Domingo 19° durante el año
– Ciclo A
Mt
14, 22 – 33
«Ven», le dijo Jesús
Queridos hermanos y
hermanas:
La Liturgia de la
Palabra nos presenta en este día el episodio en el cual Jesús “camina sobre
las aguas del lago encrespadas por la tempestad para llegar a la barca de los
discípulos.”[1]
Sin duda que se trata de un episodio que llama nuestra atención y despierta
toda nuestra imaginación: ¿cómo es posible que un hombre camine sobre las
aguas? ¿Cómo pensar eso, cómo imaginarlo?
Sin embargo, no debemos perder de vista el contexto en el
cual se ubica este relato evangélico ni su función pedagógica para nosotros.
¿Qué ocurre antes de este episodio, cómo comprenderlo plenamente? Y sobre todo,
¿qué nos dice a nosotros hoy?
«Después de la
multiplicación de los panes»
El texto que hemos escuchado se ubica luego de la primera
multiplicación de los panes que relata el Evangelio
según san Mateo (Mt 14, 22 - 33).
Por esta razón, la perícopa evangélica en el Leccionario inicia diciendo: «Después
de la multiplicación de los panes».
Este detalle es importante. Pues nos ubica no solamente a
nosotros en la situación, sino que ubica tanto a Jesús y sus acciones, como a
los discípulos.
La multiplicación de los panes mencionada inicialmente
hace referencia al acontecimiento en el cual «comieron hasta saciarse (…) unos cinco mil hombres, sin contar mujeres
y niños» (Mt 14, 20. 21).
Se trata por lo tanto de un gran acontecimiento; una
experiencia intensa y que podemos suponer habrá impresionado y emocionado a los
discípulos y a los que allí estuvieron. De hecho, en el relato de este episodio
según san Juan (Jn 6, 1 – 15), se nos dice que luego de que Jesús realizó este
signo, querían proclamarlo rey (cf. Jn
6, 15).
¿Cuál es la actitud de Jesús luego de esta experiencia
tan intensa? ¿Qué realiza luego de lo que podríamos calificar como un “éxito” o
“triunfo” apostólico?
En primer lugar, Jesús envía a sus discípulos a que
crucen a la otra orilla. Luego, con toda sencillez despide a la multitud, y, «después, subió a la montaña para orar a solas»
(Mt 14, 23).
Después de una intensa jornada de servicio, donde sanó y
alimentó a tantos, Jesús encuentra su descanso y reposo en la oración, en la
intimidad con Dios.
¿Cómo habrá sido la oración de Jesús en ese momento? Tal
vez, con su Padre, volvió a recorrer en su corazón el intenso día vivido. Recordó
rostros, nombres, historias. Habrá recordado tantos momentos de tristeza
transformada en alegría por la sanación de un hombre o de una mujer; ¡cuánto se
habrá alegrado al ver a tantas personas saciar su hambre! ¡Cuánto habrá
anhelado saciar el hambre de Dios que existe en cada corazón humano!
Todo eso lo habrá compartido con Dios y lo habrá dejado
reposar en sus manos y en su corazón de Padre.
Según el texto, Jesús pasó toda la noche en oración: «al atardecer, todavía estaba allí solo. La
barca ya estaba muy lejos de las costa… …A la madrugada, Jesús fue hacia ellos,
caminando sobre el mar.» (Mt 14,
23 – 25).
«Jesús fue hacia ellos,
caminando sobre el mar»
Aquí llegamos al corazón del relato, o más bien, al nudo
del mismo. Luego de una noche de oración, Jesús se dirige hacia los suyos,
caminando sobre el mar. Los discípulos, por su parte, tuvieron toda la noche
viento en contra y su barca estaba «sacudida
por las olas» (Mt 14, 24).
Detengámonos nuevamente aquí. Jesús viene del Padre,
viene de la oración. Jesús viene del encuentro y de la intimidad con Dios. Encuentro que serena las aguas del
corazón y permite dominarlas.
Los discípulos se encuentran en la agitación de la
continua actividad. Y a pesar de sus esfuerzos y capacidades no logran dominar
las aguas y el viento. No logran conducir la barca del propio corazón hacia el
puerto de la mansedumbre.
Por ello, al ver a Jesús «caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma” dijeron, y llenos
de temor se pusieron a gritar.» (Mt
14, 26). En su agitación, no reconocen a Jesús.
Será necesario que Jesús se dé a conocer diciendo: «Tranquilícense, soy yo; no teman.» (Mt 14, 27).
«Ven», le dijo Jesús
Es entonces cuando Pedro se anima a ir hacia Jesús: «Señor, si eres tú, mándame a ir a tu
encuentro sobre el agua.» (Mt 14,
28).
¿De dónde nace esta aparente valentía de Pedro? ¿Es el
resultado de una decisión de fe, o se trata más bien de una emoción del
momento?
«“Ven”, le dijo
Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en
dirección a él. Pero al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como
empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”.» (Mt 14, 28 – 30).
Jesús puede caminar sobre las aguas inquietas porque
viene desde Dios; en efecto, en Jesús se revela y manifiesta Dios mismo; el
Dios tranquilo que serena y pacifica el oleaje del mar, el oleaje de los
corazones inquietos, el oleaje de las dificultades de la vida.Cristo caminando sobre las aguas.
Orazio Farinati (1559 - 1616). Verona, Italia.
Wikimedia Commons.
Pedro lo ve, se emociona y quiere hacer lo mismo. También
él quiere caminar sobre las aguas inquietas y dominar las dificultades de la
vida; pero Pedro no ha serenado ni dominado su corazón previamente. O, mejor
dicho, no ha dejado que Dios serene su corazón y así domine y canalice sus
afectos y emociones.
Por ello, la de Pedro no es todavía una decisión de fe,
sino una emoción del momento que lo lleva a “probar” algo sin haberse decidido
ni preparado interiormente. Es por ello que fácilmente se ve distraído por la
violencia del viento y del mar, y así, comienza a hundirse en las aguas
inquietas que reflejan su propia inquietud interior.
En esta situación Pedro nos ayuda a ver la diferencia
entre la emoción pasajera y la decisión de fe. Pedro tendrá que madurar. Su
Maestro se lo hace ver: «Hombre de poca
fe, ¿por qué dudaste?» (Mt 14,
31) Su humildad lo ayudará a crecer.
Caminar sobre las aguas turbulentas de las dificultades y
desafíos de la vida, requiere un aprendizaje y es un proceso. Como Jesús, debemos
partir de la oración e intimidad con Dios; debemos caminar sobre las aguas, es
decir, en medio de nuestros desafíos, con la mira fija en Jesús; y, finalmente,
estar siempre dispuestos a pedir su ayuda, incluso clamar por ella como Pedro.
Entonces con Jesús podremos subir a la barca de nuestro
corazón y experimentar cómo Él serena y pacifica nuestra interioridad y nos
señala con una «brisa suave» (cf. 1Rey
19, 12) la orilla de la vida nueva, la orilla de la vida cuyos desafíos se
dominan desde un corazón pacificado y fortalecido por Dios.
A María, Estrella del mar, luz serena y maternal
que nos guía hacia su hijo, le pedimos que nos acompañe y nos enseñe a mantener
la mirada y el corazón fijos en Jesús, para así caminar por la vida con
serenidad y fortaleza, “repartiendo
amor, paz y alegría.”[2]
Amén.
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