La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

miércoles, 10 de mayo de 2017

«Crean en Dios y crean también en mí»

Domingo 5° de Pascua – Ciclo A

«Crean en Dios y crean también en mí»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de hoy (Jn 14, 1-12) hemos escuchado una hermosa y alentadora frase de Jesús: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí» (Jn 14,1). ¿Cuál es el contexto de esta palabra que Jesús dirige a sus discípulos? La “Última Cena”, ese momento íntimo e intenso que antecede a la hora en que Jesús pasa de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1).

            Sin embargo, este momento de intimidad entre Jesús y los suyos es también un momento de inquietud y turbación para los discípulos. No olvidemos que durante la Última Cena, Jesús anuncia su partida de este mundo (cf. Jn 13,33); así mismo, anuncia la traición de Judas (cf. Jn 13,21) y la negación de Pedro (cf. Jn 13,38).

«No se inquieten»

            Es comprensible que los discípulos estén inquietos y turbados. En su horizonte aparecen la traición y la negación; es decir, el pecado. Y todo ello sumado a la aparente lejanía de Jesús que parte de este mundo hacia el Padre.

            También  en el horizonte de nuestra vida aparece el pecado –el propio y el de los demás-; y cuando ello sucede, también nosotros nos inquietamos y se turba nuestro corazón; es decir, perdemos la paz del corazón y nos sentimos interiormente intranquilos, insatisfechos y tristes.

            El pecado no solo perturba el corazón sino que lo enturbia al llenarlo de sentimientos de tristeza, desesperanza, vacío y aislamiento. Y si nuestro corazón se enturbia, también nuestra mirada se hace sombría y ciega a la presencia de Jesús Resucitado.

            Por eso, cuánto bien nos hace escuchar a Jesús que nos dice: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí». Ante la turbación que producen la traición y la negación, Jesús responde diciendo: «Crean en Dios y crean también en mí». Ante el temor y la angustia, Jesús nos invita a responder con la fe en Dios y en Él.

La fe como relación de confianza

            Esta invitación de Jesús nos lleva, una vez más, a preguntarnos: ¿qué es la fe?
            A partir del diálogo que Jesús mantiene con sus discípulos en el evangelio (cf. Jn 14, 1-12), podríamos decir que la fe se nos presenta como un pedido de confianza por parte de Jesús: «Crean en Dios y crean también en mí». En efecto, en otra traducción de este texto evangélico, la versión castellana dice: «Creéis en Dios; creed también en mí».[1] Así la fe aparece como una invitación, casi como un pedido de Jesús a sus discípulos: «crean también en mí».

           
"Cristo y el Abad Menas".
Icono del Siglo VII, Baouit, Egipto.
Museo del Louvre, París, Francia.
Wikimedia Commons.
¿Y cuál es la razón de este pedido de Jesús? ¿Cuáles son los motivos de los discípulos para creer en Jesús?

            El texto evangélico continúa y nos presenta las siguientes palabras de Jesús: «Ya conocen el camino del lugar a donde voy». «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14, 4. 6).

            En primer lugar sabemos que Jesús ha venido del Padre y vuelve al Padre, a Dios. Por su relación única y personal con Dios Padre, creemos en Jesús: «Creen en Dios; crean también en mí». Pero también creemos en Jesús basados en la relación personal que cada uno de nosotros tiene con Él. Así, la fe se nos presenta no solamente como pedido de confianza, sino como relación de confianza.

            Por eso, basado en esa relación de confianza y conocimiento mutuo, Jesús le dice a cada uno de sus discípulos, y a cada uno de nosotros: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Al conocer a Jesús, al haber entrado en una relación personal de confianza con Él, conocemos el camino: Él mismo, su vida y su manera de hacer las cosas.

            Por lo tanto, siguiendo a Jesús como Maestro, y asumiendo su estilo de vida como Camino para nuestra vida, comprendemos que podemos confiar en Él, que podemos recibir sus enseñanzas y entregarle nuestro corazón libre y totalmente.[2] En esta relación personal descubrimos la Verdad de la existencia y de nuestra propia vida, y con ello, recibimos la Vida plena de hijos de Dios.

            Y precisamente porque la fe se nos muestra como relación personal con Cristo, la podemos vivir como entrega total y confiada a Él en toda circunstancia, sabiendo “que la fe es la respuesta a la palabra del mensaje salvífico, pero al mismo tiempo es una confianza firme, opuesta al «temblor del corazón»; es decir, una paz y firmeza del corazón, mediante la cual se supera y elimina la turbación.”[3]

Pueblo de Dios

Así, la fe que se inicia como un pedido de Jesús, y se consuma en una relación personal de confianza con Él, nos introduce en la comunidad de todos los que creen en el Señor: la Iglesia, Pueblo de Dios.

A eso se refiere el apóstol san Pedro cuando, dirigiéndose a los que creen en Cristo Jesús (cf. 1Ped 2,7), dice: «Ustedes, en cambio, son “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido” para anunciar las maravillas de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Ustedes, que antes no eran un pueblo, ahora son el Pueblo de Dios; ustedes, que antes no habían obtenido misericordia, ahora la han alcanzado» (1Ped 2, 9-10).

Sí, la fe nos introduce en una relación personal con Cristo Jesús y con todos sus discípulos, transformándonos en hermanos los unos de los otros y rescatándonos de nuestra soledad y aislamiento. Sentimos así la alegría de ser Pueblo de Dios[4], y hacemos la consoladora y esperanzadora experiencia de que “el que cree nunca está solo”[5].

Sí, ante la angustia y la tristeza que producen el pecado o las dificultades de la vida diaria; ante la soledad que a veces nos embarga; recordemos en el corazón las  palabras de Jesús y renovemos nuestra fe en Él, en Dios y en su Iglesia: «No se inquieten. Crean Dios, crean también en mí»; “crean también en el amor de sus hermanos y hermanas”.

Por eso, renovamos nuestra fe en Jesús y nuestra relación con Él y con nuestros hermanos, poniendo nuestra confianza en María y en Cristo, diciendo:

“En tu poder y en tu bondad fundo mi vida;
en ellos espero confiando como niño.
Madre Admirable, en ti y en tu Hijo
            en toda circunstancia creo y confío ciegamente. Amén.”[6]


[1] BIBILIA DE JERUSALÉN (DESCLEÉ DE BROUWER, Bruselas 1967).
[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.
[3] Cf. J. BLANK, El Nuevo Testamento y su mensaje. El Evangelio según san Juan. Tomo II (Herder, Barcelona 1984), 71.
[4] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 268-274.
[5] Cf. BENEDICTO XVI, Homilía en Ratisbona, 12 de septiembre de 2006 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de mayo de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2006/documents/hf_ben-xvi_hom_20060912_regensburg.html>
[6] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 632.

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