La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 24 de octubre de 2015

Comenzó a ver y lo siguió por el camino

Comenzó a ver y lo siguió por el camino

Domingo 30° del tiempo ordinario – Ciclo B

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Mc 10, 46-52) nos presenta el encuentro entre Jesús y Bartimeo, el mendigo ciego. Es importante notar que el texto evangélico nos presenta a Jesús en camino, en movimiento: «Cuando Jesús salía de Jericó…» (Mc 10,46a).

            Jericó es “la ciudad en que los peregrinos que llegaban por el camino del Este (cf. Mc 10,1) cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén (cf. Lc 10,30).”[1] Jesús hace este camino hacia Jerusalén como una peregrinación, como una “subida” a Jerusalén, y “la última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, (…) es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1).”[2]

Sentado junto al camino

            Por el texto que hemos escuchado, sabemos que muchos acompañaban a Jesús en esta peregrinación, en este caminar. Sin embargo, el evangelio nos señala a una persona en particular: «el hijo de Timeo –Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino» (Mc 10,46b).

            La ceguera había convertido a Bartimeo en un mendigo al borde del camino, había hecho de él un hombre “incapaz de seguir el camino de la vida, de valerse por sí mismo”.[3] Por eso el relato del evangelio nos dice que «estaba sentado junto al camino»; es decir, él no participaba de esta peregrinación, de este caminar, ya que no veía a Jesús, no veía a los demás, no veía el camino.

           
Muchas veces también nosotros padecemos una “ceguera espiritual” que no nos permite ver el paso de Jesús por nuestras vidas; una “ceguera espiritual” que no nos permite unirnos a su caminar y al de nuestros hermanos. Tendemos entonces a quedarnos a un lado del camino de la vida entregándonos al desánimo, la tristeza y el aislamiento.

            Si bien es cierto que cada domingo de alguna manera logramos “ver” a Jesús en la Eucaristía, muchas veces durante la semana volvemos a hacernos ciegos a su presencia y no sabemos descubrirlo en lo cotidiano: en la familia, en el trabajo, en el estudio y en la realidad de nuestra sociedad.

            Por eso vale la pena que nos preguntemos ¿qué nos hace ciegos a la presencia de Jesús en nuestro día a día?

            A veces, padecemos de esta ceguera espiritual porque nadie nos ha enseñado a descubrir la presencia de Jesús en nuestras vidas, nadie nos ha enseñado a buscarlo en el Evangelio y en la oración personal; nadie nos ha enseñado a mirar nuestras vidas desde la perspectiva de la fe práctica en la Divina providencia, en la cual cada situación es un saludo de Dios, una voz de Dios que me interpela y espera mi respuesta.

            Sin embargo, muchas veces nuestro corazón se vuelve ciego a Jesús por nuestro propio descuido, por nuestra propia negligencia. Hay tres situaciones que nos van haciendo ciegos ante Jesús: 1. Las distracciones, la dispersión. El estar constantemente distraídos, constantemente dispersos. El no ser capaces de concentrarnos en lo que hacemos, el depender excesivamente de las redes sociales y el contenido que nos proveen… Se trata de una carencia de interioridad, de vida interior. 2. La mediocridad en el cultivo de nuestra vida espiritual. El contentarnos con cumplir con lo mínimo en nuestra vida religiosa, el no buscar crecer en la oración, en el diálogo personal con Jesús. 3. El pecado. Sobre todo cuando vamos dejando que se instale en nuestra vida, cuando nos vamos acostumbrando a tal punto que renunciamos a luchar por nuestro crecimiento personal y a anhelar la santidad.

            Todo esto, de a poco, nos va haciendo ciegos a la presencia y acción de Jesús en nuestras vidas, porque “cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[4]

Al enterarse de que pasaba Jesús se puso a gritar

            Sí, cuando dejamos que nuestro corazón se haga ciego al paso de Jesús por nuestras vidas nos volvemos “hombres sin luz, sin esperanza”[5].

Sin embargo, así como Bartimeo, también nosotros podemos clamar a Jesús en nuestra oración: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». E insistir en este pedido, en este clamor, aun cuando las circunstancias que nos rodean – o nuestro propio desánimo- quieran acallarnos (cf. Mc 10,47-48). Si no vemos a Jesús, llamémosle insistentemente en la oración.

