La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 25 de enero de 2018

«Les enseñaba como quien tiene autoridad»

Domingo 4° durante el año – Ciclo B

Mc 1, 21 – 28

«Les enseñaba como quien tiene autoridad»

Queridos hermanos y hermanas:

            En este domingo acompañamos a Jesús a Cafarnaúm, “la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés”[1]; en ella, «cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar» (Mc 1,21). En el pasaje evangélico de hoy (Mc 1, 21 – 28) somos testigos de cómo Jesús enseña con autoridad, a tal punto que los mismos espíritus impuros le obedecen.

            Sin embargo, no debemos quedarnos solamente en un asombro pasajero o buscar el espectáculo religioso de lo extraordinario. Más bien debemos preguntarnos: ¿Cuál es la razón profunda del asombro de los que escuchan a Jesús? ¿Qué implica para nosotros que Jesús enseñe con autoridad? ¿Cómo podemos aprender a escuchar hoy la voz de Dios contenida en las palabras y gestos de Jesús? (cf. Salmo 94 [95], 7).  

«El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo»

Para ello, debemos iniciar nuestra reflexión con la primera lectura (Dt 18, 15 – 20), la cual nos habla del profeta prometido al pueblo de Israel en tiempos de Moisés: «Moisés dijo al pueblo: El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharán.» (Dt 18,15).

Si consideramos con cuidado las palabras de Moisés notaremos que el profeta prometido tiene tres características: será suscitado por Dios; surgirá de en medio del pueblo de Israel, y, «es a él a quien escucharán». Sin lugar a dudas podemos aplicar estar tres características a Jesús de Nazaret.

Ya al principio del Evangelio según san Marcos, en el relato del bautismo de Jesús, podemos ver cómo Jesús es señalado como el que ha sido constituido por Dios como su Mesías, y por lo tanto como su profeta: «En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”» (Mc 1, 9-11).

Así mismo, por su nacimiento en Belén, de María comprometida con José (cf. Lc 2,6; Mt 1,18), Jesucristo pertenece al pueblo de Israel, en efecto, «de ellos desciende Cristo según su condición humana» (Rm 9,5). Se cumple por lo tanto la palabra pronuncia por Moisés: «lo hará surgir de entre ustedes».

«Es a él a quien escucharán»  

Sin embargo, la característica más importante es la que se refiere a la escucha: «es a él a quien escucharán».

El libro del Deuteronomio señala que el pueblo de Israel, en el monte Horeb, el día de la asamblea dijo: «No quiero seguir escuchando la voz del Señor, mi Dios, ni miraré más este gran fuego, porque de lo contrario moriré» (Dt 18,16). Estas palabras hacen referencia a la teofanía del Horeb, es decir, a la manifestación tremenda y gloriosa de Dios a través de una voz potente, en medio de fuego, nubes y oscuridad (cf. Dt 5,22; Ex 20,18).

En esa ocasión, el Señor Dios había entregado a los israelitas los mandamientos de la Ley; mandamientos que debían poner en práctica en la tierra que les iba a ser confiada como propia (cf. Dt 6,1).

Tal teofanía suscita en los israelitas un temor reverencial y genera en ellos el siguiente pedido a Moisés: «Acércate y escucha lo que dice el Señor, nuestro Dios, y luego repítenos todo lo que él te diga. Nosotros lo escucharemos y lo pondremos en práctica» (Dt 5,27).

A esto se refiere Moisés cuando dice: «El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo; lo hará surgir de entre ustedes, de entre tus hermanos, y es a él a quien escucharán. Esto es precisamente lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb» (Dt 18, 15 – 16a).

«Les enseñaba como quien tiene autoridad»

            Para la naciente comunidad cristiana se hizo evidente que en Jesús de Nazaret se cumplía la palabra contenida en el Antiguo Testamento: «El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta». Y precisamente eso es lo que vemos en el evangelio proclamado hoy.

           
Sanación de los endemoniados. Detalle.
Santuario de San Juan Pablo II.
Cracovia, Polonia. 2013.
Entrando a enseñar en la sinagoga de Cafarnaúm vemos a Jesús cumplir la dimensión profética de su misión. Sin embargo, se nos dice que «todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22).

