Sagrada Familia
Vínculos naturales,
filialidad y santidad cotidiana
Queridos hermanos y
hermanas:
Todavía están frescas en nuestras
mentes y en nuestros corazones las vivencias de la Noche Buena y de la Navidad.
Y precisamente en este tiempo de Navidad,
la Liturgia nos propone celebrar hoy la fiesta
de la Sagrada Familia de Jesús, María y José.
La Navidad nos permite tomar conciencia de la gran misericordia de
Dios hacia nosotros. Ante nuestros ojos se manifiesta el misterio de la Palabra hecha carne. Como lo expresa el prólogo del
Evangelio según san Juan: «En el
principio existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era
Dios… Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14a).
Dios ha querido que su Hijo, su Palabra, se encarnara; es decir, se hiciese hombre para compartir
nuestra condición humana. Y este encarnarse se dio en el seno de una Virgen
Madre. Pero quiso Dios, no sólo que su Hijo
se encarnara, sino que naciese en medio de una familia y compartiera su vida
cotidiana.
Hay aquí un mensaje de Dios para
nosotros. Contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret es más que una bella
devoción; se trata de descubrir las implicancias existenciales que este
misterio cristiano tiene para nosotros, para nuestra vida cristiana.
Para iniciar nuestra meditación
quisiera citar una breve oración que escribió el P. José Kentenich:
“Tu
Santuario es nuestro Nazaret, donde el Sol de Cristo irradia su calor.
Con su
luz clara y transparente da forma a la historia de la Sagrada Familia;
y, en la venturosa unión
familiar, suscita una santidad cotidiana, fuerte y silenciosa”
(Hacia el Padre, 191 -192).
Jesús,
el sol de misericordia, va dando forma a la vida y a la historia de la Sagrada
Familia. Por eso, contemplando a la Sagrada Familia de Jesús, María y José creo
que podemos tomar para nuestra propia espiritualidad al menos tres elementos: la
relación entre los vínculos naturales y sobrenaturales; la santidad de la vida
diaria, y la infancia espiritual.
Los vínculos
naturales y los vínculos sobrenaturales
Contemplando a la Sagrada Familia
podemos comprender –o al menos empezar a descubrir- lo unidos que están los
planos natural y sobrenatural.
La mayoría de los teólogos coincide
en que aquella invocación tan íntima con que Jesús se dirige a Dios: Abbá[1];
tiene su raíz en la experiencia del contacto diario con José y María… El mismo
Jesucristo hizo un desarrollo de su auto-comprensión como Mesías y de todo lo que ello implicaba. Jesucristo hizo también un
camino humano en su desarrollo como persona y en el de su conciencia de misión.
Necesitó comprenderse a la luz de su pertenencia al pueblo de Israel, a su
familia, para comprender su propia identidad, la identidad del Hijo que siempre está en relación íntima
con el Padre. Si Jesucristo se siente
y se sabe el “Hijo amado” del Padre[2],
es porque ha tenido esa experiencia también a nivel humano.
Al ir desarrollando estos
pensamientos nos adentramos en la pregunta de ¿cómo accedemos a la realidad de
Dios? ¿Cómo lo hacemos de manera viva y no sólo teórica? Y es allí donde se nos
hace clara la relación del orden natural con el orden sobrenatural, la relación
–e incluso la interrelación- de los vínculos naturales con los sobrenaturales.
Se trata en el fondo de aquellas
palabras de la primera carta de San Juan: “Si
alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20). Sin embargo no se trata aquí
de una dimensión moral del amor a Dios y al prójimo. No. Se trata más bien de
una condición previa o concomitante para el amor vivo y personal a Dios.
Los vínculos humanos –nuestras relaciones
personales, sean éstas paterno-filiales, de fraternidad, de pareja o de
amistad- son un camino, una expresión y un seguro de los vínculos
sobrenaturales, del vínculo a Dios, a Cristo y a María. En la medida en que
aprenda a relacionarme, en la medida en que aprenda a amar y a dejarme amar por
las personas humanas, en esa medida experimentaré también una relación personal
con Dios.
Los vínculos personales poseen un
aspecto de trascendencia. Así como el hombre despliega todas sus fuerzas en el
encuentro vivo, cálido y profundo con el tú
humano; así mismo, cuando el yo
se encuentra con el tú humano lo hace también, en ese mismo momento e instancia,
con el Tú divino.
Esta estrecha relación entre el amor al hombre y el
amor a Dios está expresada en la fe cristiana; pues, Jesús ha hecho del amor a
Dios, contenido en el Libro del Deuteronomio (Dt 6, 4-5), y del amor al prójimo, contenido en el Libro del
Levítico (Lv 19, 18), un único
precepto (Mc 12, 28-34). Por lo tanto
el amor a Dios está íntimamente unido al amor al prójimo, al amor a los
hombres, y viceversa, el amor a los hombres está unido al amor a Dios[3].