El Papa Francisco insistentemente nos invita a renovar nuestro encuentro personal con Jesucristo, nos invita “a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. (…) Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos.”[6]

Decidámonos por vencer la dispersión y la mediocridad en nuestra vida espiritual para experimentar la alegría de encontrar a Jesús y de dejarnos encontrar por Él. Para experimentar la alegría de verlo con los ojos del corazón. Si lo buscamos insistentemente en la oración, en la lectura del Evangelio, en la reconciliación y en la Eucaristía, Él nos dirigirá su palabra: «¿Qué quieres que haga por ti?», y llenos de confianza le podremos responder: «Maestro, que yo pueda ver» (Mc 10, 51); “Maestro, que yo te pueda ver a ti en mi vida y en la vida de mis hermanos, para seguirte por tu camino, para caminar y vivir contigo”.

              Recordando que “quien cree ve”[7], nos dirigimos a María, madre de la Iglesia y madre de la fe, y le pedimos: “¡Madre, ayuda nuestra fe! (…) Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.”[8] Enséñanos a vivir en la luz divina de la fe para caminar tras los pasos de Jesús en la confianza divina. Amén.


[1] R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Marcos 2/2 (Editorial Herder, Barcelona 31980), 121s.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 12.
[3] PAPA FRANCISCO, Les doy una buena noticia 2015. Evangelio del día. Ciclo B (Paulinas, Asunción 2014), 393.
[4] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[5] Cf. PAPA FRANICISCO, Les doy una buena noticia…, 393.
[6] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[7] PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 1.
[8] PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 60.

sábado, 17 de octubre de 2015

Ella es el gran don - 18 de octubre de 2015

Ella es el gran don

En la víspera del 18 de octubre
Queridos hermanos y hermanas;

Querida Familia de Schoenstatt:

            Nos encontramos ya en la víspera de nuestra gran fiesta del 18 de octubre, en la víspera de un día de gracias para todos los que creemos en el misterio de Schoenstatt; es decir, en la vinculación de María Santísima a este Santuario y en su acción fecunda en este lugar y desde este lugar, fruto de la Alianza de Amor que sellamos con Ella.[1]

            En este día es bueno recordar las palabras que nuestro Padre Fundador dirigiera  a la Familia en 1939, y aplicarlas a nosotros hoy, aquí y ahora: “Todo lo grande y valioso que hemos recibido durante este tiempo, en este santo lugar, está íntimamente ligado con la Madre, Reina y Señora de Schoenstatt. Simplemente Ella es el don que la sabiduría, bondad y omnipotencia divina ha querido regalar, de un modo especial, el 18 de octubre de 1914 a nuestra Familia y, por su intermedio, nuevamente al mundo entero.”[2]

Ella es el gran don

            Sí, Ella es el gran don que se nos regala aquí en Tupãrenda como concreción de las palabras de Jesús a su discípulo: «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19,27a). La Alianza de Amor con María hace concreta en nuestra historia personal esta palabra de Jesús.

           
Cada vez que sellamos Alianza de Amor con María, cada vez que renovamos conscientemente y con fe nuestra consagración a Ella hacemos nuestra la experiencia del discípulo amado: «Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como suya» (Jn 19,27b).

            Por la Alianza de Amor nosotros le pertenecemos a Ella –Ella nos hace suyos-, Ella nos pertenece a nosotros –la hacemos nuestra-. En María, a quien en Tupãrenda experimentamos como persona viva, presente y actuante, recibimos el gran don de una aliada que es Madre, Reina y Educadora.

            Recibimos sobre todo el gran don de su corazón maternal y de su mirada serena y misericordiosa. Sí, el corazón y la mirada de una persona viva, de un tú personal, al cual puedo entregarme sin temores ni reservas. A Ella puedo entregarle mis capacidades y límites, mi confianza y mis temores, mi fe y mis dudas, mis logros y fracasos, mi historia personal y familiar, mi arrepentimiento y mi anhelo… Ella todo lo recibe, todo lo guarda en su corazón y lo medita en presencia de Dios (cf. Lc 2,19) para así sanarnos, educarnos y enviarnos.

            En sus manos y en su corazón toda nuestra vida adquiere sentido y plenitud, porque nuestra plenitud y felicidad se deciden en a quién le entregamos nuestro corazón.

Ella es el gran signo

            La Sagrada Escritura presenta a la Santísima Virgen no solamente como el gran don que Jesús nos hace, sino también como el gran signo en el horizonte de la vida humana (cf. Ap 12,1).

