Comenzó a ver y lo siguió
por el camino
Domingo
30° del tiempo ordinario – Ciclo B
Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio de hoy (Mc
10, 46-52) nos presenta el encuentro entre Jesús y Bartimeo, el mendigo ciego.
Es importante notar que el texto evangélico nos presenta a Jesús en camino, en
movimiento: «Cuando Jesús salía de
Jericó…» (Mc 10,46a).
Jericó es “la ciudad en que los peregrinos que llegaban
por el camino del Este (cf. Mc 10,1)
cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén (cf. Lc 10,30).”[1]
Jesús hace este camino hacia Jerusalén como una peregrinación, como una
“subida” a Jerusalén, y “la última
meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, (…) es la
subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1).”[2]
Sentado junto al camino
Por el texto que hemos
escuchado, sabemos que muchos acompañaban a Jesús en esta peregrinación, en
este caminar. Sin embargo, el evangelio nos señala a una persona en particular:
«el hijo de Timeo –Bartimeo, un mendigo
ciego- estaba sentado junto al camino» (Mc
10,46b).
La ceguera había
convertido a Bartimeo en un mendigo al borde del camino, había hecho de él un
hombre “incapaz de seguir el camino de la vida, de valerse por sí mismo”.[3] Por eso
el relato del evangelio nos dice que «estaba
sentado junto al camino»; es decir, él no participaba de esta
peregrinación, de este caminar, ya que no veía a Jesús, no veía a los demás, no
veía el camino.
Si bien es cierto que
cada domingo de alguna manera logramos “ver” a Jesús en la Eucaristía, muchas
veces durante la semana volvemos a hacernos ciegos a su presencia y no sabemos
descubrirlo en lo cotidiano: en la familia, en el trabajo, en el estudio y en
la realidad de nuestra sociedad.
Por eso vale la pena
que nos preguntemos ¿qué nos hace ciegos a la presencia de Jesús en nuestro día
a día?
A veces, padecemos de
esta ceguera espiritual porque nadie nos ha enseñado a descubrir la presencia
de Jesús en nuestras vidas, nadie nos ha enseñado a buscarlo en el Evangelio y
en la oración personal; nadie nos ha enseñado a mirar nuestras vidas desde la
perspectiva de la fe práctica en la
Divina providencia, en la cual cada situación es un saludo de Dios, una voz
de Dios que me interpela y espera mi respuesta.
Sin embargo, muchas
veces nuestro corazón se vuelve ciego a Jesús por nuestro propio descuido, por
nuestra propia negligencia. Hay tres situaciones que nos van haciendo ciegos
ante Jesús: 1. Las distracciones, la
dispersión. El estar constantemente distraídos, constantemente dispersos. El no
ser capaces de concentrarnos en lo que hacemos, el depender excesivamente de
las redes sociales y el contenido que nos proveen… Se trata de una carencia de
interioridad, de vida interior. 2. La mediocridad
en el cultivo de nuestra vida espiritual. El contentarnos con cumplir con
lo mínimo en nuestra vida religiosa, el no buscar crecer en la oración, en el
diálogo personal con Jesús. 3. El pecado.
Sobre todo cuando vamos dejando que se instale en nuestra vida, cuando nos
vamos acostumbrando a tal punto que renunciamos a luchar por nuestro
crecimiento personal y a anhelar la santidad.
Todo esto, de a poco,
nos va haciendo ciegos a la presencia y acción de Jesús en nuestras vidas,
porque “cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay
espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de
Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo
por hacer el bien.”[4]
Al enterarse de que pasaba Jesús se puso a gritar
Sí, cuando dejamos que
nuestro corazón se haga ciego al paso de Jesús por nuestras vidas nos volvemos
“hombres sin luz, sin esperanza”[5].
Sin embargo, así como Bartimeo, también nosotros
podemos clamar a Jesús en nuestra oración: «¡Jesús,
Hijo de David, ten piedad de mí!». E insistir en este pedido, en este
clamor, aun cuando las circunstancias que nos rodean – o nuestro propio
desánimo- quieran acallarnos (cf. Mc
10,47-48). Si no vemos a Jesús, llamémosle insistentemente en la oración.
El Papa Francisco insistentemente nos invita a
renovar nuestro encuentro personal con Jesucristo, nos invita “a tomar la
decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. (…)
Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso
hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos.”[6]
Decidámonos por vencer la dispersión y la
mediocridad en nuestra vida espiritual para experimentar la alegría de encontrar
a Jesús y de dejarnos encontrar por Él. Para experimentar la alegría de verlo
con los ojos del corazón. Si lo buscamos insistentemente en la oración, en la lectura del Evangelio, en la reconciliación
y en la Eucaristía, Él nos dirigirá
su palabra: «¿Qué quieres que haga por
ti?», y llenos de confianza le podremos responder: «Maestro, que yo pueda ver» (Mc
10, 51); “Maestro, que yo te pueda ver a ti en mi vida y en la vida de mis
hermanos, para seguirte por tu camino, para caminar y vivir contigo”.
Recordando que “quien cree ve”[7], nos dirigimos a María, madre de la Iglesia y madre de la fe, y le pedimos: “¡Madre, ayuda nuestra fe! (…) Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.”[8] Enséñanos a vivir en la luz divina de la fe para caminar tras los pasos de Jesús en la confianza divina. Amén.
[1] R.
SCHNACKENBURG, El Evangelio según san
Marcos 2/2 (Editorial Herder, Barcelona 31980), 121s.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la
Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011),
12.
[3]
PAPA FRANCISCO, Les doy una buena noticia
2015. Evangelio del día. Ciclo B (Paulinas, Asunción 2014), 393.
[4]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[5]
Cf. PAPA FRANICISCO, Les doy una buena
noticia…, 393.
[6]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[7]
PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 1.
[8]
PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 60.