La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 24 de octubre de 2015

Comenzó a ver y lo siguió por el camino

Comenzó a ver y lo siguió por el camino

Domingo 30° del tiempo ordinario – Ciclo B

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Mc 10, 46-52) nos presenta el encuentro entre Jesús y Bartimeo, el mendigo ciego. Es importante notar que el texto evangélico nos presenta a Jesús en camino, en movimiento: «Cuando Jesús salía de Jericó…» (Mc 10,46a).

            Jericó es “la ciudad en que los peregrinos que llegaban por el camino del Este (cf. Mc 10,1) cruzaban el Jordán y entraban en la antigua vía hacia Jerusalén (cf. Lc 10,30).”[1] Jesús hace este camino hacia Jerusalén como una peregrinación, como una “subida” a Jerusalén, y “la última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, (…) es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf. Jn 13,1).”[2]

Sentado junto al camino

            Por el texto que hemos escuchado, sabemos que muchos acompañaban a Jesús en esta peregrinación, en este caminar. Sin embargo, el evangelio nos señala a una persona en particular: «el hijo de Timeo –Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino» (Mc 10,46b).

            La ceguera había convertido a Bartimeo en un mendigo al borde del camino, había hecho de él un hombre “incapaz de seguir el camino de la vida, de valerse por sí mismo”.[3] Por eso el relato del evangelio nos dice que «estaba sentado junto al camino»; es decir, él no participaba de esta peregrinación, de este caminar, ya que no veía a Jesús, no veía a los demás, no veía el camino.

           
Muchas veces también nosotros padecemos una “ceguera espiritual” que no nos permite ver el paso de Jesús por nuestras vidas; una “ceguera espiritual” que no nos permite unirnos a su caminar y al de nuestros hermanos. Tendemos entonces a quedarnos a un lado del camino de la vida entregándonos al desánimo, la tristeza y el aislamiento.

            Si bien es cierto que cada domingo de alguna manera logramos “ver” a Jesús en la Eucaristía, muchas veces durante la semana volvemos a hacernos ciegos a su presencia y no sabemos descubrirlo en lo cotidiano: en la familia, en el trabajo, en el estudio y en la realidad de nuestra sociedad.

            Por eso vale la pena que nos preguntemos ¿qué nos hace ciegos a la presencia de Jesús en nuestro día a día?

            A veces, padecemos de esta ceguera espiritual porque nadie nos ha enseñado a descubrir la presencia de Jesús en nuestras vidas, nadie nos ha enseñado a buscarlo en el Evangelio y en la oración personal; nadie nos ha enseñado a mirar nuestras vidas desde la perspectiva de la fe práctica en la Divina providencia, en la cual cada situación es un saludo de Dios, una voz de Dios que me interpela y espera mi respuesta.

            Sin embargo, muchas veces nuestro corazón se vuelve ciego a Jesús por nuestro propio descuido, por nuestra propia negligencia. Hay tres situaciones que nos van haciendo ciegos ante Jesús: 1. Las distracciones, la dispersión. El estar constantemente distraídos, constantemente dispersos. El no ser capaces de concentrarnos en lo que hacemos, el depender excesivamente de las redes sociales y el contenido que nos proveen… Se trata de una carencia de interioridad, de vida interior. 2. La mediocridad en el cultivo de nuestra vida espiritual. El contentarnos con cumplir con lo mínimo en nuestra vida religiosa, el no buscar crecer en la oración, en el diálogo personal con Jesús. 3. El pecado. Sobre todo cuando vamos dejando que se instale en nuestra vida, cuando nos vamos acostumbrando a tal punto que renunciamos a luchar por nuestro crecimiento personal y a anhelar la santidad.

            Todo esto, de a poco, nos va haciendo ciegos a la presencia y acción de Jesús en nuestras vidas, porque “cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien.”[4]

Al enterarse de que pasaba Jesús se puso a gritar

            Sí, cuando dejamos que nuestro corazón se haga ciego al paso de Jesús por nuestras vidas nos volvemos “hombres sin luz, sin esperanza”[5].

Sin embargo, así como Bartimeo, también nosotros podemos clamar a Jesús en nuestra oración: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». E insistir en este pedido, en este clamor, aun cuando las circunstancias que nos rodean – o nuestro propio desánimo- quieran acallarnos (cf. Mc 10,47-48). Si no vemos a Jesús, llamémosle insistentemente en la oración.

El Papa Francisco insistentemente nos invita a renovar nuestro encuentro personal con Jesucristo, nos invita “a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. (…) Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos.”[6]

Decidámonos por vencer la dispersión y la mediocridad en nuestra vida espiritual para experimentar la alegría de encontrar a Jesús y de dejarnos encontrar por Él. Para experimentar la alegría de verlo con los ojos del corazón. Si lo buscamos insistentemente en la oración, en la lectura del Evangelio, en la reconciliación y en la Eucaristía, Él nos dirigirá su palabra: «¿Qué quieres que haga por ti?», y llenos de confianza le podremos responder: «Maestro, que yo pueda ver» (Mc 10, 51); “Maestro, que yo te pueda ver a ti en mi vida y en la vida de mis hermanos, para seguirte por tu camino, para caminar y vivir contigo”.

              Recordando que “quien cree ve”[7], nos dirigimos a María, madre de la Iglesia y madre de la fe, y le pedimos: “¡Madre, ayuda nuestra fe! (…) Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.”[8] Enséñanos a vivir en la luz divina de la fe para caminar tras los pasos de Jesús en la confianza divina. Amén.


[1] R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Marcos 2/2 (Editorial Herder, Barcelona 31980), 121s.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, Madrid 2011), 12.
[3] PAPA FRANCISCO, Les doy una buena noticia 2015. Evangelio del día. Ciclo B (Paulinas, Asunción 2014), 393.
[4] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[5] Cf. PAPA FRANICISCO, Les doy una buena noticia…, 393.
[6] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[7] PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 1.
[8] PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 60.

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