            En el lenguaje simbólico, propio del libro del Apocalipsis, la «Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza» (Ap 12,1), representa a la Iglesia, al santo pueblo fiel de Dios, que con fe y fidelidad a Jesús se opone al otro signo presente en la vida de la humanidad: el «dragón rojo» (Ap 12,3), el adversario, el acusador de los hombres (cf. Ap 12,10). Sin embargo, la misma Iglesia reconoce en la «Mujer revestida del sol» a María Santísima, Madre del Salvador e imagen plena de la Iglesia.

            Nuestra vida también se desarrolla en medio de la lucha del bien contra el mal… Lo experimentamos en nosotros mismos: ¡cuánto tenemos que luchar contra nuestro egoísmo y nuestro pecado! ¡Cuánto luchamos en nuestra auto-educación! Lo experimentamos en la vida de nuestra Iglesia y de nuestra patria: ¡necesitamos de una conversión pastoral en nuestra Iglesia! ¡Necesitamos decidirnos a luchar contra la corrupción en nuestra sociedad!

            A veces podemos experimentar que el mal –el pecado, la indiferencia y la corrupción- se presenta como un gran dragón temible, capaz de arrastrar con su cola nuestros ideales y anhelos y precipitarlos sobre la tierra (cf. Ap 12,4). En esos momentos de angustia y oscuridad, nunca olvidemos que hay un signo aún más grande y potente que el dragón: María, la Mujer revestida del sol de Cristo; María, nuestra Madre y Aliada. Ella “brilla en nuestro camino como signo de consuelo y de firme esperanza.”[3]

            Queridos hermanos y hermanas, en este día nos alegramos porque hemos recibido en María un gran don de la misericordia de Dios, y un gran signo de consuelo y esperanza. Por la Alianza de Amor, “como una verdadera madre, ella camina con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios.”[4]

            Por eso renovamos con Ella nuestra Alianza de Amor, con la convicción de que este es nuestro camino para seguir a Jesucristo, con la convicción de que la Alianza de Amor con María nos hace más cristianos, nos hace más Cristo. Amén.  


[1] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, El Misterio de Schoenstatt (Schoenstatt-Nazaret, Florencio Varela 2014), 13.
[2] MOVIMIENTO APOSTÓLICO DE SCHOENSTATT, Documentos de Schoenstatt (Patris, Córdoba 2007), 44.
[3] MISAL ROMANO, Prefacio de la Santísima Virgen María III.
[4] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 286.

jueves, 15 de octubre de 2015

¿Cómo vivimos el Capital de Gracias?

Nuestra Señora del Pilar

¿Cómo vivimos el Capital de Gracias?
Queridos hermanos y hermanas,

querida Familia:

            Este cuarto día de preparación a la fiesta del 18 de octubre en Tupãrenda coincide con la memoria de Nuestra Señora del Pilar. “Según una antigua y venerada tradición, la santísima Virgen María, se apareció en Zaragoza sobre una columna o pilar, al apóstol Santiago, alentándolo en su evangelización por tierras españolas. (…) Bajo su patrocinio, el 12 de octubre de 1492, se inició la evangelización de América.”[1]

            El recordar esta advocación mariana nos puede ayudar a reflexionar hoy en torno a cómo vivimos el capital de gracias.[2]

            Así como María alentó a Santiago Apóstol en su labor evangelizadora, Ella nos alienta hoy en nuestra labor evangelizadora: la labor de ayudar a “que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra [para que] ninguna periferia se prive de su luz”[3]; la labor de colaborar, como aliados de María, en la construcción de nuestra patria como Nación de Dios.[4]

Constancia en el amor

            En la oración colecta del día, le pedimos a Dios que por la intercesión de María nos conceda “fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor.”[5]

            Los aportes al capital de gracias de nuestra querida MTA son una concreción de esta “constancia en el amor”, son una concreción de la constancia en la Alianza de Amor.

            Por la Alianza de Amor con María hacemos un intercambio de corazones con Ella… Le entregamos nuestro corazón y Ella  nos entrega el suyo. Entregar el corazón significa entregar nuestra interioridad, nuestra historia personal y familiar, nuestras alegrías y tristezas, nuestras capacidades y fragilidades. En suma, entregar el corazón es entregar nuestro núcleo personal.

            Y un corazón entregado se manifiesta en una vida entregada. Cuando cada acto de nuestra vida lo hacemos con la intención de hacerlo por amor a María, entonces vivimos nuestra Alianza, entonces nuestra vida es “ofrenda permanente”[6] a María, y con Ella a Dios.

