Santa María, Madre de Dios
– Solemnidad
1° de enero de 2016
Queridos hermanos y
hermanas:
Al iniciar este nuevo año, la Liturgia de nuestra fe nos
propone celebrar la Solemnidad de Santa
María, Madre de Dios. Al hacerlo pone ante nuestros ojos la maternidad
divina de María; es decir, nos recuerda que confesamos a Jesucristo como
“verdadero Dios y verdadero hombre”[1],
y por lo tanto, reconocemos a la Santísima Virgen María, su madre, como “Madre
de Dios”[2].
Con esta celebración culmina la Octava de la Navidad del Señor, los ocho días que litúrgicamente se
celebran como un solo día: “el día santo en que la Virgen María dio a luz al
Salvador del Mundo.”[3]
El contexto litúrgico de esta solemnidad nos muestra la
relación que hay entre el dogma de la
Encarnación del Hijo de Dios y el dogma
de la maternidad divina de María (Concilio de Éfeso, año 431): el Verbo de
Dios, el Hijo unigénito del Padre, realmente se hizo carne (cf. Jn 1, 14), se hizo hombre, y de tal forma
que María es realmente Madre de Dios, “no porque el Verbo de Dios haya tomado
de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo
sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, [es de ella]
de quien se dice que el Verbo nació según la carne.”[4]
Sí, la maternidad de María con respecto al Hijo de Dios es
verdadera; y si su maternidad es verdadera, la humanidad del Hijo de Dios es
verdadera. El Hijo no aparenta ser humano; en Jesús el Hijo de Dios es
verdaderamente humano. Él comparte nuestra naturaleza humana, nuestra realidad;
Él comparte nuestras alegrías y tristezas, nuestros cansancios y límites; Él se
hizo «en todo semejante a nosotros,
excepto en el pecado» (Hb 4,15); Él comparte nuestras esperanzas y así
nos salva. Él nació «de una mujer y
sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos
hijos adoptivos» (Ga 4, 4-5).
Un nuevo comienzo
La maternidad divina de María es la razón por la cual
Ella tiene un lugar privilegiado en la Historia
de Salvación.
Su
presencia en el Nuevo Testamento da testimonio de que desde los inicios se la reconoció
como madre de Jesús: Isabel la saluda preguntándose «¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?» (Lc 1,43); cuando los pastores fueron a
ver lo que el ángel le había anunciado, «encontraron
a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre» (Lc 2,16); también los magos de Oriente
que siguieron la estrella, «al entrar en
la casa, encontraron al niño con María, su madre» (Mt 2,11).
A lo largo del ministerio de Jesús se ve esta relación
especial e íntima entre madre e hijo (cf. Jn
2, 1-12), relación que llega a su culmen al pie de la cruz de Jesús, junto a la
cual «estaba su madre» (Jn 19,25).
De esta relación materno-filial, del reconocimiento de la maternidad divina de María, brotan todos los demás dogmas marianos: la virginidad perpetua, la inmaculada concepción y la asunción en cuerpo y alma a los cielos. Se trata de la íntima relación entre Cristo y María.
Pero también se trata de la íntima relación entre María y
la Iglesia. Y con esta solemnidad se
pone de manifiesto esta relación. La maternidad divina de María es el “comienzo
nuevo y absoluto en carne y espíritu”[5].
El comienzo nuevo de la humanidad, porque con Jesucristo, nacido de María,
comienza nuevamente la humanidad, comienza la salvación.
Sí, para toda la humanidad y para toda la Iglesia, la
maternidad divina de María es señal de un nuevo inicio “en carne y en
espíritu”, es decir, en la totalidad de lo humano. La salvación que se realiza
por la Encarnación del Hijo de Dios en María es un comienzo nuevo que abarca
todas las dimensiones de la vida humana. Y al recordar esta maternidad, al
recordad el nacimiento de Jesús en Belén, recordamos que siempre podemos
empezar de nuevo. “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.[6]
¡Qué bien nos hace, al iniciar un nuevo año, tomar
conciencia de que con Jesús y con María se da un nuevo inicio! Que con ellos
siempre cada uno de nosotros puede empezar de nuevo. Siempre podemos dejarnos
salvar por el Señor.
«El Señor te conceda la
paz»
Y en este nuevo año, en este nuevo inicio que nos ofrece
la Salvación en Cristo siempre disponible para nosotros por su misericordia, la
Sagrada Escritura nos ofrece la
bendición del Señor sobre su pueblo:
«Que el Señor te
bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre
su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26).
Invoquemos al Señor para que Él nos bendiga. A eso nos
invita la Sagrada Escritura: «invoquen mi nombre sobre los israelitas, y
Yo los bendeciré» (Nm 6,27). Sí,
cuando los sacerdotes invocamos el nombre de Dios sobre su pueblo, Él bendice a
su pueblo; cuando los padres invocan el nombre de Dios sobre sus hijos, Él
bendice el fruto de sus entrañas; cuando invocamos con fe el nombre de Dios
sobre las personas que amamos, Él bendice a los que se confían a nuestra
oración.
Al iniciar este nuevo año, con sus desafíos y esperanzas,
invoquemos sobre este nuevo tiempo el nombre de Dios para que Él bendiga el
caminar que hoy iniciamos como personas, como familias, como país y como
Iglesia.
Pero invocar el nombre del Señor para que Él nos conceda
su paz es también trabajar por la paz. Por eso hoy también invocamos el nombre
del Señor sobre nuestros hermanos damnificados por las inundaciones y nos
comprometemos también a solidarizarnos con ellos. La paz de Dios es un don de
lo alto, pero también una tarea cotidiana para el hombre en la tierra.[7]
En ese sentido, la paz que desea concedernos Dios en este
nuevo inicio es la paz que se consigue venciendo la indiferencia, el egoísmo y
la comodidad que no se compromete con los demás.
A María, Madre de Dios y Madre de la paz, se dirige
nuestra súplica al iniciar un nuevo año, un nuevo tiempo, un nuevo comienzo:
“Bajo tu amparo nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos de todo peligro,
¡Oh Virgen gloriosa y bendita!”. Amén.
[1]
Catecismo de la Iglesia Católica, n° 464.
[2]
Catecismo de la Iglesia Católica, n° 466.
[3]
Misal Romano, Plegaria Eucarística II: «Acuérdate,
Señor» propio de la Natividad del Señor y su octava.
[4]
Concilio Ecuménico de Éfeso (DS 251), citado del Catecismo de la Iglesia
Católica, n°466.
[5] K.
RAHNER, «Virginitas in partu. En
torno al problema de la Tradición y de la evolución del dogma», en K. RAHNER, Escritos de Teología, Tomo IV (Taurus
Ediciones, Madrid 1962), 201-202.
[6]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 1.
[7]
Cf. PAPA FRANCISCO, «Vence la
indiferencia y conquista la paz», Mensaje para la celebración de la XLIX
Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2016, n°1 [en línea]. [fecha de
consulta: 31 de diciembre de 2015]. Disponible: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/peace/documents/papa-francesco_20151208_messaggio-xlix-giornata-mondiale-pace-2016.html>
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