¿Qué significa que Jesús enseñaba con autoridad y no como los escribas? “Naturalmente, con estas expresiones no se hace referencia a la calidad retórica de las palabras de Jesús, sino a la reivindicación evidente de estar al mismo nivel que el Legislador, a la misma altura que Dios.”[2] Es decir, cuando Jesús enseña, no se limita simplemente a interpretar la Ley de Dios contenida en las palabras de Moisés –como hacían los escribas y maestros de la Ley-, sino que la profundiza dándole su pleno sentido.

Esto es evidente sobre todo en la enseñanza que Jesús realiza en el conocido “Sermón de la montaña” –del cual conocemos sobre todo las “Bienaventuranzas”-. En varios momentos de este sermón, Jesús dice: «Ustedes han oído que se dijo a los antepasados – Pero yo les digo» (cf. Mt 5, 21 – 22). Hay una antítesis: lo que se dijo a los antepasados; y lo que el «yo» de Jesús dice hoy. Dicha antítesis no podían realizarla los escribas y maestros de la Ley, pues ninguno de ellos es el “Hijo único de Dios, (…) de la misma naturaleza del Padre”[3]; ninguno de ellos puede decir: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30). Ahí radica la verdadera razón del asombro de los que oyen a Jesús.

Por lo tanto, Jesús enseña con la misma autoridad de Dios. Cuando Jesús nos habla –ya sea por medio de sus palabras o de sus gestos y acciones- es el mismo Dios quien nos habla. El mismo que habló en la teofanía del monte Horeb, habla ahora en la persona de Jesús.

Por lo tanto, también nosotros debemos acoger las palabras de Jesús con respeto y amor, con seriedad y diligencia. Es cierto que la manifestación de Dios en Jesucristo es una manifestación de amor y misericordia, pero no por ello ha de ser tomada con ligereza y superficialidad.

La palabra pronunciada con autoridad, para ser eficaz en nuestras vidas y en  nuestros corazones, debe ser acogida con fe, diligencia y obediencia. ¿Qué tan seria es nuestra vida espiritual? ¿Cuidamos y cultivamos nuestro ser discípulos de Cristo? ¿Lo reconocemos verdaderamente como Hijo de Dios? Solo si acogemos a Jesús como «el Santo de Dios» (Mc 1,24), la palabra contenida en su Evangelio nos sanará y liberará de tantos espíritus impuros que habitan en nuestros corazones y en nuestras relaciones. Solo así el Reino de Dios se hará presente y eficaz en medio de nosotros.


        A María, Madre del verdadero Dios por quien se vive[4], le pedimos que nos eduque en la escucha de la voz de Dios que llega a nosotros por medio de Jesucristo. Así, con una fe atenta y una obediencia diligente, haremos en nuestra vida cotidiana «lo que es más conveniente y nos entregaremos totalmente al Señor» (cf. 1Cor 7,35). Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, 29 de enero de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 25 de enero de 2018]. Disponible en:  <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20120129.html>
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta, Santiago de Chile 2007), 132.
[3] Credo Niceno-Constantinopolitano.
[4] Del Nicán Mopohua, relato del escritor indígena del siglo XVI don Antonio Valeriano. Oficio de Lectura de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Liturgia de las Horas según el rito romano, Tomo I.

sábado, 20 de enero de 2018

«El Reino de Dios está cerca»

Domingo 3° durante el año – Ciclo B

Mc 1, 14 – 20

«El Reino de Dios está cerca»

Queridos hermanos y hermanas:

            En la Liturgia de la Palabra de este domingo, el evangelista san Marcos, que nos acompañará durante gran parte este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo.[1] Esta misión se sintetiza en el anuncio: «“El Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”.» (Mc 1,15).

            En el mismo pasaje evangélico que se nos presenta hoy, junto con el anuncio del Reino de Dios y la llamada a la conversión, encontramos el relato de la vocación de los primeros discípulos. Simón y Andrés, Santiago y Juan, inician el camino que los llevará a experimentar la cercanía del Reino de Dios y a comprender la necesidad de la conversión a la que nos llama Jesús.

«El Reino de Dios está cerca»

            Volvamos al anuncio de Jesús que sintetiza su misión. El texto dice: «“El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”» (Mc 1,15). Sin lugar a dudas, lo central del anuncio es la afirmación «el Reino de Dios está cerca». Sin embargo, la misma va acompañada de dos elementos más.

