Domingo 8° durante el año
– Ciclo A
«No se inquieten»
Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio de este domingo (Mt 6, 24-34) sigue desarrollando el tema de la «justicia superior» que Jesús propone a sus discípulos (cf. Mt 5,20), la “justicia del corazón”. Y
lo hace desde la perspectiva del servicio a Dios y de la confianza plena en Él.
Nadie puede servir a dos
señores
En el primer versículo del texto evangélico Jesús nos
dice: «Nadie puede servir a dos señores,
porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y
menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24).
Las palabras de Jesús son claras. «Nadie puede servir a dos señores. No se puede servir a Dios y al
Dinero.» Si queremos participar plenamente del Reino de los cielos –en este
tiempo y en el tiempo futuro-; si queremos vivir esa «justicia superior» que procede de un corazón totalmente entregado
a Dios, entonces tenemos que decidirnos.
Y precisamente Jesús nos llama a decidirnos cuando nos
advierte: «Nadie puede servir a dos
señores». Y nadie puede hacerlo porque nadie puede entregar totalmente su
corazón a dos señores al mismo tiempo. Tenemos que decidirnos.
Con esto Jesús nos señala una profunda verdad humana y
existencial: solamente a una persona, a un sueño, a un ideal, o a una realidad
podemos entregar el corazón. Porque el corazón humano está hecho para
entregarse de forma indivisa.
Cuando tratamos de repartir pedazos de nuestro corazón
aquí y allá, entonces tropezamos con la mediocridad y la frustración. Lo
experimentamos en el día a día: en nuestras relaciones personales, en nuestras
decisiones laborales y en nuestras más profundas opciones de vida.
También en la vida espiritual necesitamos decidirnos. Si queremos
seguir a Cristo tiene que ser con todo el corazón, no a medias. Como dice el Hacia el Padre: “El Señor, que dio todo
por nosotros, no se contenta con recibir la mitad de nuestra vida: quiere
enteros alma y corazón, y no le basta el resplandor pálido de una mediocre
entrega” (Hacia el Padre 411).
No se inquieten por su
vida
El Sermón en la montaña. Carl Bloch, 1890. Wikimedia Commons. |
En el texto evangélico que hemos escuchado hoy el término
“inquietar” aparece cinco veces: «no se
inquieten por su vida»; «¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede
añadir un solo instante al tiempo de su vida?»; «¿por qué se inquietan por el
vestido?»; «no se inquieten»; «No se inquieten por el día de mañana».
Jesús no desconoce el hecho de que necesitamos comida y
vestido, y que esto muchas veces puede preocuparnos; pero nos enseña que la
búsqueda de estos bienes debe ir enmarcada en la búsqueda del Reino de Dios y
su justicia (cf. Mt 6,33). Jesús no
quiere que caigamos en “la solicitud excesiva por las cosas terrenas, el
esfuerzo febril y el celo angustioso, el afán egoísta en los que Dios no
desempeña ningún papel ni es tenido en consideración”.[1]
Quien vive su vida orientado exclusivamente a la
obtención de bienes materiales y a la satisfacción egoísta de sus propias
necesidades, no puede ser verdadero discípulo de Jesús. Quien no comparte sus
planes y proyectos con Dios, ni busca con fe su querer en el día a día, o ya no
espera su intervención providente en la vida cotidiana, es un hombre de poco fe
(cf. Mt 6,30), o un hombre que no ha
experimentado en su vida que Dios es «el
Padre que está en el cielo» y que cada uno de nosotros es verdaderamente
valioso a sus ojos (cf. Mt 6,26).
El hombre de fe
–discípulo de Jesús e hijo del Padre providente- escucha en su corazón la
reconfortante palabra de Dios: «¿Se
olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas?
¡Pero aunque ella se olvida, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Y cuando las preocupaciones le pesan en el alma,
desahoga su corazón en Dios porque Él es su refugio (cf. Salmo 61,9).
Santidad de la vida diaria
Jesús nos invita a buscar primero «el Reino de Dios y su justicia», diciéndonos que todo lo necesario
se nos dará por añadidura. ¿Cómo podemos responder concretamente a este llamado
del Señor?
El P. José Kentenich nos propone el camino de la
“santidad de la vida diaria” para responder concretamente a este llamado de
Jesús. ¿En qué consiste esta “santidad de la vida diaria”?
“La santidad de la vida diría es la armonía agradable a
Dios entre la vinculación hondamente afectiva a él, al trabajo y al prójimo en
todas las circunstancias de la vida.”[2]
Así como Jesús, el P. Kentenich nos enseña a vivir una
intensa vida con Dios, vida de santidad, en medio de nuestros quehaceres y
afanes, pero de tal forma que la vinculación a Dios, al trabajo y a nuestros
hermanos se desarrolle en una armonía agradable a Dios. Ahí está el secreto de
la santidad cotidiana. No en huir de nuestros compromisos y preocupaciones;
sino en ponerlos siempre en contacto con Dios; integrarlos a nuestra vida
espiritual. Y que nuestro amor a Dios, nuestra vida con Dios, vaya dando su
justo lugar a cada relación, a cada tarea y a cada preocupación. «No se inquieten».
Se nos invita no al afán y la inquietud, sino al trabajo
sereno y a la armonía de corazón que nace de una honda vinculación a Dios en
todas las circunstancias de la vida. Buscando a Dios en todo lo que hacemos,
recibiremos lo necesario para nuestra subsistencia y una paz de corazón que
nada ni nadie nos podrá arrebatar.
A María, Madre de la serenidad, le pedimos que nos enseñe a buscar en todo «el Reino de Dios y su justicia», para que así seamos verdaderos discípulos de Jesús en la vida cotidiana. Amén.