La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 1 de octubre de 2015

Dios modeló al hombre con arcilla

Dios modeló al hombre con arcilla

Domingo 27° del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Queridos hermanos y hermanas:

            Quisiera invitarlos a reflexionar en torno a la Liturgia de la Palabra del día de hoy tomando como punto de partida lo que escuchamos en la primera lectura, tomada del Libro del Génesis (Gn 2, 4b. 7a. 18-24).

El Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo

            «Cuando el Señor Dios hizo el cielo y la tierra, modeló al hombre con arcilla del suelo» (Gn 2, 4b. 7a). Les invito a que profundicemos en el simbolismo de estas palabras, y en la verdad teológica que ellas contienen. Dios “modela” al hombre con arcilla; es decir, con sus propias manos va dando forma a su creación predilecta: el hombre; varón y mujer.

            Dios modela al hombre. Esta imagen trae a mi memoria otra palabra de la Sagrada Escritura: «El Señor modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones» (cf. Salmo 32,15). Sí, Él modeló cada corazón, cada alma, cada persona.

           
     Y si seguimos profundizando en esta imagen nos damos cuenta de que quien modela la arcilla trabaja con sus propias manos esta arcilla; toca la arcilla, la siente entre sus dedos y le va dan forma. Con paciencia, perseverancia y atención va moldeando la arcilla para dar forma a lo que lleva en su corazón. Dar forma significa dar figura, dar un determinado ser y con ello un hacer concorde al ser, un destino, una finalidad, un sentido.

            En este relato de la Sagrada Escritura hay una invitación a mirar contemplativamente al ser humano, al varón y a la mujer; y descubrir en ellos –en  nosotros, en cada uno- la huella de Dios. Aquel que modela la arcilla deja en ella la impresión de sus dedos, su huella digital. ¿Cuáles son las huellas que Dios ha dejado en mi arcilla, en mi cuerpo de arena y mi alma de agua?

            Dios deja sus huellas en nuestros anhelos más auténticos, sobre todo en el anhelo del amor verdadero. “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano.”[1]

            Si Dios ha dejado su huella en nuestros corazones y nos invita a descubrir esa imagen de sí que ha dejado en nosotros, entonces en el acto creador de Dios subyace también un proyecto de vida suyo para nosotros. Hay un proyecto de Dios, un plan, un anhelo, una bendición.

No conviene que el hombre esté solo

            A medida que avanza el relato del Génesis encontramos estas palabras en boca de Dios: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2,18). Dios nos ha creado para la comunión y no para el aislamiento solitario. Él nos ha creado para la amistad, para la fraternidad, para el amor.

            Si bien estamos convocados a una “comunión universal”[2] con los animales domésticos, las aves del cielo y todos los animales del campo (cf. Gn 2, 20); el varón descubre una comunión especial con la mujer, a la que reconoce como hueso de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23a). Esta expresión bíblica señala el origen común del varón y de la mujer en el plan de Dios. «Carne de mi carne». Nos debemos mutuamente respeto, amor y dignidad. Ambos, varón y mujer, somos carne frágil pero preciosa y valiosa a los ojos de Dios.

            Y si tenemos un origen común, la plenitud la hallaremos en la comunión: «Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne» (Gn 2,24); una sola realidad en la plenitud del amor. De ahí la invitación que nos hace el salmo: «¡Feliz el que teme al Señor y sigue sus caminos!» (Salmo 127,1); ¡feliz el que respeta a Dios creador y sigue su plan, su proyecto de amor!

            En el matrimonio, en la vida personal, en cada vocación, Dios, “que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación”,[3] pone su proyecto de amor en nuestras manos. Él confía en nosotros, nos sostiene y acompaña, y espera que cada uno de nosotros haga propio su proyecto de amor y plenitud.

¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?

            Por eso, ante la pregunta de los fariseos por el matrimonio y el divorcio (cf. Mc 10,2), Jesús vuelve al origen, vuelve a poner en el horizonte el proyecto de Dios (cf. Mc 10,6-9); vuelve a recordarnos que la vida matrimonial es un proyecto de Dios.

            Y con ello Jesús plantea a cada matrimonio una pregunta muy actual: “¿Es nuestro matrimonio un proyecto de Dios que hicimos nuestro? ¿Vivimos nuestro matrimonio como proyecto compartido con Dios o sólo como proyecto propio hecho a nuestra medida? Ante estos cuestionamientos, tomamos conciencia de que vivir el matrimonio como proyecto compartido con Dios requiere de preparación previa, sinceridad, auto-conocimiento y conocimiento del otro, oración, humildad, fe y madurez humana y cristiana. No siempre toda unión es proyecto compartido con Dios.

El Reino de Dios pertenece a los que son como niños

           
           No es casualidad que en esta perícopa del Evangelio (Mc 10, 2-16) vuelvan a aparecer los niños y las subsecuentes palabras de Jesús: «Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos» (Mc 10,14).

            El Reino de Dios, el reinado de Dios en nuestras vidas –su proyecto-, solo puede hacerse patente y operante en nuestra realidad si con un corazón de niños nos abrimos a Dios Padre y su plan de amor para con cada uno de nosotros. Si miramos nuestra propia vida –personal, matrimonial y familiar- como un proyecto que Dios nos confía y en el cual nos pide nuestra generosa cooperación.

            Así, hacerse como niños implica la ternura de sabernos y experimentarnos cobijados y abrazados por la misericordia de Dios, pero también implica la generosidad de responder con responsabilidad a su proyecto de amor. Dejarnos guiar por Él y no cansarnos de empezar siempre de nuevo, sabiendo que Él nos sostiene, acompaña y anima.

            Con María, Madre de la ternura y la generosidad, volvemos a pedirle a Dios que Él modele nuestros corazones, que Él nos ayude a reconocer sus huellas en nuestras vidas y así, siguiendo a Jesús, cooperemos con el proyecto de su corazón. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate sobre el Desarrollo Humano integral en la caridad y en la verdad, 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Laudato Si´ sobre el cuidado de la Casa Común, 76.
[3] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Laudato Si´…, 80.

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