            En primer lugar le antecede la frase «el tiempo se ha cumplido». ¿A qué se refiere Jesús con ello? ¿Qué significa? ¿A qué tiempo se refiere?

En la frase «el tiempo se ha cumplido», la expresión griega –en el texto original del evangelio- que corresponde a «el tiempo» es «ὁ καιρὸς». Dicha expresión griega si bien se refiere al tiempo, no indica el mero tiempo cronológico, sino que señala un tiempo especial: es el tiempo oportuno, el tiempo de la gracia que irrumpe en el momento señalado.

Así «el tiempo cumplido» se trata del “tiempo de salvación, prometido por los profetas, los portavoces de Dios”[2], ése es el tiempo que se inicia con Jesús. Se trata del “comienzo de una nueva era: el tiempo de la culpa humana y de la cólera divina, el tiempo de la desgracia ha pasado; ha comenzado el tiempo de la gracia y de la salvación.”[3]

Sí, la presencia de Jesús y el inicio de su misión señalan que «el tiempo se ha cumplido». La salvación anhelada y esperada se hace presente. Con Jesús se inicia un nuevo tiempo que también nos involucra a nosotros. Nosotros vivimos ese «καιρὸς», ese tiempo oportuno para la salvación.

Y en este tiempo oportuno que es el nuestro, el de nuestra vida cotidiana, Jesús nos dice: «el Reino de Dios está cerca».

Sabemos que el «Reino de Dios» no implica una realidad delimitable en el espacio y el tiempo. No se trata de un Estado político a la manera de los reinos o naciones de la tierra. Más bien, el «Reino de Dios» es el «Reinado de Dios»; es decir, la soberanía de Dios en nuestras vidas, la soberanía de Dios en nuestros corazones.

La expresión «Reino de Dios» “anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando”[4] en el día a día, en nuestros interior y en nuestras relaciones humanas. En Jesucristo, Dios se ha hecho cercano y quiere reinar en medio de nosotros y en nosotros. Su reinado se manifiesta en las acciones salvíficas de Jesús: en el perdón de los pecados, en la sanación de las enfermedades y dolencias, y en la expulsión de los espíritus impuros que oprimen al hombre.

Por lo tanto, “el señorío de Dios se manifiesta (…) en la curación integral del hombre” [5],  en la vida que triunfa sobre la muerte, en la verdad que se alza sobre la mentira y la ignorancia, en la esperanza que se sobrepone a la angustia y la tristeza.         

«Conviértanse y crean en la Buena Noticia»

            Si el «Reino de Dios» más que un lugar o un espacio físico-temporal, es la acción salvífica y redentora de Dios en nosotros y en medio de nosotros; comprendemos entonces la exigencia que acompaña a su anuncio: «Conviértanse y crean en la Buena Noticia».

            Para abrirnos a la presencia y acción de Dios en nuestras vidas, necesitamos convertirnos, necesitamos renunciar a dirigir nosotros solos nuestra vida, necesitamos renunciar al egoísmo que nos domina.

La conversión a la que se nos llama en la Sagrada Escritura implica dos dimensiones: por un lado, una actitud interior de arrepentimiento, y, por otro lado, un cambio concreto en nuestra conducta cotidiana.

Así la conversión inicia cuando en nuestro interior tomamos conciencia de que nos hemos equivocado, de que hemos tomado un mal camino en nuestra vida o de que la infelicidad nos domina porque nos hemos puesto a nosotros mismos en el centro de nuestra existencia. La conversión se trata entonces de una vuelta interior a Dios, de desandar el camino recorrido y volvernos hacia Dios.

Muchas veces experimentamos esa infelicidad interior, y deseamos volver a Dios, volver a sus brazos, a su presencia. Pero no damos el siguiente paso de la conversión: junto con la actitud interior, tenemos que tomar decisiones concretas para cambiar nuestra vida.

Solamente cambiando concretamente nuestra rutina, nuestro estilo de vida y nuestras opciones personales, podremos desandar el camino del egoísmo, del vicio y del pecado, para iniciar un nuevo camino siguiendo a Jesús.  

