Domingo 6° durante el año
– Ciclo A
La justicia del corazón
Queridos hermanos y
hermanas:
En
el evangelio de hoy (Mt 5, 17-37),
Jesús nos llama a una justicia «superior
a la de los escribas y fariseos». Solo esa justicia superior nos
permitirá entrar en el Reino de los Cielos y participar plenamente de él.
Una justicia superior
Pero, ¿qué significa esta justicia superior? ¿En qué consiste vivirla? En el texto proclamado,
Jesús dice a sus discípulos: «No piensen
que vine para abolir la Ley o los Profetas: Yo no he venido a abolir, sino a
dar cumplimiento. Les aseguro que no quedarán ni una “i” ni una coma de la Ley
sin cumplirse, antes que desaparezcan el cielo y la tierra» (Mt 5, 17-18).
Se trata de dar cumplimiento a la Ley de Dios, pero un
cumplimiento superior al que pregonaban escribas y fariseos. Sabemos que la
secta de los fariseos cuidaba el puntilloso cumplimiento de la Ley de Moisés, y
para ello, había agregado a la Ley, una serie de prescripciones y observancias
que hacían ardua la situación del creyente israelita. Con tanta atención al
detalle y al cumplimiento externo, se olvidaba el sentido interno y originario
de la Ley de Dios.
Jesús quiere volver al sentido originario de la Ley de
Dios, quiere mostrar su dinámica interna y su sentido original y pleno. Como
buen educador, para comunicar su enseñanza y hacerla comprensible, Jesús
ejemplifica esta justicia superior concretándola
en las relaciones fraternas.
Dice el Señor: «Ustedes
han oído que se dijo a los antepasados: “No matarás, y el que mata, debe ser
llevado ante el tribunal”. Pero Yo les digo que todo aquél que se irrita contra
su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquél que lo insulta,
merece ser castigado por el Tribunal. Y el que lo maldice, merece el infierno» (Mt 5, 21-22).
Jesús inicia su explicación citando el mandamiento de
Dios «No matarás», contenido en el
libro del Éxodo (Ex 20,13); seguidamente menciona la enseñanza tradicional: «y el que mata debe ser llevado ante el
tribunal» (Mt 5,21). Sin duda,
que el acto de matar a una persona constituye un pecado y un crimen. Sin
embargo, Jesús nos señala dónde se origina ese acto externo, ese pecado y
crimen: «Pero Yo les digo, que todo aquél
que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo
aquél que lo insulta, merece ser castigado por el Tribunal. Y el que lo
maldice, merece el infierno» (Mt
5,22).
Un proceso interior
En las palabras de Jesús podemos ver, por decirlo así, el
proceso interior que se da en el corazón humano: partiendo de la irritación o
enojo se llega hasta la maldición.
El corazón irritado, encolerizado o enojado, con
facilidad propende al insulto, a la descalificación y luego a la maldición. Lo
sabemos por propia experiencia. ¡Cuántas veces nos irritamos con las personas
con las cuales convivimos! Y cuántas veces ese enojo o malestar nos lleva a
evitar la compañía de estas personas. Pasamos el día gastando nuestras energías
en vanos pensamientos o sentimientos de aversión. Y si no sabemos elaborar
estos pensamientos, si no sabemos reconciliarnos con nuestros hermanos y aceptarlos,
esa irritación se transforma en rencor que sutilmente se expresa en crítica
denigrante, y con ello, en insulto. El último paso es la maldición; el desearle
mal a nuestro prójimo.
Siguiendo la enseñanza de Jesús, podemos confrontarnos a
nosotros mismos y cuestionarnos: “No he matado a mi hermano… Pero con mi actitud
de rechazo y rencor, ¿acaso no he matado la comunión con él y con Jesús?”. Y
allí nos damos cuenta del sentido de las palabras de Jesús: «Yo no he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento».
Para vivir la justicia
superior a la que nos llama Jesús, no basta con evitar actos malos o
incorrectos; se trata de ir a la profundidad, se trata de ir a la raíz de
nuestro actuar; se trata de nuestro corazón y sus procesos interiores.
Así como hay un
proceso interior de odio que lleva al rechazo e incluso a la muerte del
hermano; hay también un proceso interior que nos lleva a la aceptación del
otro, a la reconciliación con el hermano y a la comunión con Dios.
La justicia del corazón
A eso se refiere el Libro
del Eclesiástico cuando dice: «Si quieres, puedes observar los
mandamientos y cumplir fielmente lo que agrada al Señor. El puso ante ti el
fuego y el agua: hacia lo que quieras extenderás la mano. Ante los hombres
están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que prefiera» (Ecli 15, 15-17).
«Si quieres».
El texto de la Sagrada Escritura
apunta a la voluntad libre del hombre. A esa facultad interior que radica en
nuestro corazón, centro de nuestra personalidad. Es allí donde tomamos nuestras
decisiones. Es allí desde donde nace esa justicia
superior, ese dar cumplimiento pleno a la Ley de Dios. Por eso dice el
evangelio: «Ustedes han oído que se dijo:
“No cometerás adulterio”. Pero yo les digo: el que mira a una mujer deseándola,
ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).
El seguimiento al que Jesús nos llama es tan pleno y
hermoso, que no admite mediocridades. Puede que no cometamos actos externos de
pecado; pero, a veces, nuestro corazón es infiel a ese llamado de Jesús y
guarda en su interior “reservas ocultas que nos cansan y enfrían; malas
pasiones que menguan la fuerza de nuestro amor” (cf. Hacia el Padre 368). Verdaderamente se nos anuncia un camino, una
sabiduría que es para «personas espiritualmente
maduras» ( 1Cor 2,6).
Y la madurez espiritual y humana implica el
reconocimiento de nuestras capacidades y límites. Y porque reconocemos con
humildad que muchas veces no sabemos seguir a Jesús en el cumplimiento pleno de
la Ley de Dios, confiadamente le decimos con las palabras del salmo de hoy: «Instrúyeme, para que observe tu ley y la
cumpla de todo corazón» (Salmo
118,34).
A
la larga, es la humildad ante Dios y la sinceridad ante nuestros hermanos, lo
que nos ayuda a vivir plenamente el camino de Jesús, la justicia superior a la que nos llama. La sinceridad y la humildad
nos ayudan a madurar, y con ello a vivir plenamente nuestra vocación cristiana.
Así, la justicia superior es justicia del corazón, justicia del
corazón humilde y sincero.
Que María, Madre y
Educadora a quien le entregamos el corazón, implore para nosotros la gracia
de la madurez espiritual, y nos ayude a educar nuestro corazón para que llegue
a ser humilde y sincero; y que así, podamos vivir la justicia superior a la que nos llama Jesús, la justicia del corazón. Amén.
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