¿Por qué hago hincapié en la experiencia que nos
pueden regalar los vínculos naturales sanos? Porque por medio de estas
experiencias conocemos con el corazón –y no sólo con la mente- a Dios como
Padre… A través de estas experiencias nos abrimos a un Dios personal, siempre
presente, vivo y actuante en la historia, me abro al Dios de la vida, al Dios
de mi vida.
Muchas personas perciben a Dios no como un Dios vivo
y amante, sino más bien como una idea… Muchas veces cuando nos vinculamos a
Dios, nos vinculamos en realidad a una idea de Dios…
Se trata entonces de buscar una relación personal
con Dios… Si quiero entrar en una relación personal con Él debo entrar en una
relación personal con aquellos que me rodean. Y en ellos animarme a descubrir a
Dios… Animarme a descubrir a Dios presente en quienes me rodean, en los
acontecimientos de mi vida y en la voz de mi corazón.
Así detrás del tú
humano al que nos vinculamos siempre tendremos presente –algunas veces más
conscientemente y otras veces menos- al Tú
divino. Aquí el orden de los vínculos naturales personales funciona como
expresión, medio y protección de los vínculos sobrenaturales. Sin embargo
siempre será necesario que el orden superior –el orden sobrenatural- a su vez
proteja el orden inferior: nuestro modelo de amor está en el amor de Cristo.
La infancia
espiritual – La filialidad
Así este experimentar a Dios como un
Dios vivo, personal, presente y amante deriva en nosotros los hombres en la
“infancia espiritual”… Si Dios es Padre, entonces cada uno de nosotros está
llamado a saberse y sentirse profundamente hijo.
Se trata de aquella gracia que ya
nos fue dada en la fuente bautismal, la gracia de la filiación adoptiva en Cristo.
La gracia de ser hijos en el Hijo.
Sin embargo aquello que poseemos por la gracia sacramental (filiación) debe
convertirse en profundo sentimiento de vida (filialidad).
Cuando experimentamos a Dios
presente en nuestras vivas, presente en lo más pequeño y en lo más grande,
entonces nos experimentamos profundamente amados, entonces sabemos –no sólo con
la cabeza, sino con el corazón- que somos hijos. Y si somos hijos nada hay que
no podamos afrontar en la vida. La seguridad del hijo no está en sí mismo; sino
que, paradojalmente la seguridad del hijo está en el Padre. El hijo puede
caminar no porque puede hacerlo solo, sino porque lo hace acompañado del Padre.
La verdadera filialidad, la
verdadera infancia espiritual –la de Cristo, nacido en Belén para todos
nosotros- es la raíz de vigorosas personalidades, tanto masculinas como
femeninas. La filialidad es raíz de paternidad y maternidad. Cuando yo me sé
amado, cobijado y acompañado; entonces puedo amar, cobijar y acompañar.
La filialidad implica también dar un
sí a la cruz, y muy concretamente a nuestras cruces de vida. Jesús mismo nos
dice: «El que quiera seguirme, (…), que
cargue con su cruz y me siga» (cf.
Mt 16, 24). Se trata, queridos amigos, de darle un sí confiado y alegre a
nuestro propio camino de vida. Aceptar quiénes somos, aceptar nuestro camino de
vida, nuestros dones y nuestras limitaciones, nuestra vida toda y las personas
con las cuales hacemos este camino. Se trata especialmente de darle un sí
alegre y confiado a la cruz que cada uno de nosotros lleva en su vida y en su
corazón. Un sí que damos confiando como
niños. Confiando que esa cruz esconde para cada uno de nosotros un camino de filialidad, y por ello, un
camino de santidad y de plenitud de vida. Cargar con nuestras propias cruces y
caminar con ellas por la vida siguiendo a Cristo con María es un camino de
filialidad, un camino de aprender a ser hijos, un camino de plenitud.
La
infancia espiritual se trata de experimentarse hijo de Dios, profundamente
amado por el Padre, y, como consecuencia de ese amor, de ese ser y sentir,
surgirá un nuevo actuar; un actuar fundado en un ser de amor.
La santidad de la
vida diaria
Y este actuar fundado en el amor se
transforma por ello mismo en “santidad de la vida diaria”, en la fe de que en
lo más pequeño puedo y debo colaborar en Cristo con el Padre. Se trata de que
por amor me anime a hacer lo ordinario, lo cotidiano (vinculación a las
personas, al trabajo, a las cosas, al sufrimiento), de forma extraordinaria,
con una profunda conciencia de misión, con una profunda conciencia de estar
participando de la vida y de la misión de Cristo. Una vez más se trata de unir
lo natural y lo sobrenatural, como hijos estar constantemente unidos al Padre.
Queridos hermanos y hermanas,
aprendamos a contemplar a la Sagrada Familia; aprendamos a recibir de este
misterio de la vida de Cristo las gracias necesarias para descubrir en nuestras
relaciones personales, un camino de encuentro con Dios; aprendamos a recibir de
este misterio cristiano la gracia de la filialidad,
el sabernos y sentirnos hijos amados del Padre; aprendamos a recibir de este misterio
cristiano la fortaleza para vivir la santidad en lo pequeño de nuestra vida
cotidiana.
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