La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 27 de diciembre de 2015

Sagrada Familia - 2015

Sagrada Familia

Vínculos naturales, filialidad y santidad cotidiana

Queridos hermanos y hermanas:

            Todavía están frescas en nuestras mentes y en nuestros corazones las vivencias de la Noche Buena y de la Navidad. Y precisamente en este tiempo de Navidad, la Liturgia nos propone celebrar hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José.

            La Navidad nos permite tomar conciencia de la gran misericordia de Dios hacia nosotros. Ante nuestros ojos se manifiesta el misterio de la Palabra  hecha carne. Como lo expresa el prólogo del Evangelio según san Juan: «En el principio existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14a).

            Dios ha querido que su Hijo, su Palabra, se encarnara; es decir, se hiciese hombre para compartir nuestra condición humana. Y este encarnarse se dio en el seno de una Virgen Madre. Pero quiso Dios, no sólo que su Hijo se encarnara, sino que naciese en medio de una familia y compartiera su vida cotidiana.

            Hay aquí un mensaje de Dios para nosotros. Contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret es más que una bella devoción; se trata de descubrir las implicancias existenciales que este misterio cristiano tiene para nosotros, para nuestra vida cristiana.

            Para iniciar nuestra meditación quisiera citar una breve oración que escribió el P. José Kentenich:

            “Tu Santuario es nuestro Nazaret, donde el Sol de Cristo irradia su calor.
            Con su luz clara y transparente da forma a la historia de la Sagrada Familia;
y, en la venturosa unión familiar, suscita una santidad cotidiana, fuerte y silenciosa” 
(Hacia el Padre, 191 -192).

Jesús, el sol de misericordia, va dando forma a la vida y a la historia de la Sagrada Familia. Por eso, contemplando a la Sagrada Familia de Jesús, María y José creo que podemos tomar para nuestra propia espiritualidad al menos tres elementos: la relación entre los vínculos naturales y sobrenaturales; la santidad de la vida diaria, y la infancia espiritual.

Los vínculos naturales y los vínculos sobrenaturales
        
    Contemplando a la Sagrada Familia podemos comprender –o al menos empezar a descubrir- lo unidos que están los planos natural y sobrenatural.

            La mayoría de los teólogos coincide en que aquella invocación tan íntima con que Jesús se dirige a Dios: Abbá[1]; tiene su raíz en la experiencia del contacto diario con José y María… El mismo Jesucristo hizo un desarrollo de su auto-comprensión como Mesías y de todo lo que ello implicaba. Jesucristo hizo también un camino humano en su desarrollo como persona y en el de su conciencia de misión. Necesitó comprenderse a la luz de su pertenencia al pueblo de Israel, a su familia, para comprender su propia identidad, la identidad del Hijo que siempre está en relación íntima con el Padre. Si Jesucristo se siente y se sabe el “Hijo amado” del Padre[2], es porque ha tenido esa experiencia también a nivel humano.

           
    La experiencia del amor incondicional y misericordioso del Padre le ha llegado primeramente a través de los transparentes humanos de Dios: papá y mamá, María y José. La filialidad, no es un concepto que se aprehende teóricamente, es sobre todo una experiencia de vida.

            Al ir desarrollando estos pensamientos nos adentramos en la pregunta de ¿cómo accedemos a la realidad de Dios? ¿Cómo lo hacemos de manera viva y no sólo teórica? Y es allí donde se nos hace clara la relación del orden natural con el orden sobrenatural, la relación –e incluso la interrelación- de los vínculos naturales con los sobrenaturales.

            Se trata en el fondo de aquellas palabras de la primera carta de San Juan: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Sin embargo no se trata aquí de una dimensión moral del amor a Dios y al prójimo. No. Se trata más bien de una condición previa o concomitante para el amor vivo y personal a Dios.

            Los vínculos humanos –nuestras relaciones personales, sean éstas paterno-filiales, de fraternidad, de pareja o de amistad- son un camino, una expresión y un seguro de los vínculos sobrenaturales, del vínculo a Dios, a Cristo y a María. En la medida en que aprenda a relacionarme, en la medida en que aprenda a amar y a dejarme amar por las personas humanas, en esa medida experimentaré también una relación personal con Dios.

            Los vínculos personales poseen un aspecto de trascendencia. Así como el hombre despliega todas sus fuerzas en el encuentro vivo, cálido y profundo con el tú humano; así mismo, cuando el yo se encuentra con el tú humano lo hace también, en ese mismo momento e instancia, con el Tú divino.

Esta estrecha relación entre el amor al hombre y el amor a Dios está expresada en la fe cristiana; pues, Jesús ha hecho del amor a Dios, contenido en el Libro del Deuteronomio (Dt 6, 4-5), y del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico (Lv 19, 18), un único precepto (Mc 12, 28-34). Por lo tanto el amor a Dios está íntimamente unido al amor al prójimo, al amor a los hombres, y viceversa, el amor a los hombres está unido al amor a Dios[3].

