¿Cuál es la relación entre los misterios de fe que
ilustran?
La Cruz de Cristo y la
Inmaculada Concepción de María
La fe de la Iglesia siempre ha visto en estrecha unión la
cruz de Cristo y la Inmaculada Concepción de María. De hecho, si hemos prestado
atención a la oración colecta de este
día habremos escuchado que el sacerdote, al dirigirse a Dios en oración le
dice:
“Dios nuestro, por la Concepción
Inmaculada de la Virgen María preservada de todo pecado, preparaste a tu Hijo
una digna morada; en atención a los méritos de la muerte redentora de Cristo.”[2]
Sí, la liturgia de nuestra fe expresa lo que la
inteligencia de la fe ha captado: María ha sido preservada de todo pecado, de
todo egoísmo, de toda separación de Dios y de los hombres, por la entrega de
Cristo en la cruz. Previendo la entrega de amor de Jesús en la cruz, el Padre
preservó del pecado a aquélla que sería la Madre del Hijo. Comprendemos
entonces las hermosas y contundentes palabras del Cantar de los cantares: “el Amor es fuerte como la Muerte” (Ct 8,6); más aún, el amor es más fuerte
que la muerte, la entrega del amor es más fuerte que el egoísmo del pecado.
Al contemplar las imágenes de Ñandejara Guasu y de Tupãsy
Caacupe me vienen a la mente las palabras del Himno a la Cruz del Viernes
Santo:
“Esta es la cruz de nuestra fe, el
más noble de los árboles: ningún bosque produjo otro igual en ramas, flores y
frutos.
El Creador tuvo compasión de Adán,
nuestro padre pecador, que al comer del fruto prohibido se precipitó hacia la
muerte; y para reparar los daños de ése árbol, Dios eligió el árbol de la Cruz.”[3]
Sí, al contemplar a Cristo en la cruz y a su Madre
Inmaculada, contemplamos el árbol de la
cruz y el fruto de la redención: la
libertad del pecado. Aquél árbol de
la vida que perdimos (cf. Gn 2,9.
3,11.22), Jesús nos lo regala en el árbol
de la cruz. Aquél fruto que nos estaba prohibido (cf. Gn 3,11), se transforma en el fruto
sin igual de la redención: María Inmaculada.
Sí, ahora comprendemos por qué quiso Dios unir en este jardín cordillerano a Ñandejara Guasu y a Tupãsy Caacupe. Sí, árbol y
fruto nos recuerdan aquél jardín en Edén (cf. Gn 2,8) que Dios plantó para colocar allí al hombre, aquél jardín
en el cual a la hora de la suave brisa Dios se paseaba buscando la compañía del
hombre y de la mujer (cf. Gn 3, 8-9).
Santos por el amor, por el
encuentro con los demás
Y si Jesucristo y María habitan en medio de nosotros, ya
no es necesario temer ni escondernos. También para nosotros son las palabras
que el ángel dirigió a María: “No temas,
María, porque Dios te ha favorecido” (Lc
1,30). Sí, Dios nos ha favorecido al regalarnos a Cristo y a su Madre. Con
razón podemos hacer nuestras las palabras y los sentimientos de júbilo de San
Pablo: “Bendito sea Dios, el Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de
bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación
del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el
amor.” (Ef 1, 3-4).
Sí, es el amor misericordioso de Dios el que nos hace
dignos de servirle en su presencia;[4]
es el amor misericordioso de Dios el que nos quiere ir haciendo santos e
irreprochables en su presencia. Cuando vivimos en su presencia, cuando respondemos
a su llamada y salimos a su encuentro, entonces nuestra vida se va haciendo
plena y por ello santa. La plenitud de vida, la felicidad, no se alcanza en el
aislamiento egoísta del pecado sino en el encuentro con Cristo y con los demás
hombres en presencia de Dios Padre.
Es
lo que el relato del Génesis y el
texto del Evangelio según San Lucas nos
muestran. Cuando nos aislamos, cuando nos encerramos en nosotros mismos y queremos
ser autosuficientes, “como dioses” (cf. Gn
3,5), descubrimos que estamos desnudos (cf. Gn 3,7.10). Experimentamos que nuestros pecados desnudan nuestras
heridas y fragilidades; desnudan ante nuestros ojos nuestra realidad, y como
Adán tenemos miedo y nos escondemos de Dios y de los demás. El pecado siempre
genera temor, tristeza, vacío interior y aislamiento.[5]
Sin
embargo, Dios no cesa de buscarnos, de llamarnos y de preguntarnos: “¿dónde estás?” (Gn 3,9). Dios no cesa de decirnos: “¡Alégrate! El Señor está contigo” (cf. Lc 1,28). En Jesucristo, Ñandejara
Guasu, Dios nos dice una y otra vez: “¡Alégrate! Yo estoy contigo, hoy y
siempre”. Y en María, Tupãsy Caacupe,
aprendemos a confiar en ese amor y a responder: “Yo soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Cristo es el amor
misericordioso del Padre que se nos ofrece, y María es la respuesta confiada
que acoge ese amor.
Y
así cuando renunciamos a “ser como dioses”, cuando renunciamos a aislarnos en
nosotros mismos y en nuestros intereses; y nos convertimos día a día en
“servidores del Señor” (cf. Lc 1,38),
confiando en su amor y saliendo al encuentro de los demás en su presencia,
entonces experimentamos que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la
vida entera de los que se encuentran con Jesús”; entonces experimentamos que somos
“liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior y del aislamiento.”[6]
La
plenitud de vida y la santidad no están en el aislamiento egoísta sino en el
encuentro con los demás en presencia de Dios. María ha sido hecha Inmaculada, es decir plena, por el amor misericordioso
de Dios y en unión con Cristo; y, también nosotros seremos hechos plenos por la
misericordia de Dios y en el encuentro con Cristo y con nuestros hermanos.
Por
eso, desde nuestros santuarios de Piribebuy
y de Caacupé, desde este jardín que
evoca el jardín en Edén, queremos
entregar a nuestro pueblo, como signo de la salvación, como signo de la vida
plena, la Cruz de Cristo y la imagen de María Inmaculada, el árbol de la vida y el fruto de la salvación. “¡Que nadie separe lo uno de lo otro, pues
en su plan de amor el Padre los concibió como unidad!”.[7]
Que así sea. Amén.
P. Oscar Iván
Saldivar F.
Vicario
de la Parroquia-Santuario de Ñandejara Guasu de Piribebuy,
en
la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María,
Fiesta
de la Virgen de los Milagros de Caacupé 2014.
[1]
Cf. Santuarios del Paraguay,
Publicación N° 1, COMISIÓN NACIONAL DE LITURGIA Y PASTORAL BÍBLICA (CEP), Área
de Pastoral de Santuarios, Págs. 6 y 12.
[2]
MISAL ROMANO, La Inmaculada Concepción de
la Virgen María, Solemnidad, Oración Colecta.
[3]
MISAL ROMANO, Himno a la Cruz,
Liturgia del Viernes Santo de la Pasión del Señor.
[4] Cf.
MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística II.
[5] Cf.
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[6]
Ibídem
[7] P.
JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, estrofa
332.
Hermosisima reflexión! Gracias P. Oscar!!!
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