La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

viernes, 24 de febrero de 2017

«No se inquieten»

Domingo 8° durante el año – Ciclo A

«No se inquieten»

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de este domingo (Mt 6, 24-34) sigue desarrollando el tema de la «justicia superior» que Jesús propone a sus discípulos (cf. Mt 5,20), la “justicia del corazón”. Y lo hace desde la perspectiva del servicio a Dios y de la confianza plena en Él.

Nadie puede servir a dos señores

            En el primer versículo del texto evangélico Jesús nos dice: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24).

            Las palabras de Jesús son claras. «Nadie puede servir a dos señores. No se puede servir a Dios y al Dinero.» Si queremos participar plenamente del Reino de los cielos –en este tiempo y en el tiempo futuro-; si queremos vivir esa «justicia superior» que procede de un corazón totalmente entregado a Dios, entonces tenemos que decidirnos.

            Y precisamente Jesús nos llama a decidirnos cuando nos advierte: «Nadie puede servir a dos señores». Y nadie puede hacerlo porque nadie puede entregar totalmente su corazón a dos señores al mismo tiempo. Tenemos que decidirnos.

            Con esto Jesús nos señala una profunda verdad humana y existencial: solamente a una persona, a un sueño, a un ideal, o a una realidad podemos entregar el corazón. Porque el corazón humano está hecho para entregarse de forma indivisa.

            Cuando tratamos de repartir pedazos de nuestro corazón aquí y allá, entonces tropezamos con la mediocridad y la frustración. Lo experimentamos en el día a día: en nuestras relaciones personales, en nuestras decisiones laborales y en nuestras más profundas opciones de vida.

            También en la vida espiritual necesitamos decidirnos. Si queremos seguir a Cristo tiene que ser con todo el corazón, no a medias. Como dice el Hacia el Padre: “El Señor, que dio todo por nosotros, no se contenta con recibir la mitad de nuestra vida: quiere enteros alma y corazón, y no le basta el resplandor pálido de una mediocre entrega” (Hacia el Padre 411).

No se inquieten por su vida

           
El Sermón en la montaña. Carl Bloch, 1890.
Wikimedia Commons.
Si nos hemos decidido por servir plenamente a Dios, por entregarle a Él nuestro corazón de forma indivisa, entonces no debemos inquietarnos por nuestra vida (cf. Mt 6,25).

            En el texto evangélico que hemos escuchado hoy el término “inquietar” aparece cinco veces: «no se inquieten por su vida»; «¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?»; «¿por qué se inquietan por el vestido?»; «no se inquieten»; «No se inquieten por el día de mañana».

            Jesús no desconoce el hecho de que necesitamos comida y vestido, y que esto muchas veces puede preocuparnos; pero nos enseña que la búsqueda de estos bienes debe ir enmarcada en la búsqueda del Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6,33). Jesús no quiere que caigamos en “la solicitud excesiva por las cosas terrenas, el esfuerzo febril y el celo angustioso, el afán egoísta en los que Dios no desempeña ningún papel ni es tenido en consideración”.[1]

            Quien vive su vida orientado exclusivamente a la obtención de bienes materiales y a la satisfacción egoísta de sus propias necesidades, no puede ser verdadero discípulo de Jesús. Quien no comparte sus planes y proyectos con Dios, ni busca con fe su querer en el día a día, o ya no espera su intervención providente en la vida cotidiana, es un hombre de poco fe (cf. Mt 6,30), o un hombre que no ha experimentado en su vida que Dios es «el Padre que está en el cielo» y que cada uno de nosotros es verdaderamente valioso a sus ojos (cf. Mt 6,26).

             El hombre de fe –discípulo de Jesús e hijo del Padre providente- escucha en su corazón la reconfortante palabra de Dios: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvida, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Y cuando las preocupaciones le pesan en el alma, desahoga su corazón en Dios porque Él es su refugio (cf. Salmo 61,9).

Santidad de la vida diaria

            Jesús nos invita a buscar primero «el Reino de Dios y su justicia», diciéndonos que todo lo necesario se nos dará por añadidura. ¿Cómo podemos responder concretamente a este llamado del Señor?

            El P. José Kentenich nos propone el camino de la “santidad de la vida diaria” para responder concretamente a este llamado de Jesús. ¿En qué consiste esta “santidad de la vida diaria”?

            “La santidad de la vida diría es la armonía agradable a Dios entre la vinculación hondamente afectiva a él, al trabajo y al prójimo en todas las circunstancias de la vida.”[2]

            Así como Jesús, el P. Kentenich nos enseña a vivir una intensa vida con Dios, vida de santidad, en medio de nuestros quehaceres y afanes, pero de tal forma que la vinculación a Dios, al trabajo y a nuestros hermanos se desarrolle en una armonía agradable a Dios. Ahí está el secreto de la santidad cotidiana. No en huir de nuestros compromisos y preocupaciones; sino en ponerlos siempre en contacto con Dios; integrarlos a nuestra vida espiritual. Y que nuestro amor a Dios, nuestra vida con Dios, vaya dando su justo lugar a cada relación, a cada tarea y a cada preocupación. «No se inquieten».

            Se nos invita no al afán y la inquietud, sino al trabajo sereno y a la armonía de corazón que nace de una honda vinculación a Dios en todas las circunstancias de la vida. Buscando a Dios en todo lo que hacemos, recibiremos lo necesario para nuestra subsistencia y una paz de corazón que nada ni nadie nos podrá arrebatar.

            A María, Madre de la serenidad, le pedimos que nos enseñe a buscar en todo «el Reino de Dios y su justicia», para que así seamos verdaderos discípulos de Jesús en la vida cotidiana. Amén.



[1] W. TRILLING, El Nuevo Testamento y su mensaje. El Evangelio según san Mateo. Tomo I (Herder, Barcelona 1980), 159s.
[2] J. NIEHAUS (ED), Santidad, ¡Ahora! Santidad de la vida diaria. Textos del P. José Kentenich (Editorial Patris, Santiago de Chile 2005), 31.

No hay comentarios:

Publicar un comentario