Domingo 3° de Pascua –
Ciclo B
Lc
24, 35 – 48
«Ustedes son testigos de todo esto»
Queridos hermanos y
hermanas:
Al celebrar hoy el Domingo
3° de Pascua, nos encontramos con el relato de una de las apariciones del
Resucitado a sus discípulos (Lc 24,
35 – 48). De acuerdo con este relato, «los
discípulos, que retornaron de Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había
pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Todavía
estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les
dijo: “La paz esté con ustedes”.» (Lc
24, 35 – 36).
El capítulo 24 del Evangelio
según San Lucas está dedicado a los intensos hechos que se vivieron «el primer día de la semana» (Lc 24, 1), desde el «amanecer» del mismo hasta el atardecer, cuando los discípulos
dijeron al Peregrino de Emaús: «Quédate
con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba» (Lc 24, 29).
Por lo tanto, la Liturgia
de la Palabra nos presenta hoy como una síntesis de lo ocurrido el día de
la Resurrección según san Lucas, y con ello, nos indica también el proceso que
llevó a los discípulos a convertirse en testigos del Resucitado y su acción
salvífica (cf. Lc 24, 48). Reflexionemos
en torno a este itinerario para que también nosotros lleguemos a ser testigos
de Jesús resucitado.
«Los discípulos retornaron
de Emaús a Jerusalén»
Lo primero que refiere la perícopa evangélica de hoy es
que «los discípulos, que retornaron de
Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo
habían reconocido al partir el pan» (Lc
24, 35). Esta referencia me parece muy importante, ¿por qué?
Porque nos señala en primer lugar la dinámica eclesial
del cristianismo, es decir, la dinámica comunitaria de nuestra fe en Cristo
Jesús. Los discípulos que retornan de Emaús a Jerusalén, son los mismos que
reconocieron a Jesús resucitado al partir el pan (cf. Lc 24, 30 – 31) y los que se decían unos a otros: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras
nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32).
Por lo tanto, una vez que han tenido la experiencia del
encuentro con el Resucitado, inmediatamente retornan a la comunidad de los
discípulos y comparten esta experiencia y dan testimonio de la misma a los
demás. A los primeros a quienes estamos invitados a dar testimonio de la
presencia y acción del Resucitado en nuestras vidas es a nuestros hermanos en
la fe.
Y precisamente en ese momento en que los discípulos de
Emaús dan testimonio de su encuentro con el Resucitado, el Señor se manifiesta
a ellos: «Todavía estaban hablando de
esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con
ustedes”» (Lc 24, 36).
Cuando nos reunimos como comunidad de fe en nuestras
celebraciones eucarísticas, en nuestros talleres formativos como Rama y como grupos de vida, allí está presente Cristo Resucitado; allí se
cumple su palabra que es la vez promesa: «Donde
hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos»
(Mt 18, 20). Y especialmente se hace
presente cuando nos evangelizamos los unos a los otros compartiendo su
presencia y acción en nuestras vidas.
«Miren mis manos y mis
pies, soy yo mismo»
Volvamos al relato de Lucas. Ante la manifestación del
Resucitado, los discípulos se encuentran «atónitos
y llenos de temor», a tal punto que «creían
ver un espíritu» (Lc 24, 37).
Incluso el Señor les pregunta: «“¿Por qué
están turbados y se les presentan esas dudas?”» (Lc 24, 38).
Esta reacción de los discípulos vuelve a señalarnos una
vez más lo extraordinario de la Resurrección de Jesús. Los discípulos, a pesar
de que Jesús continuamente les había anunciado que debía padecer y resucitar al
tercer día, no esperaban que la resurrección del Señor se cumpliera de la forma
en que se realizó. Tal vez varios de ellos, al igual que Marta –la hermana de
Lázaro-, esperaban «la resurrección del
último día» (Jn 11, 24). Sin
embargo no esperaban que ese «último día»
se hiciese ya presente en Cristo Resucitado.
Cristo Resucitado y Santo Tomás. Domus Laetitiae. Asís, Italia. 2014. |
Estas palabras del Resucitado apuntan fundamentalmente a
dos realidades. En primer lugar, al invitar a sus discípulos a ver sus manos y
sus pies, el Señor les muestra los rastros de su Pasión (cf. Jn 20, 20. 25
– 27), se comprueba así que el Crucificado
es el que verdaderamente ha resucitado (cf. Mc
16, 6). La resurrección no ha eliminado las heridas de la Pasión sino que las ha “transfigurado”, y, por lo tanto, esas heridas
transfiguradas dan testimonio de que el mismo que los llamó y compartió con ellos,
el mismo que pasó su vida haciendo el bien y luego «los amó hasta el fin» (Jn
13, 1) entregándose en la cruz, es el que hoy se presenta como Resucitado.
En segundo lugar, las palabras del Resucitado nos señalan
que el acontecimiento de la resurrección de Jesús no es una realidad meramente íntima
y espiritual; y, por lo tanto, el encuentro con el Resucitado no es producto de
la imaginación de los discípulos o una proyección de sus deseos y anhelos; tampoco
se trata de un encuentro aparentemente místico y desencarnado.
Las
palabras «miren mis manos y mis pies, soy
yo mismo. Tóquenme y vean» (Lc 24,
39) apuntan hacia el realismo de la resurrección. De hecho, el Resucitado “es plenamente
corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes
del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad,
entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta
la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto,
ambas cosas con verdad: Él es el mismo –un hombre de carne y hueso- y es también
el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.”[1]
«Ustedes son testigos de
todo esto»
Una vez que los discípulos lo reconocieron, Jesús les dijo:
«“Cuando todavía estaba entre ustedes, yo
les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de
Moisés, en los Profetas y en los Salmos”.» (Lc 24, 44). Y en ese momento, «les
abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: “Así
está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer
día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las
naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de
todo esto”.» (Lc 24, 45 – 48).
Vemos así cómo el Resucitado guía a sus discípulos para que
se conviertan en testigos de su resurrección. Se manifiesta a ellos en la comunidad
reunida para testimoniar su presencia y acción; los ayuda a reconocerlo e incluso
a tocarlo en la fe y en la vida; finalmente, les explica las Escrituras mostrándoles el sentido del Misterio Pascual y los envía como testigos
de su resurrección y su acción salvífica siempre presente en nuestra historia.
También nosotros queremos ser testigos del Resucitado y su
actuar en medio de nosotros. Busquemos su presencia eficaz en su Iglesia; toquemos
sus manos y sus pies en los Sacramentos;
abramos nuestras mentes y corazones a la acción de su Palabra en nuestras vidas, y demos testimonio de su amor hasta el fin
(cf. Jn 13, 1) con nuestras obras. Cuanto
más anunciemos al Resucitado, más lo veremos presente en nuestra vida cotidiana;
como dice el salmista: «Tengo siempre presente
al Señor: él está a mi lado, nunca vacilaré. Me harás conocer el camino de la vida,
saciándome de gozo en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha.» (Salmo 16, 8. 11).
A María, Madre del Resucitado,
quien llena de júbilo lo vio “transfigurado y hermoso, con el resplandor que tendremos
al resucitar en el cielo”[2],
le pedimos que nos eduque para hacer de nosotros auténticos testigos del Resucitado,
de modo que «en su Nombre prediquemos a
todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados» (cf. Lc 24, 47). Amén.
[1] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret.
Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Editorial Encuentro S.A.,
Madrid 2011), 309s.
[2] P.
JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 351.
Amén! Fuerza Padre! Que sus reflexiones sigan recibiendo la luz del Espíritu Santo!
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