«Ellos dejaron sus redes y lo siguieron»

           
La vocación de Pedro y Andrés.
Basílica de San Apolinar el Nuevo.
Rávena, Italia. Mosaico bizantino.
Precisamente es lo que comprendieron los primeros discípulos. La llamada a la conversión está íntimamente unida a la llamada al discipulado. El que quiere convertirse a Dios debe dejar sus redes y seguir a Jesús. El seguimiento práctico de Jesús en nuestra vida cotidiana hace concreta nuestra conversión, hace que la decisión interior se manifieste en opciones concretas de vida.

            También nosotros queremos escuchar hoy el llamado de Jesús a la conversión y su invitación a seguirlo por un nuevo camino de vida. Así como los primeros dejaron sus redes, ¿qué debemos dejar nosotros para seguir libremente a Jesús y ser testigos del «Reino de Dios» en nuestra vida? ¿A qué cosa, a qué actitud, a qué costumbre debo renunciar si quiero seguir más libre y plenamente a Jesús?

            Pero la conversión a Jesús y con Jesús implica todavía algo más. Junto con escuchar el anuncio del Reino y la llamada a la conversión y al seguimiento en nuestro tiempo actual, el Señor también nos invita a compartir con otros la Buena Noticia del Reino de Dios: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). El signo claro de que Dios reina en nuestra vida, es la capacidad de anunciar su presencia haciendo el bien a los demás.

            A María, Madre del Evangelio viviente, le pedimos que nos ayude a percibir el «Reino de Dios» que está cerca y que nos anime a dejarlo todo para convertirnos a su hijo Jesús, y con Él, dar testimonio de la «Buena Noticia» con nuestras palabras y obras. Amén.




[1] Cf. BENEDICTO XVI, Ángelus, 27 de enero de 2008 [en línea]. [fecha de consulta: 20 de enero de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20080127.html>
[2] R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Marcos. Tomo Primero (Editorial Herder, Barcelona 1980), 37.
[3] Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Ángelus, 27 de enero de 2008 [en línea]. [fecha de consulta: 20 de enero de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20080127.html>
[5] Ibídem

domingo, 14 de enero de 2018

«Habla, Señor, porque tu servidor escucha»

Domingo 2° durante el año – Ciclo B

Jn 1, 35 – 42

«Habla, Señor, porque tu servidor escucha»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de hoy (Jn 1, 35 – 42) Juan Bautista señala a Jesús como «el Cordero de Dios». Los discípulos de Juan, «al oírlo hablar así, siguieron a Jesús» y «vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día». Con este encuentro, Andrés y el otro discípulo, iniciaron su camino de seguimiento de Jesús, un camino fascinante y exigente, que los llevará a compartir la vida y la misión del Maestro; pero sobre todo, los asemejará a Cristo, de quien a prenderán la actitud fundamental del auténtico discípulo: «Habla, Señor, que tu servidor escucha» (1 Sam 3,9).

«Habla, Señor, que tu servidor escucha»

            La primera lectura, tomada del Libro Primero de Samuel (1 Sam 3, 3b – 10. 19) nos relata el inicio del discipulado de Samuel con el sacerdote Elí y su llamamiento por parte del Señor. El joven Samuel, que de «niño quedó al servicio del Señor junto al sacerdote Elí» (1 Sam 2,11); necesita que alguien le enseñe a escuchar la voz de Dios, necesita de un maestro en la vida espiritual que le ayude a encontrar al “Maestro” que es Dios mismo.

            En el relato veterotestamentario vemos cómo Dios llama insistentemente a sus elegidos. Esto nos recuerda el primado de Dios en la vida del discípulo: siempre es Dios quien ama primero, quien llama primero. “Uno no puede hacerse discípulo por sí mismo, sino que es resultado de una elección, una decisión de la voluntad del Señor.”[1]

            Así mismo, se nos muestra que si Dios toma la iniciativa en el llamado –vocación y elección-, corresponde al discípulo escuchar y responder con prontitud y disponibilidad a ese llamado: «Elí comprendió que era el Señor el que llamaba al joven y dijo a Samuel: “Ve a acostarte, y si alguien te llama, tú dirás: Habla, Señor, porque tu servidor escucha”.» (1 Sam 3, 8b – 9).

