La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 19 de febrero de 2017

Hijos del Padre que está en el cielo

7° Domingo durante el año – Ciclo A

Hijos del Padre que está en el cielo

Queridos hermanos y hermanas:

            El domingo pasado hemos meditado en torno a la «justicia superior» a la que Jesús llama a sus discípulos (cf. Mt 5,20), la “justicia del corazón”. Esa meditación la hicimos a partir del capítulo V del Evangelio según san Mateo.

            Los estudiosos de la Biblia nos dicen que los capítulos V, VI y VII del Evangelio según san Mateo contienen las enseñanzas de Jesús sobre el nuevo espíritu del Reino de Dios, el nuevo estilo de vida que Él vino a proponer.[1]

            Y el texto evangélico que la Liturgia de la Palabra nos presenta hoy (Mt 5, 38-48) se enmarca en ese contexto. Se trata del estilo de vida propio del Reino de los Cielos, del estilo de vida de los «hijos del Padre que está en el cielo» (Mt 5,48).

Ojo por ojo

            Jesús inicia su enseñanza diciendo: «Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal» (Mt 5, 38-39a).

«Ojo por ojo…». Se trata de la llamada “ley del talión”  que se recoge en textos del Antiguo Testamento (Ex 21, 21-25). Esta ley intentaba poner un límite a los excesos de la venganza. Según este principio, a cada daño recibido correspondía una respuesta proporcional a ese daño. Para el mundo antiguo esto suponía un avance, pues limitaba la venganza en la búsqueda de la justicia.

Sin embargo, Jesús propone algo nuevo: renunciar a la dinámica del «ojo por ojo»; más aún, «no hagan frente al que les hace mal». Se trata de la renuncia total al rencor y la venganza. La renuncia a responder al mal recibido con mal, por más “proporcional” que sea la respuesta.

Jesús no solo propone la renuncia a la venganza, la renuncia a realizar el mal; sino, que propone la magnanimidad en la práctica del bien:

«Al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacer un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él» (Mt 5, 39-41).

En la misma línea –la de la magnanimidad y la generosidad-, Jesús amplía la interpretación del mandamiento del amor al prójimo: «Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque Él hace salir el sol sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45).

Hijos del Padre

            Y aquí fundamenta Jesús la magnanimidad y generosidad del cristiano: «así serán hijos del Padre que está en el cielo». Renunciamos a la venganza –por más proporcional y atractiva que sea-, renunciamos al rencor, renunciamos a la mediocridad, renunciamos a la exclusión y la indiferencia ante los demás, porque queremos ser «hijos del Padre que está en el cielo», hijos de ese Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos.

            En el fondo Jesús nos invita a aplicar a los demás el mismo amor y misericordia que recibimos del Padre celestial. Aquel que verdaderamente experimenta el amor de Dios no puede sino comunicar ese amor. Sí, porque el que conoce a Dios, actúa como Dios, ama como Dios, perdona como Dios y es magnánimo como Dios (cf. 1Jn 4,7).

            Así, una vez más, en el Evangelio de Jesús se da cumplimiento a la Escritura; lo que dice el libro del Levítico: «Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (Lev 19,2), se cumple en la vida y en la palabra de Jesús: «sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (Mt 5,48).

            Esto nos permite comprender que la santidad, antes que perfección ética, es perfección en el amor, perfección del amor. En la medida en que amamos concretamente a los demás, en esa medida, crecemos en santidad porque nos vamos haciendo semejantes a Dios que es «bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia» (Salmo 102, 8).

            El cumplimiento pleno de la Ley de Dios es el vivir como hijos del Padre que está en  el cielo. Hijos de este Dios bueno y compasivo, y por eso, buenos y compasivos con los demás.

            A María, Madre de misericordia, le pedimos que nos eduque a semejanza de su hijo Jesucristo para llegar a ser perfectos en el amor, para llegar a ser hijos del Padre que está en el cielo. Amén.  





[1] Cf. NUEVA BIBLIA DE JERUSALÉN (DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao 1999), nota al pie de página al Capítulo V del Evangelio según san Mateo.

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