La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 9 de febrero de 2017

La justicia del corazón

Domingo 6° durante el año – Ciclo A

La justicia del corazón

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de hoy (Mt 5, 17-37), Jesús nos llama a una justicia «superior a la de los escribas y fariseos». Solo esa justicia superior nos permitirá entrar en el Reino de los Cielos y participar plenamente de él.

Una justicia superior

            Pero, ¿qué significa esta justicia superior? ¿En qué consiste vivirla? En el texto proclamado, Jesús dice a sus discípulos: «No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Les aseguro que no quedarán ni una “i” ni una coma de la Ley sin cumplirse, antes que desaparezcan el cielo y la tierra» (Mt 5, 17-18).

            Se trata de dar cumplimiento a la Ley de Dios, pero un cumplimiento superior al que pregonaban escribas y fariseos. Sabemos que la secta de los fariseos cuidaba el puntilloso cumplimiento de la Ley de Moisés, y para ello, había agregado a la Ley, una serie de prescripciones y observancias que hacían ardua la situación del creyente israelita. Con tanta atención al detalle y al cumplimiento externo, se olvidaba el sentido interno y originario de la Ley de Dios.

            Jesús quiere volver al sentido originario de la Ley de Dios, quiere mostrar su dinámica interna y su sentido original y pleno. Como buen educador, para comunicar su enseñanza y hacerla comprensible, Jesús ejemplifica esta justicia superior concretándola en las relaciones fraternas.

            Dice el Señor: «Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: “No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal”. Pero Yo les digo que todo aquél que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquél que lo insulta, merece ser castigado por el Tribunal. Y el que lo maldice, merece el infierno» (Mt 5, 21-22).

            Jesús inicia su explicación citando el mandamiento de Dios «No matarás», contenido en el libro del Éxodo (Ex 20,13); seguidamente menciona la enseñanza tradicional: «y el que mata debe ser llevado ante el tribunal» (Mt 5,21). Sin duda, que el acto de matar a una persona constituye un pecado y un crimen. Sin embargo, Jesús nos señala dónde se origina ese acto externo, ese pecado y crimen: «Pero Yo les digo, que todo aquél que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquél que lo insulta, merece ser castigado por el Tribunal. Y el que lo maldice, merece el infierno» (Mt 5,22).

Un proceso interior

            En las palabras de Jesús podemos ver, por decirlo así, el proceso interior que se da en el corazón humano: partiendo de la irritación o enojo se llega hasta la maldición.

            El corazón irritado, encolerizado o enojado, con facilidad propende al insulto, a la descalificación y luego a la maldición. Lo sabemos por propia experiencia. ¡Cuántas veces nos irritamos con las personas con las cuales convivimos! Y cuántas veces ese enojo o malestar nos lleva a evitar la compañía de estas personas. Pasamos el día gastando nuestras energías en vanos pensamientos o sentimientos de aversión. Y si no sabemos elaborar estos pensamientos, si no sabemos reconciliarnos con nuestros hermanos y aceptarlos, esa irritación se transforma en rencor que sutilmente se expresa en crítica denigrante, y con ello, en insulto. El último paso es la maldición; el desearle mal a nuestro prójimo.

            Siguiendo la enseñanza de Jesús, podemos confrontarnos a nosotros mismos y cuestionarnos: “No he matado a mi hermano… Pero con mi actitud de rechazo y rencor, ¿acaso no he matado la comunión con él y con Jesús?”. Y allí nos damos cuenta del sentido de las palabras de Jesús: «Yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento».

            Para vivir la justicia superior a la que nos llama Jesús, no basta con evitar actos malos o incorrectos; se trata de ir a la profundidad, se trata de ir a la raíz de nuestro actuar; se trata de nuestro corazón y sus procesos interiores.

            Así como hay un proceso interior de odio que lleva al rechazo e incluso a la muerte del hermano; hay también un proceso interior que nos lleva a la aceptación del otro, a la reconciliación con el hermano y a la comunión con Dios.

La justicia del corazón

           
La justicia superior de la que habla Jesús, el dar cumplimiento a la Ley que enseña Jesús, se trata de la justicia del corazón; se trata de la religiosidad que brota, no de las apariencias y el cumplimiento externo, sino de la decisión íntima que cada hombre y mujer toma en su corazón. De esa decisión interior que lleva a elegir un estilo de vida según la Ley de Dios, según el Evangelio de Jesús.

            A eso se refiere el Libro del Eclesiástico  cuando dice: «Si quieres, puedes observar los mandamientos y cumplir fielmente lo que agrada al Señor. El puso ante ti el fuego y el agua: hacia lo que quieras extenderás la mano. Ante los hombres están la vida y la muerte: a cada uno se le dará lo que prefiera» (Ecli 15, 15-17).
  
          «Si quieres». El texto de la Sagrada Escritura apunta a la voluntad libre del hombre. A esa facultad interior que radica en nuestro corazón, centro de nuestra personalidad. Es allí donde tomamos nuestras decisiones. Es allí desde donde nace esa justicia superior, ese dar cumplimiento pleno a la Ley de Dios. Por eso dice el evangelio: «Ustedes han oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo les digo: el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28).

            El seguimiento al que Jesús nos llama es tan pleno y hermoso, que no admite mediocridades. Puede que no cometamos actos externos de pecado; pero, a veces, nuestro corazón es infiel a ese llamado de Jesús y guarda en su interior “reservas ocultas que nos cansan y enfrían; malas pasiones que menguan la fuerza de nuestro amor” (cf. Hacia el Padre 368). Verdaderamente se nos anuncia un camino, una sabiduría que es para «personas espiritualmente maduras» ( 1Cor 2,6).

            Y la madurez espiritual y humana implica el reconocimiento de nuestras capacidades y límites. Y porque reconocemos con humildad que muchas veces no sabemos seguir a Jesús en el cumplimiento pleno de la Ley de Dios, confiadamente le decimos con las palabras del salmo de hoy: «Instrúyeme, para que observe tu ley y la cumpla de todo corazón» (Salmo 118,34).

A la larga, es la humildad ante Dios y la sinceridad ante nuestros hermanos, lo que nos ayuda a vivir plenamente el camino de Jesús, la justicia superior a la que nos llama. La sinceridad y la humildad nos ayudan a madurar, y con ello a vivir plenamente nuestra vocación cristiana. Así, la justicia superior es justicia del corazón, justicia del corazón humilde y sincero.

            Que María, Madre y Educadora a quien le entregamos el corazón, implore para nosotros la gracia de la madurez espiritual, y nos ayude a educar nuestro corazón para que llegue a ser humilde y sincero; y que así, podamos vivir la justicia superior a la que nos llama Jesús, la justicia del corazón. Amén.  
             

            

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