            También nosotros necesitamos, siempre de nuevo, emprender el camino del discipulado con el Señor. Necesitamos, siempre de nuevo, aprender a escuchar su voz y responderle con generosidad.

«Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»

            Precisamente en el Salmo 39 se desarrolla – en forma de oración- la temática de la escucha y la obediencia. El salmista dice:

            «Tú no quisiste víctima ni oblación;
pero me diste un oído atento;
no pediste holocaustos ni sacrificios,
entonces dije: “Aquí estoy”.» (Salmo 40 [39], 7 – 8a).

Ser discípulo del Señor, seguir el camino de Dios, consiste fundamentalmente en estar atentos a lo que Dios nos pide. Por eso el discipulado implica escucha, implica diálogo, implica comunión de pensamiento y acción con Dios.

«“En el libro de la ley está escrito lo que tengo que hacer:
yo amo, Dios mío, tu voluntad, y tu ley está en mi corazón”.» (Salmo 40 [39], 8b – 9).

Y ese diálogo vivo con Dios se hace a través de su Palabra contenida en la Sagrada Escritura. Allí se expresa su voluntad. Allí está la fuente primordial a través de la cual conocemos la voluntad divina. El discípulo conoce la palabra de su Maestro, la asume y la toma como criterio orientador de su vida. Tan familiar es su trato con la palabra de Dios, que con el tiempo, aquello que está contenido en el libro de la Ley – la Torá – pasa a estar vivo en su corazón.

¿Vive la palabra de Dios en mi corazón? ¿Hay algún pasaje del Evangelio que sea especialmente significativo para mí? ¿Soy capaz de tomar decisiones inspirado por la Sagrada Escritura?

La escucha de Dios y la obediencia a Dios, sólo son posibles si con fe nos acercamos a su Palabra contenida en la Sagrada Escritura.

Familiarizarnos con la Sagrada Escritura, hacerla parte de nuestra rutina cotidiana, puede ser el primer paso en nuestro camino de discipulado cristiano. Allí Jesús nos espera y nos sale al encuentro. En las palabras de la Sagrada Escritura queremos encontrar a la Palabra hecha carne (cf. Jn 1,14).

«Maestro ¿dónde vives?»

            Y precisamente, porque Jesús es la Palabra hecha carne, “la Torá viva de Dios”[2], los discípulos de Juan lo buscan. Esta búsqueda –que nace de la sed de Dios- se expresa en la pregunta: «Maestro ¿dónde vives?» (Jn 1,38). La respuesta de Jesús es paradigmática: «Vengan y lo verán» (Jn 1,39). Para ser discípulos de Jesús no basta solamente con el conocimiento intelectual, no basta con tener algunas noticias sobre él o escuchar algunas anécdotas sobre su vida; es necesario un encuentro con él y experimentar personalmente su estilo de vida.

           
Maestro, ¿dónde vives?
Capilla de la Fraternidad San Carlos.
Roma, Italia. 2010.
«Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él» (Jn 1, 39b). Sí, es necesario hacer la experiencia de convivir con Jesús para ser su discípulo, es necesario asumir su estilo de vida. Los discípulos “tienen que estar con Él para conocerlo, para tener ese conocimiento de Él que las «gentes» no podían alcanzar porque lo veían desde el exterior. Tienen que estar con Él para conocer a Jesús en su ser uno con el Padre y así poder ser testigos de su misterio.”[3] El que quiere ser verdadero discípulo tiene “que pasar de la comunión exterior con Jesús a la interior.”[4]

            Sólo en esa comunión interior con Jesús aprendemos a ser discípulos, aprendemos a escucharle llenos de fe y a obedecerle con alegría. Sólo en esa comunión interior con Jesús nos transformamos en sus discípulos misioneros y encontramos así nuestra identidad más auténtica y plena.

            A María, Madre de la escucha, que supo acoger en su interior el anuncio del Ángel y con su «fiat» permitió la encarnación de la Palabra del Padre, le pedimos que nos eduque y nos inicie en la camino del discipulado cristiano, el camino que nos lleva a vivir con Jesús nuestro Maestro y Señor. Amén.   



[1] J. RATZINGER/BEENDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta, Santiago de Chile 2007), 208s.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 207.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 210.
[4] Ídem