            Vivimos el capital de gracias como constancia en el amor, como concreción de amor, como ofrenda de amor.

Amor orientado hacia la evangelización

            Nuestro amor a María se orienta siempre hacia el apostolado, hacia la evangelización.

           
Nuestro Padre Fundador y los primeros congregantes tenían una conciencia clara de esto. Para ellos el primer aporte al capital de gracias era la propia auto-educación, la “labor silenciosa en el área del espíritu.”[7] La labor sobre la propia personalidad, es decir, el colaborar con María para que nos asemeje a Jesús y nos haga instrumentos aptos para el Reino de Dios.

            Esta labor sobre la propia personalidad se ofrece en el Santuario por la fecundidad de los apostolados que María va suscitando. El capital de gracias por eso siempre es apostólico  y comunitario.

            Finalmente el aportar al capital de gracias de la Mater con nuestros ofrecimientos es un estilo de vida. La constancia en el amor a María hace que encarnemos estas palabras del Hacia el Padre: “cuanto soy y cuanto tengo te lo entrego como un regalo de amor” (Hacia el Padre 16).

            Así, los aportes al capital de gracias no son actos aislados a lo largo de nuestro día; el aportar la capital de gracias debe llegar a convertirse en una constante actitud de vida, una actitud que marque todo nuestro día. “Todo te lo entrego como un regalo de amor”.

            Y entregándolo todo por amor descubrimos que somos felices entregando nuestro corazón; somos felices no guardándonos sino dándonos; somos felices escuchando la Palabra de Dios y practicándola en el amor (cf. Lc 11, 27-28).

            Que María, la bienaventurada que escuchó la Palabra de Dios y la practicó, nos conceda ser constantes en el amor, ser constantes en ofrecerlo todo como un regalo de amor en el Santuario. Amén.


[1] CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA, Misal Romano Cotidiano. Versión castellana de la 3ª edición típica latina y los Leccionarios I-IV (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), pág. 2242.
[2] Es el tema del cuarto día de la Novena en preparación a la fiesta del 18 de octubre en el Santuario de Tupãrenda.
[3] PAPA FRANCISCO, Evengelii Gaudium 288.
[4] El ideal nacional de la Familia de Schoenstatt en Paraguay es Nación de Dios, corazón de América.
[5] MISAL ROMANO, oración colecta de la memoria de Nuestra Señora del Pilar.
[6] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística III.
[7] P. LOCHER et al. (Editores), Kentenich Reader, Tomo I. Encuentro con el Padre fundador (Editorial Nueva Patris S.A., Chile 2011), págs. 140-146.

jueves, 1 de octubre de 2015

Dios modeló al hombre con arcilla

Dios modeló al hombre con arcilla

Domingo 27° del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Queridos hermanos y hermanas:

            Quisiera invitarlos a reflexionar en torno a la Liturgia de la Palabra del día de hoy tomando como punto de partida lo que escuchamos en la primera lectura, tomada del Libro del Génesis (Gn 2, 4b. 7a. 18-24).

El Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo

            «Cuando el Señor Dios hizo el cielo y la tierra, modeló al hombre con arcilla del suelo» (Gn 2, 4b. 7a). Les invito a que profundicemos en el simbolismo de estas palabras, y en la verdad teológica que ellas contienen. Dios “modela” al hombre con arcilla; es decir, con sus propias manos va dando forma a su creación predilecta: el hombre; varón y mujer.

            Dios modela al hombre. Esta imagen trae a mi memoria otra palabra de la Sagrada Escritura: «El Señor modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones» (cf. Salmo 32,15). Sí, Él modeló cada corazón, cada alma, cada persona.

           
     Y si seguimos profundizando en esta imagen nos damos cuenta de que quien modela la arcilla trabaja con sus propias manos esta arcilla; toca la arcilla, la siente entre sus dedos y le va dan forma. Con paciencia, perseverancia y atención va moldeando la arcilla para dar forma a lo que lleva en su corazón. Dar forma significa dar figura, dar un determinado ser y con ello un hacer concorde al ser, un destino, una finalidad, un sentido.

