La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 8 de septiembre de 2016

¿Escuchar o murmurar?

Domingo 24° durante el año – Ciclo C

¿Escuchar o murmurar?

Queridos hermanos y hermanas:

            Al leer esta perícopa del Evangelio (Lc 15, 1-10) llama la atención la actitud que ante Jesús toman publicanos y pecadores por un lado, y fariseos y escribas por otro lado.

            Mientras «todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo», «los fariseos y escribas murmuraban» (Lc 15, 1. 2). Unos escuchan; es decir, se abren interiormente a las palabras y gestos de Jesús; en cambio, otros se cierran ante el mensaje y la presencia de Cristo con sus murmuraciones.

            Abrirse o cerrarse a la misericordia de Dios en Cristo Jesús. Allí pareciera radicar la verdadera diferencia entre los publicanos y pecadores, y los fariseos y escribas.

¿Quiénes eran los publicanos?

            A lo largo de las páginas del Evangelio vemos que muchas personas se acercan a Jesús. Multitudes lo seguían buscando saciar su hambre o trayendo a sus enfermos y posesos para que Él los sanara. Entre los muchos que buscan a Jesús se encuentran los publicanos y pecadores. Pero, ¿quiénes eran estos publicanos? ¿Y  quiénes eran considerados pecadores públicos en la época de Jesús?

           
              “Los publicanos se cuentan entre la gente más despreciable.”[1] Se los enumeraba junto con ladrones, bandidos, gentiles y prostitutas; y figuraban entre los más despreciados por ser los cobradores del impuesto para Roma.

            Así mismo, “son designados como pecadores todos aquellos cuya vida inmoral es notoria y los que ejercen una profesión nada honorable o que induce a faltar a la honradez (…). También pasa por pecador el que no conoce la interpretación farisea de la ley, pues si no conoce la interpretación de la ley, tampoco la observa.”[2]

            Por otro lado, los fariseos son un grupo religioso al interior del judaísmo del siglo I. “La secta judía de los fariseos comprendía en tiempos de Jesús alrededor de seis mil miembros (…). Contaba entre sus miembros a la totalidad de los escribas y de los doctores de la ley (…). Organizando a sus miembros en cofradías religiosas trataba de mantenerlos en la fidelidad a la ley y en el fervor.”[3]

¿Escuchar o murmurar?

            Como decía al inicio, llama la atención que sean los publicanos y los pecadores públicos los que se acerquen a Jesús con un corazón abierto a su mensaje.

            Tal vez, conscientes de su situación de vida, con humildad se acercan a Jesús buscando la misericordia que otros le niegan. Sin embargo, también es cierto que el mismo Jesús se muestra accesible, disponible y cercano a estas personas. Precisamente es lo que le reprochan los fariseos: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» (Lc 15,2b).

            Ante este reproche Jesús responde con las parábolas que hemos escuchado: la oveja perdida (Lc 15, 1-8) y la dracma perdida (Lc 15, 8-10).

            «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?» (Lc 15,4).

            Con esta parábola Jesús señala que aquellas personas consideradas pecadoras y marginadas de la vida religiosa son como ovejas que se han perdido. Pero sobre todo, señala que son ovejas que le pertenecen al pastor. El hecho de estar perdidas o marginadas no anula su pertenencia a Dios.



            Dios sale a buscar a los que se han perdido o han sido marginados porque ellos le siguen perteneciendo, siguen estando presentes en su corazón. ¡Qué consuelo! Aunque pequemos, aunque nos sintamos perdidos, le seguimos perteneciendo a Dios. Nada puede separarnos de su amor en Cristo Jesús (cf. Rom 8, 38-39).

            Y al mismo tiempo, ¡qué desafío! Comprender y testimoniar que no hay pecado o situación que disminuya el amor de Dios por los hombres. Esto es lo que los fariseos no logran comprender. Para ellos el pecado excluye irremediablemente del amor de Dios; para Jesús, Dios sale a buscar al pecador porque lo ama y quiere sanarlo. No se niega la realidad del pecado; pero se afirma la incondicionalidad y la fuerza del amor misericordioso de Dios.

            «Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría» (Lc 15,5).

            El pastor –imagen de Dios- “pone sobre sus hombros la oveja hallada. (…) Cuando la oveja se extravía del rebaño, va corriendo sin meta de una parte a otra, se hecha al suelo sin fuerzas y es preciso cargar con ella. El pastor la trata con más delicadeza que a las otras. Sin embargo, la búsqueda por un terreno montañoso y pedregoso le impone esfuerzos y fatigas. Pero todo lo olvida cuando recobra la oveja perdida.”[4]

            Sí, el pecado, el egoísmo, la indiferencia y la tristeza son los terrenos áridos, pedregosos y montañosos donde muchas veces nos perdemos. Vamos allí guiados por nuestro egocentrismo, por nuestro afán de autocomplacencia, y así perdemos el rumbo y el sentido de la vida. Pero en Cristo Jesús, Dios no se cansa de salir a buscarnos hasta encontrarnos y “nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez”.[5]

            Y cuando nos encuentra no nos reprocha o reclama el habernos alejado de Él. Sino que nos demuestra su gran amor con la alegría del reencuentro: «y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).

            Buscar constantemente; cargar sobre sí y alegrarse por el reencuentro. Estas son las actitudes de Dios para con el pecador que se ha perdido. Estas son las actitudes de Jesús para con nosotros cuando nos perdemos en la vida.

            ¡Cuánto consuelo habrán recibido los publicanos y pecadores al escuchar las palabras de Jesús! ¡A cuánta misericordia se han cerrado escribas y fariseos al murmurar contra Jesús! ¿Cuál es nuestra actitud de vida? ¿Escuchamos con un corazón abierto la palabra misericordiosa de Jesús o murmuramos en nuestro interior porque es misericordioso con los demás?

Dejarnos encontrar

            Se trata de dejarnos encontrar por Jesús y su misericordia; dejarnos perdonar. En realidad –hoy como ayer- tanto publicanos como fariseos necesitamos ser encontrados, necesitamos aprender a ser hijos del Padre bueno que recibe en su casa tanto a su hijo menor como a su hijo mayor (cf. Lc 15, 11-32).

            En ese sentido, tanto publicanos como fariseos deben convertirse a Dios en Cristo Jesús. Precisamente esa es la experiencia de san Pablo quien pertenecía al grupo de los fariseos (cf. Flp 3,5), pero luego de encontrarse con Cristo y su misericordia, se convirtió al Dios que ama tanto a los israelitas como a los gentiles. El mismo Apóstol dice: «Fui tratado con misericordia» y «si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mí toda su paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la Vida eterna» (1Tim 1, 13. 16).

           
            Dejémonos encontrar por el Señor. Este Año Santo de la Misericordia “es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!”.[6]

            A María, Refugium peccatorum, que presurosa buscó al niño Jesús y lo encontró en el templo (cf. Lc 2, 44-46), le pedimos que desde el santuario salga a buscarnos siempre de nuevo cuando nos perdemos. Así experimentaremos en nuestras vidas la alegría del Evangelio, la alegría de ser encontrados, la alegría de ser acogidos por la misericordia de Cristo Jesús. Amén.


[1] A. STÖGER, El Nuevo Testamento y su mensaje. El Evangelio según san Lucas. Tomo II (Editorial Herder, Barcelona 1993), 58.
[2] Ibídem
[3] X. LÉON DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica (Editorial Herder, Barcelona 1993), 326.
[4] A. STÖGER, El Nuevo Testamento y su mensaje…, 60.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[6] Ibídem

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