7° Domingo durante el año –
Ciclo A
Hijos del Padre que está
en el cielo
Queridos hermanos y
hermanas:
El domingo pasado hemos meditado en torno a la «justicia superior» a la que Jesús llama
a sus discípulos (cf. Mt 5,20), la “justicia
del corazón”. Esa meditación la hicimos a partir del capítulo V del Evangelio según san Mateo.
Los estudiosos de la Biblia
nos dicen que los capítulos V, VI y VII del Evangelio
según san Mateo contienen las enseñanzas de Jesús sobre el nuevo espíritu
del Reino de Dios, el nuevo estilo de vida que Él vino a proponer.[1]
Y el texto evangélico que la Liturgia de la Palabra nos presenta hoy (Mt 5, 38-48) se enmarca en ese contexto. Se trata del estilo de
vida propio del Reino de los Cielos, del estilo de vida de los «hijos del Padre que está en el cielo» (Mt 5,48).
Ojo por ojo
Jesús inicia su enseñanza diciendo: «Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero
yo les digo que no hagan frente al que les hace mal» (Mt 5, 38-39a).
«Ojo por ojo…». Se
trata de la llamada “ley del talión” que
se recoge en textos del Antiguo
Testamento (Ex 21, 21-25). Esta
ley intentaba poner un límite a los excesos de la venganza. Según este
principio, a cada daño recibido correspondía una respuesta proporcional a ese
daño. Para el mundo antiguo esto suponía un avance, pues limitaba la venganza
en la búsqueda de la justicia.
Sin
embargo, Jesús propone algo nuevo: renunciar a la dinámica del «ojo por ojo»; más aún, «no hagan frente al que les hace mal».
Se trata de la renuncia total al rencor y la venganza. La renuncia a responder
al mal recibido con mal, por más “proporcional” que sea la respuesta.
Jesús
no solo propone la renuncia a la venganza, la renuncia a realizar el mal; sino,
que propone la magnanimidad en la práctica del bien:
«Al contrario, si alguien te da una
bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacer
un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que
lo acompañes un kilómetro, camina dos con él» (Mt 5, 39-41).
En
la misma línea –la de la magnanimidad y la generosidad-, Jesús amplía la
interpretación del mandamiento del amor al prójimo: «Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu
enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque Él hace salir el sol
sobre buenos y malos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 43-45).
Hijos del Padre
Y aquí fundamenta Jesús la magnanimidad y generosidad del
cristiano: «así serán hijos del Padre que
está en el cielo». Renunciamos a la venganza –por más proporcional y
atractiva que sea-, renunciamos al rencor, renunciamos a la mediocridad,
renunciamos a la exclusión y la indiferencia ante los demás, porque queremos
ser «hijos del Padre que está en el cielo»,
hijos de ese Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos.
En el fondo Jesús nos invita a aplicar a los demás el
mismo amor y misericordia que recibimos del Padre celestial. Aquel que
verdaderamente experimenta el amor de Dios no puede sino comunicar ese amor.
Sí, porque el que conoce a Dios, actúa como Dios, ama como Dios, perdona como
Dios y es magnánimo como Dios (cf. 1Jn
4,7).
Así, una vez más, en el Evangelio de Jesús se da cumplimiento a la Escritura; lo que dice el libro del Levítico: «Ustedes serán
santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (Lev 19,2), se cumple en la vida y en la palabra de Jesús: «sean perfectos como es perfecto el Padre
que está en el cielo» (Mt 5,48).
Esto nos permite comprender que la santidad, antes que
perfección ética, es perfección en el amor, perfección del amor. En la medida
en que amamos concretamente a los demás, en esa medida, crecemos en santidad
porque nos vamos haciendo semejantes a Dios que es «bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia» (Salmo 102, 8).
El cumplimiento pleno de la Ley de Dios es el vivir como
hijos del Padre que está en el cielo.
Hijos de este Dios bueno y compasivo, y por eso, buenos y compasivos con los
demás.
A María, Madre de
misericordia, le pedimos que nos
eduque a semejanza de su hijo Jesucristo para llegar a ser perfectos en el
amor, para llegar a ser hijos del Padre que está en el cielo. Amén.
[1]
Cf. NUEVA BIBLIA DE JERUSALÉN (DESCLÉE DE BROUWER, Bilbao 1999), nota al pie de
página al Capítulo V del Evangelio según
san Mateo.
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