Domingo 3° de Cuaresma – Ciclo B – 2021
Jn 2, 13 – 25
«La
casa de mi Padre»
Queridos
hermanos y hermanas:
La Liturgia de la Palabra de este domingo nos trae la página
evangélica que contiene el episodio de la “purificación del Templo de
Jerusalén” (Jn 2, 13 – 25). Sin duda
se trata de un episodio que nos sorprende. No estamos acostumbrados a ver de
esta manera a Jesús. Un Jesús que manifiesta con fuerza su «celo» por la Casa de Dios.
El texto evangélico utiliza palabras
e imágenes fuertes: «hizo un látigo de
cuerdas»; «echó a todos del Templo»;
«desparramó las monedas»; «derribó sus mesas». Sin duda imágenes y
acciones llenas de fuerza. ¿Cuál es la razón de estas acciones? El mismo Señor
nos muestra su intención al decir: «No
hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio» (Jn 2, 16).
«Casa
de mi Padre»
Para comprender estas palabras de
Jesús debemos preguntarnos por el sentido original del Templo de Jerusalén. No
podemos entrar de lleno y en profundidad en esta cuestión; pero sí podemos
decir que el Templo estaba destinado a ser un lugar donde habitara la “gloria”
de Dios, un signo de la presencia del Dios de la alianza en medio de su pueblo.
Por ello, el Templo era
fundamentalmente lugar de culto y lugar de oración, como lo expresó Jesús: «la casa de mi Padre».
Que el Templo sea lugar de culto
significa que era un lugar destinado a que los israelitas -y los temerosos de
Dios provenientes de entre las naciones- se pusieran en la presencia de Dios,
se pusieran bajo la mirada de Dios. Este ponerse en la presencia de Dios
implica presentarse ante Dios como creaturas suyas y como hijos suyos.
Se trata de reconocer a Dios como
Dios, como Padre y como Señor. Se trata de amor y respeto. A su vez eso implica
dejarse orientar en la vida concreta por su Palabra, por su voluntad, por su
querer. En último término rendir culto a Dios significa amor filial, es decir, conciencia
filial de pertenencia a Él y de disponibilidad para Él.
Por otro lado, el Templo como lugar
de oración indica que debe ser el espacio que favorece el encuentro con Dios en
el diálogo y la actitud orante. La actitud orante se manifiesta como diálogo paterno-filial
entre Dios y sus hijos. Precisamente la oración debe ser la experiencia del
encuentro con Dios donde se presenta la propia vida y pequeñez, y se recibe con
confianza la Palabra orientadora de Dios para nuestra vida. La oración hace
experiencia personal el rendir culto al Padre y Creador.
Esta reflexión sobre el sentido del
Templo de Jerusalén, puede ayudarnos a preguntarnos a nosotros mismos: ¿cómo
experimentamos nuestros templos, parroquias y santuarios? ¿Los vivimos como
lugares de culto y oración realmente? ¿Cómo vivimos la Eucaristía? ¿Es para
nosotros una experiencia de culto y oración, de encuentro con el Padre en el
Hijo? Iglesia Santa María de la Trinidad
Santuario de Tupãrenda - Schoenstatt
Paraguay
«Casa
de comercio»
Por lo que leemos en el texto evangélico, el Templo
corría serio peligro de ir perdiendo su sentido y propósito. Es lo que denuncia
Jesús al ver en el Templo «a los
vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de
sus mesas» (Jn 2, 14); ante esta
visión el Señor dice: «No hagan de la casa
de mi Padre una casa de comercio».
Hacer de la casa de Dios una casa de
comercio es pervertir el Templo y con ello también pervertir la misma fe, pues
se pasa de una auténtica relación de confianza a una mera relación de interés, una
relación comercial. Cuando la relación con Dios se pervierte y se convierte en
relación mercantil se basa en la dinámica del “te doy para que me des”.
Es decir, se intenta negociar con
Dios y con ello se intenta manipularlo: “si hago este sacrificio, si hago esta
oración una determinada cantidad de veces, si asisto a Misa… entonces Dios
tiene que concederme lo que le pido”.
Cuando actuamos así, reducimos a
Dios, lo intentamos manipular y lo convertimos en un ídolo que manejamos a
nuestro antojo y así dejamos ser hijos ante Dios y tratamos de convertimos en
“señores” de Dios; resuena la tentación original: «serán como dioses» (Gn
3, 5).
La
dinámica comercial, cuando se infiltra en la vida espiritual verdaderamente
pervierte la fe, la oración y la relación con Dios. La vida espiritual pierde
entonces su naturaleza, y con ello su frescura y belleza.
Comprendemos ahora la ira de Jesús;
comprendemos su celo por la casa de Dios, su celo por la relación entre cada
persona y Dios, su celo por cada corazón creyente que está llamado a ser morada
de Dios.
«Destruyan
este Templo»
Jesús purifica el Templo, no sólo
con las acciones que vemos en este pasaje evangélico. En realidad, Él
purificará el Templo vivo, que es el corazón de cada fiel y todo el Pueblo de
Dios, por medio de su pasión, muerte y resurrección.
En la cruz se opera esa purificación
porque allí se revela plenamente la auténtica naturaleza de Dios y de la relación
entre Dios y el hombre: Dios es amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), y siendo amor hasta el extremo, el mismo Dios, en su
Hijo, nos revela el auténtico culto y la auténtica oración.
En el Misterio Pascual, y en particular en la cruz, se muestra que Dios
es Padre para todos y cada uno de sus hijos. Se nos muestra además que es Dios y
no un comerciante con quien se puede negociar o un ídolo que necesita nuestra
atención. Dios no necesita que le demos “algo”, es Él quien nos dona a su Hijo,
y en el Hijo se da Él mismo.
Así el Hijo que revela al Padre nos
muestra en qué consiste el auténtico culto: cumplir la voluntad del Padre, aún
cuando ella implica el camino de la cruz. Y en el camino de la cruz se nos
muestra lo que es la oración: diálogo sincero entre el Hijo y el Padre, diálogo
de obediencia y amor.
La purificación obrada en la cruz una
vez para siempre, se actualiza para nosotros en cada Eucaristía. En cada Misa
el Señor purifica mi corazón por medio de la proclamación de la Palabra, de la
actualización del sacrificio de la cruz y de la comunión con «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6, 51). La purificación es tal, que
lleva al orante lleno de fe a proclamar: “estás enteramente con tu ser en el
santuario de mi corazón” (Hacia el Padre,
143). Allí el corazón vuelve a ser santuario, vuelve a ser la casa del Padre.
En este tiempo de Cuaresma, dejémonos purificar en cada Eucaristía, dejemos que el Señor expulse
todo aquello que distorsiona nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos;
dejémonos renovar para llegar a ser verdaderamente casa del Padre, morada de Dios.
María, a quien la Iglesia invoca como
Domus aurea – Casa de oro, nos acompañe
en el itinerario cuaresmal para disponer nuestro corazón a la acción de Aquel que
puede volver a levantar el templo de Dios en nuestro corazón (Cf. Jn 2, 19), Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
P. Oscar Iván Saldívar, I.Sch.
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