Domingo 2° de Cuaresma –
Ciclo A
«Éste
es mi Hijo muy querido: escúchenlo»
Queridos hermanos y
hermanas:
En este Domingo 2°
de Cuaresma el evangelio (Mt 17, 1-9) nos dice que: «Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su
hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en
presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se
volvieron blancas como la luz» (Mt
17, 1-2). Se trata del episodio conocido como “la Transfiguración”. ¿Cuál es el
sentido profundo de este relato? ¿Cuál es el mensaje de este texto evangélico
para nuestro camino cuaresmal?
La Transfiguración
La Transfiguración. Rafael Sanzio, 1517-1520. Wikimedia Commons. |
También
es importante señalar que “en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la
revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y
quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios,
debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la
perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre.”[2]
Pero
todavía hay algo más. Los Apóstoles no solo contemplan el rostro transfigurado
de Jesús, sino que además escuchan una voz, la voz del Padre que desde la nube luminosa
dice: «Escúchenlo». “La voluntad de
Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la
voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con
la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas.”[3]
Así
el acontecimiento de la Transfiguración se nos presenta como un acontecimiento
de revelación. En primer lugar se trata de una revelación de la persona de
Jesús: ante los ojos del discípulo, el rostro de Jesús resplandece como el sol
y sus vestiduras se vuelven luminosas. Y en su misma revelación, Jesús revela
el rostro santo y misericordioso del Padre. La revelación implica también la
escucha: «Éste es mi hijo muy querido, en
quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» (Mt 17,5).
«Escúchenlo»
La
Cuaresma es un tiempo privilegiado para nutrirnos de la
Palabra de Dios. En efecto, el Domingo
1° de Cuaresma escuchábamos en el evangelio (Mt 4, 1-11) que «El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de
la boca de Dios» (Mt 4,4); y hoy,
escuchamos lo que el Padre dice en lo alto del monte: «Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección:
escúchenlo» (Mt 17,5).
Pero, ¿qué significa escuchar a Jesús? ¿Por qué es
importante escucharlo? ¿Cómo aprendemos a escucharlo, y así, a entrar en
diálogo con Él?
Ya al inicio del Año
de la Misericordia nos decía el Papa Francisco que “para ser capaces de
misericordia, (…), debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la
Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la
Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia
de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[4]
Escuchar a Jesús significa tomar conciencia de que la
Palabra de Dios es una palabra que se nos dirige personalmente a cada uno de
nosotros. En la Sagrada Escritura, y
en especial durante la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios en la
Eucaristía, Dios habla a su pueblo, a toda la Iglesia,
pero también a cada uno de sus hijos e hijas: “es el diálogo de Dios con su
pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas
siempre de nuevo las exigencias de la Alianza.”[5]
Se nos dirige una palabra, se nos dirige la Palabra. Y
esa palabra quiere tocar nuestro corazón, el núcleo de nuestra personalidad.
Por eso escuchar es hacer un espacio en nuestro interior para que esa Palabra
entre, se arraigue y obre en nosotros y con nosotros.
Por eso el silencio interior va asociado a la escucha
atenta de la Palabra. Para escuchar de verdad no basta con dejar de hablar. Se
trata de serenar nuestro mundo interior: nuestros pensamientos y sentimientos;
nuestra imaginación y nuestra memoria; nuestras preocupaciones y urgencias.
Sólo entonces, cuando hacemos la experiencia del silencio interior, estamos en
condiciones de escuchar de verdad, estamos en condiciones de dejar que la
Palabra de Dios entre en nuestro interior, se arraigue y obre en nosotros.
Parte
de la experiencia auténtica del escuchar es la obediencia a esa Palabra que se
nos ha dirigido. Es interesante ver cómo en el Génesis, luego de que el
Señor le dirige su palabra a Abrám, se nos dice con sencillez y contundencia: «Abrám partió, como el Señor se lo había
ordenado» (Gn 12,4a). Así la
escucha atenta y orante de la Palabra de Dios nos lleva a acogerla en nuestro
interior para asumirla, ponerla en práctica y vivirla en nuestra vida
cotidiana.
La fe como escucha
Comprendemos entonces la importancia del escuchar para
nuestra vida cristiana, para nuestra vida como discípulos de Jesús. La
auténtica escucha es una dimensión irrenunciable de la vida de fe; es más, la
escucha es el inicio de la fe, así lo dice san Pablo en la Carta a los Romanos: «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10,17). Lo característico del
discípulo es escuchar a su Maestro. No podemos llamarnos discípulos si no escuchamos
a nuestro Maestro, si no dejamos que sus palabras nos configuren y sostengan
interiormente.
Así la escucha propia del discípulo lo va capacitando
para entrar en un conocimiento personal de su Maestro porque “el conocimiento
asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en
libertad y la sigue en obediencia.”[6]
Por ello “la escucha de la fe tiene las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una
escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10, 3-5); una escucha que requiere seguimiento, como en
el caso de los primeros discípulos, que «oyeron
sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn
1,37).”[7]
En este tiempo de Cuaresma
queremos aprender a escuchar a Jesús. Queremos subir con Él al monte elevado de
la oración, el silencio y la escucha. Por eso, les propongo que en esta segunda
semana de Cuaresma, tomemos la
decisión de leer con atención y en oración el Evangelio cada día. Subamos con
Jesús al monte de la lectura orante del
Evangelio. Encaminémonos hacia ese monte buscando momentos de silencio
interior y de intimidad con Jesús. Y allí, en la intimidad con Él, saboreemos
la Palabra de Dios, ese palabra que Dios nos dirige personalmente, esa palabra
que espera una respuesta de nuestra parte.
A María, Mujer del
silencio y la escucha, le pedimos que nos enseñe a ser como Ella que
“recibía hambrienta y fervorosa cuanto brotaba del corazón y de los labios de
Jesús”[8];
y así, lleguemos a ser verdaderos discípulos de Jesús en el caminar del día a
día. Amén.
[1]
BENEDICTO XVI, Homilía del 20 de marzo de
2011 [en
línea]. [fecha de consulta: 10 de marzo de 2017]. Disponible en: < http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110320_san-corbiniano.html>
[2]
Ibídem
[3]
Ibídem
[4]
PAPA FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus
13.
[5]
JUAN PABLO II, Carta Apostólica Dies
Domini 41.
[6]
PAPA FRANCISCO, Carta Encíclica Lumen
Fidei 29.
[7]
PAPA FRANCISCO, Ídem 30.
[8]
Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre
202.
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