Domingo 15° del tiempo
durante el año – Ciclo A
Mt 13, 1 – 23
«¡Felices los ojos de
ustedes porque ven!»
Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy, la Liturgia de
la Palabra nos trae el texto evangélico de la “parábola del sembrador” (Mt 13; 1-23). Probablemente este texto
nos resulte muy familiar, muy conocido.
«El sembrador salió
a sembrar. Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino… Otras
cayeron en terreno pedregoso… Otras cayeron entre espinas… Otras cayeron en
tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta» (Mt 13; 4. 5. 7. 8).
Sin embargo, aunque aparentemente conozcamos el texto y
comprendamos su significado, una vez más necesitamos abrir nuestros corazones a
las palabras de Jesús. Queremos ser como la «buena
tierra» que está abierta a recibir la semilla del Señor para que ésta
germine y sea fecunda.
«¿Por qué les hablas por
medio de parábolas?»
Si observamos la estructura del texto con atención,
podremos ver que está compuesto de tres partes temáticas: la parábola misma (Mt 13; 4-9); un diálogo entre Jesús y
sus discípulos (Mt 13; 10-17), y la
explicación de la parábola (Mt 13;
18-23).
La parábola del sembrador, Manuscrito "Hortus Deliciarum" (1167-1185). Herrada de Landsberg. Wikimedia Commons . |
«A ustedes se les
ha concedido». Se trata de un regalo, de un don, de un privilegio; y,
precisamente por ello, se trata al mismo tiempo de una misión. Las palabras del
evangelio de hoy deberían ayudarnos a tomar conciencia de que el tener acceso a
los «misterios del Reino de los Cielos»
es un gran y hermoso regalo. El tener acceso a la persona de Jesús, a su
Evangelio, a su íntima cercanía en la oración; el tener acceso a su Iglesia y a
sus sacramentos, es un gran regalo, un gran don, una gran alegría.
Todo esto trae a mi memoria las hermosas palabras de
Jesús contenidas en el Evangelio de san
Mateo: «Yo te alabo, Padre, señor del
cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes
y se las has revelado a los pequeños» (Mt
11,25).
Por lo tanto, hoy estamos invitados a tomar conciencia de
todas las cosas, de todos los regalos, que hemos recibido a través de la fe en
Cristo Jesús, a través de la fe de los pequeños.
¿Somos conscientes de todos los regalos que diariamente
recibimos de las manos de Dios? ¿Somos conscientes de que todo es un regalo?
¿Alabamos a Dios por todo lo que nos ha concedido y concede? ¿Alabamos a Dios
por el gran regalo que nos ha hecho al entregarnos a su Hijo?
Don y misión
En el diálogo con sus discípulos, Jesús continúa
diciendo: «Por eso les hablo por medio de
parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden» (Mt 13,13).
Jesús era bastante crítico con respecto a muchos de sus
contemporáneos porque, aun cuando vieron
muchos de los milagros y signos que hizo en medio de ellos, no comprendieron el
profundo significado salvífico que había en los mismos. Aunque miraron, no
vieron; aunque oyeron, no escucharon. En realidad, el problema de estos hombres
no radicaba en sus ojos o en sus oídos, sino en sus corazones.
La incapacidad para ver o para oír es, en realidad, la
incapacidad del corazón para estar abierto a los signos de Dios en medio de la
vida cotidiana; y, si no estamos abiertos a la presencia de Dios en la vida
cotidiana, entonces somos incapaces de creer, de creer de verdad. Somos
incapaces de basar nuestra vida –nuestras decisiones- en la fe.
Por eso, si no nos arriesgamos creer, entonces nos
volvemos ciegos y sordos a la presencia de Dios en nuestra vida. Esta es la
razón por la cual la carta encíclica Lumen
fidei dice: “Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del
camino, porque llega a nosotros de Cristo resucitado, estrella de la mañana que
no conoce ocaso.”[1]
Por lo tanto, la fe es un don, pero también una tarea y
una misión. Como discípulos de Jesús nos preguntamos, ¿en qué consiste nuestra tarea
cotidiana en relación con la fe? Y podemos responder que nuestra misión,
nuestra tarea cotidiana, consiste en aprender a escuchar para comprender, en
aprender a observar la realidad para percibir la presencia de Dios en ella.
Como hijos del P. José Kentenich queremos entrar en la
escuela de la fe práctica en la Divina
Providencia. Queremos aprender a percibir con los ojos y los oídos del
corazón la presencia del Dios vivo en medio de nuestra vida. Queremos
desarrollar en nosotros mismos –con la gracia del Espíritu Santo y la
intercesión de la santísima Virgen María- la capacidad para contemplar la vida
con ojos de fe, tal como rezamos en el Hacia el Padre:
“También así
quieres actuar en nuestro Santuario
fortaleciendo la fe
de nuestros débiles ojos,
para que contemplemos la vida
con la mirada de Dios
y caminemos siempre bajo la luz del
cielo.”[2]
Y si aprendemos a ver y a escuchar en la fe; si
aprendemos a contemplar con fe nuestra propia vida, la de nuestras familias,
comunidades y naciones; entonces, cada uno producirá el fruto que el Señor
espera de nosotros: «Otras semillas cayeron
en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta» (cf.
Mt 13,8). Que Jesús y María Santísima
nos concedan esta fecundidad de fe y amor a cada uno de nosotros. Amén.
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