¿Por qué hago hincapié en la experiencia que nos pueden regalar los vínculos naturales sanos? Porque por medio de estas experiencias conocemos con el corazón –y no sólo con la mente- a Dios como Padre… A través de estas experiencias nos abrimos a un Dios personal, siempre presente, vivo y actuante en la historia, me abro al Dios de la vida, al Dios de mi vida.

Muchas personas perciben a Dios no como un Dios vivo y amante, sino más bien como una idea… Muchas veces cuando nos vinculamos a Dios, nos vinculamos en realidad a una idea de Dios…

Se trata entonces de buscar una relación personal con Dios… Si quiero entrar en una relación personal con Él debo entrar en una relación personal con aquellos que me rodean. Y en ellos animarme a descubrir a Dios… Animarme a descubrir a Dios presente en quienes me rodean, en los acontecimientos de mi vida y en la voz de mi corazón.  

Así detrás del tú humano al que nos vinculamos siempre tendremos presente –algunas veces más conscientemente y otras veces menos- al Tú divino. Aquí el orden de los vínculos naturales personales funciona como expresión, medio y protección de los vínculos sobrenaturales. Sin embargo siempre será necesario que el orden superior –el orden sobrenatural- a su vez proteja el orden inferior: nuestro modelo de amor está en el amor de Cristo.
       
La infancia espiritual – La filialidad
           
           Así este experimentar a Dios como un Dios vivo, personal, presente y amante deriva en nosotros los hombres en la “infancia espiritual”… Si Dios es Padre, entonces cada uno de  nosotros está llamado a saberse y sentirse profundamente hijo.

            Se trata de aquella gracia que ya nos fue dada en la fuente bautismal, la gracia de la filiación adoptiva en Cristo. La gracia de ser hijos en el Hijo. Sin embargo aquello que poseemos por la gracia sacramental (filiación) debe convertirse en profundo sentimiento de vida (filialidad).

            Cuando experimentamos a Dios presente en nuestras vivas, presente en lo más pequeño y en lo más grande, entonces nos experimentamos profundamente amados, entonces sabemos –no sólo con la cabeza, sino con el corazón- que somos hijos. Y si somos hijos nada hay que no podamos afrontar en la vida. La seguridad del hijo no está en sí mismo; sino que, paradojalmente la seguridad del hijo está en el Padre. El hijo puede caminar no porque puede hacerlo solo, sino porque lo hace acompañado del Padre.

            La verdadera filialidad, la verdadera infancia espiritual –la de Cristo, nacido en Belén para todos nosotros- es la raíz de vigorosas personalidades, tanto masculinas como femeninas. La filialidad es raíz de paternidad y maternidad. Cuando yo me sé amado, cobijado y acompañado; entonces puedo amar, cobijar y acompañar.

            La filialidad implica también dar un sí a la cruz, y muy concretamente a nuestras cruces de vida. Jesús mismo nos dice: «El que quiera seguirme, (…), que cargue con su cruz y me siga» (cf. Mt 16, 24). Se trata, queridos amigos, de darle un sí confiado y alegre a nuestro propio camino de vida. Aceptar quiénes somos, aceptar nuestro camino de vida, nuestros dones y nuestras limitaciones, nuestra vida toda y las personas con las cuales hacemos este camino. Se trata especialmente de darle un sí alegre y confiado a la cruz que cada uno de nosotros lleva en su vida y en su corazón. Un  sí que damos confiando como niños. Confiando que esa cruz esconde para cada uno de nosotros un camino de filialidad, y por ello, un camino de santidad y de plenitud de vida. Cargar con nuestras propias cruces y caminar con ellas por la vida siguiendo a Cristo con María es un camino de filialidad, un camino de aprender a ser hijos, un camino de plenitud.

La infancia espiritual se trata de experimentarse hijo de Dios, profundamente amado por el Padre, y, como consecuencia de ese amor, de ese ser y sentir, surgirá un nuevo actuar; un actuar fundado en un ser de amor.

La santidad de la vida diaria

            Y este actuar fundado en el amor se transforma por ello mismo en “santidad de la vida diaria”, en la fe de que en lo más pequeño puedo y debo colaborar en Cristo con el Padre. Se trata de que por amor me anime a hacer lo ordinario, lo cotidiano (vinculación a las personas, al trabajo, a las cosas, al sufrimiento), de forma extraordinaria, con una profunda conciencia de misión, con una profunda conciencia de estar participando de la vida y de la misión de Cristo. Una vez más se trata de unir lo natural y lo sobrenatural, como hijos estar constantemente unidos al Padre.

            Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a contemplar a la Sagrada Familia; aprendamos a recibir de este misterio de la vida de Cristo las gracias necesarias para descubrir en nuestras relaciones personales, un camino de encuentro con Dios; aprendamos a recibir de este misterio cristiano la gracia de la filialidad, el sabernos y sentirnos hijos amados del Padre; aprendamos a recibir de este misterio cristiano la fortaleza para vivir la santidad en lo pequeño de nuestra vida cotidiana.

            Que el Sol de Cristo irradie su calor sobre nuestras familias, y que con su luz misericordiosa de forma al camino y a la historia de nuestras familias. Que así sea. Amén.


[1] Cf. Mc 14,36: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.”
[2] Mc 1,11: “Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco.»”
[3] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est, 1.

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