            En este relato de la Sagrada Escritura hay una invitación a mirar contemplativamente al ser humano, al varón y a la mujer; y descubrir en ellos –en  nosotros, en cada uno- la huella de Dios. Aquel que modela la arcilla deja en ella la impresión de sus dedos, su huella digital. ¿Cuáles son las huellas que Dios ha dejado en mi arcilla, en mi cuerpo de arena y mi alma de agua?

            Dios deja sus huellas en nuestros anhelos más auténticos, sobre todo en el anhelo del amor verdadero. “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano.”[1]

            Si Dios ha dejado su huella en nuestros corazones y nos invita a descubrir esa imagen de sí que ha dejado en nosotros, entonces en el acto creador de Dios subyace también un proyecto de vida suyo para nosotros. Hay un proyecto de Dios, un plan, un anhelo, una bendición.

No conviene que el hombre esté solo

            A medida que avanza el relato del Génesis encontramos estas palabras en boca de Dios: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2,18). Dios nos ha creado para la comunión y no para el aislamiento solitario. Él nos ha creado para la amistad, para la fraternidad, para el amor.

            Si bien estamos convocados a una “comunión universal”[2] con los animales domésticos, las aves del cielo y todos los animales del campo (cf. Gn 2, 20); el varón descubre una comunión especial con la mujer, a la que reconoce como hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23a). Esta expresión bíblica señala el origen común del varón y de la mujer en el plan de Dios. «Carne de mi carne». Nos debemos mutuamente respeto, amor y dignidad. Ambos, varón y mujer, somos carne frágil pero preciosa y valiosa a los ojos de Dios.

            Y si tenemos un origen común, la plenitud la hallaremos en la comunión: «Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne» (Gn 2,24); una sola realidad en la plenitud del amor. De ahí la invitación que nos hace el salmo: «¡Feliz el que teme al Señor y sigue sus caminos!» (Salmo 127,1); ¡feliz el que respeta a Dios creador y sigue su plan, su proyecto de amor!

            En el matrimonio, en la vida personal, en cada vocación, Dios, “que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación”,[3] pone su proyecto de amor en nuestras manos. Él confía en nosotros, nos sostiene y acompaña, y espera que cada uno de nosotros haga propio su proyecto de amor y plenitud.

¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?

            Por eso, ante la pregunta de los fariseos por el matrimonio y el divorcio (cf. Mc 10,2), Jesús vuelve al origen, vuelve a poner en el horizonte el proyecto de Dios (cf. Mc 10,6-9); vuelve a recordarnos que la vida matrimonial es un proyecto de Dios.

            Y con ello Jesús plantea a cada matrimonio una pregunta muy actual: “¿Es nuestro matrimonio un proyecto de Dios que hicimos nuestro? ¿Vivimos nuestro matrimonio como proyecto compartido con Dios o sólo como proyecto propio hecho a nuestra medida? Ante estos cuestionamientos, tomamos conciencia de que vivir el matrimonio como proyecto compartido con Dios requiere de preparación previa, sinceridad, auto-conocimiento y conocimiento del otro, oración, humildad, fe y madurez humana y cristiana. No siempre toda unión es proyecto compartido con Dios.

El Reino de Dios pertenece a los que son como niños

           
           No es casualidad que en esta perícopa del Evangelio (Mc 10, 2-16) vuelvan a aparecer los niños y las subsecuentes palabras de Jesús: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos» (Mc 10,14).

            El Reino de Dios, el reinado de Dios en nuestras vidas –su proyecto-, solo puede hacerse patente y operante en nuestra realidad si con un corazón de niños nos abrimos a Dios Padre y su plan de amor para con cada uno de nosotros. Si miramos nuestra propia vida –personal, matrimonial y familiar- como un proyecto que Dios nos confía y en el cual nos pide nuestra generosa cooperación.

            Así, hacerse como niños implica la ternura de sabernos y experimentarnos cobijados y abrazados por la misericordia de Dios, pero también implica la generosidad de responder con responsabilidad a su proyecto de amor. Dejarnos guiar por Él y no cansarnos de empezar siempre de nuevo, sabiendo que Él nos sostiene, acompaña y anima.

            Con María, Madre de la ternura y la generosidad, volvemos a pedirle a Dios que Él modele nuestros corazones, que Él nos ayude a reconocer sus huellas en nuestras vidas y así, siguiendo a Jesús, cooperemos con el proyecto de su corazón. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate sobre el Desarrollo Humano integral en la caridad y en la verdad, 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Laudato Si´ sobre el cuidado de la Casa Común, 76.
[3] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Laudato Si´…, 80.