Domingo 4° de Cuaresma –
Ciclo A
Quien cree ve
Queridos hermanos y
hermanas:
En este Domingo 4°
de Cuaresma el Evangelio nos
presenta el relato de la “curación de un ciego de nacimiento”. La Liturgia de la Palabra propone la posibilidad
de proclamar la forma extensa del texto (Jn
9, 1-41) o la forma breve (Jn 9,1.
6-9. 13-17. 34-38). Hemos escuchado la proclamación de la forma breve del texto
evangélico. Sin embargo, esto no disminuye la riqueza del mismo, sino que nos
permite concentrar nuestra atención en sus puntos esenciales.
«Jesús vio a un hombre
ciego de nacimiento»
El
relato inicia diciendo que «Jesús vio a
un hombre ciego de nacimiento» (Jn
9,1). Algunas traducciones incluso dicen: «Vio,
al pasar, a un hombre ciego de nacimiento». Esto significa que Jesús,
dirigiéndose hacia algún lugar, en su camino, ve a este hombre ciego.
No
sabemos de dónde venía Jesús ni hacia dónde iba. En todo caso, sabemos que vio
a este hombre ciego de nacimiento. Puede parecer un detalle, pero me parece
importante señalarlo. El hombre ciego es incapaz de ver a Jesús; es incapaz de
ver a cualquier persona, es incapaz de ver lo que sucede a su alrededor.
Sin
embargo, Jesús lo ve; Jesús lo mira. Esto puede recordarnos a otro pasaje del Evangelio donde se nos describe la
mirada de Jesús. En el pasaje del hombre rico que pregunta por la vida eterna (Mc 10, 17-22), se nos dice que al
invitarlo a su seguimiento «Jesús lo miró
con amor» (Mc 10,21).
El hombre ciego desde su nacimiento. Centro Hospitalario de San Benito Menni. Roma, Italia, 2012. |
Sí,
a pesar de su ceguera, «Jesús lo miró con
amor». A pesar de nuestra propia ceguera ante su presencia, Jesús nos mira
con amor. ¡Qué gran consuelo nos da este versículo del Evangelio! Aunque muchas veces no vemos a Jesús, aunque muchas
veces somos incapaces de percibir su presencia en nuestra vida, Él nos ve y nos
mira con amor.
Esa
mirada de amor lleva a Jesús a acercarse a este hombre ciego, a entrar en
contacto con él, con su vida y con su realidad. Jesús toma la iniciativa y se
acerca al hombre ciego para sanarlo: «escupió
en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego,
diciéndole: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”, que significa “Enviado”. El
ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía» (Jn 9, 6-7).
El
relato del signo que realiza Jesús en este hombre ciego de nacimiento es
relativamente claro y sencillo. Jesús lo ve, se acerca, realiza un gesto y lo
envía a la “piscina de Siloé” para lavarse, y así, el hombre ciego recibe el
don de la visión. Lo importante y complejo será el reconocer e interpretar
correctamente este signo, esta sanación realizada por Jesús.
La ceguera de los fariseos
Y precisamente esa es la dificultad con la cual tropiezan
los fariseos. ¿Cómo interpretar este signo realizado por Jesús? ¿Cómo
interpretar este signo tan patente, y qué implicancias tiene el mismo?
El texto del evangelio pone ante nuestros ojos la
complejidad de la situación: «El que
había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo
barro y le abrió los ojos» (Jn 9,
13-14). Ante la confusión de sus propios vecinos, éstos recurren a los
representantes oficiales de la religión, y se nos señala, que la curación había
sido realizada en sábado, día de descanso religioso. Así se nos advierte del
conflicto que suscitará este hecho.
En efecto, «algunos
fariseos decían: “Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado”.
Otros replicaban: “¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?”. Y se
produjo una división entre ellos» (Jn
9,16).
Vemos cómo se da una división entre los mismos fariseos
confrontados con el signo que realizó Jesús. Algunos optan por descartar
completamente el signo: “no puede ser de Dios, ha quebrantado el sábado”; otros
se animan a dudar: “alguien que no venga de Dios, ¿puede realizar semejante
signo?”. Se cumplen así las palabras que Simeón dirigió a María cuando ésta
presentó al niño Jesús en el templo: «Este
niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de
contradicción» (Lc 2,34).
Pero finalmente los fariseos eligen no ver ni reconocer
el signo realizado por Jesús. Ante el testimonio que brinda el hombre que era ciego
de nacimiento: «Es un profeta» (Jn 9,17); los fariseos responden con
dureza: «”Tú naciste lleno de pecado, y
¿quieres darnos lecciones?”. Y lo echaron» (Jn 9,34).
Así se nos muestra el drama de la ceguera de los fariseos,
se trata de una ceguera voluntaria. A pesar de haber visto el signo realizado
por Jesús, a pesar de contar con el testimonio de un hombre ciego de nacimiento
que ha sido curado, no logran ver. No pueden ver, o, en realidad, no quieren
ver, y así permanecen en su ceguera.
Los signos y la fe
El
signo realizado por Jesús y el drama de la ceguera voluntaria de los fariseos nos
muestran la dinámica interna de la fe y el desafío que ella supone para cada
uno de nosotros.
Los
signos requieren de una interpretación y con ello de una definición de parte
nuestra. Creemos en esos signos, en esos indicios de la presencia de Jesús, o no
creemos en ellos. Esa es la opción que debemos tomar ante Jesús y ante los
signos de su presencia en nuestra vida y la vida de los demás.
La
fe no se trata de una “certeza” científica o empírica, una certeza en la cual
no hay ninguna duda y en la que todo está demostrado. Más bien, la certeza que
proporciona la fe es de otra índole: se trata de una certeza moral, la certeza
del corazón.
En
ese sentido podríamos definir la fe como la interpretación extraordinaria de hechos
ordinarios. Y precisamente allí radica la grandeza de la fe. En la capacidad
que confiere al hombre de avanzar desde signos ordinarios a una realidad
extraordinaria; desde signos cotidianos y tangibles a la realidad eterna y
espiritual de Dios.
Y
esta interpretación que hacemos de la hechos cotidianos, la hacemos confiando
en Aquél que ilumina nuestra vida, Aquél que mientras está en el mundo es Luz
del mundo (cf. Jn 9,5). Se trata de
un riesgo que tomamos confiando en Aquél que hemos aceptado como Luz para nuestra
vida. De eso se trata la fe: de ver creyendo, de ver confiando. El que no
confía no puede ver, no puede creer.
Comprendemos
ahora esa bienaventuranza contenida en el Evangelio
según san Juan: «¡Felices los que
creen sin haber visto!» (Jn
20,29); porque en realidad, cuando comienzan a creer, comienzan a ver, pues, “quien
cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a
nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”.[1]
En
este tiempo de Cuaresma queremos
volver a renovar nuestra fe en Cristo Jesús, queremos volver a creer en Él y su
Evangelio. Por eso les propongo que
mirando con atención nuestra vida y la vida de nuestros hermanos nos preguntemos:
“¿Cuáles son los signos de la presencia y acción de Jesús en mi vida?”; “¿Cuáles
son los signos de la presencia y acción de Jesús en la vida de los que me
rodean?”; “¿Me animo a creer en esos signos; me animo a creer que Jesús se
manifiesta para mí en ellos?”.
Entonces
podremos hacer la experiencia del hombre ciego de nacimiento que recibió de
Jesús el don de la visión: «Jesús se
enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: “¿Crees en el
Hijo del hombre?”. Él respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él?”.
Jesús le dijo: “Tú lo has visto: es el que te está hablando”. Entonces él
exclamó: “Creo, Señor”, y se postró ante Él» (Jn 9, 35-39).
A
María, Madre de nuestra fe, le
suplicamos:
“¡Madre,
ayuda nuestra fe!
Enséñanos
a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino.
Y
que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día
sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.”[2]
Amén.