Domingo 3° de Cuaresma –
Ciclo A
«Dame de beber»
Queridos hermanos y
hermanas:
En el texto evangélico (Jn 4, 5-42) del Domingo 3° de
Cuaresma escuchamos que Jesús, junto al pozo de Jacob, se dirige a una
mujer samaritana con un pedido: «Dame de
beber». Este pedido del Señor inicia un diálogo, un encuentro; y es la
oportunidad para entrar en una comprensión más profunda de la realidad: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el
que te dice: “Dame de beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría
dado agua viva”.»
El diálogo con la samaritana
¿Por qué Jesús pide agua a una mujer samaritana? ¿De qué
se trata el “agua viva” de la que Él habla? ¿Cómo puede proporcionarla? Para
responder a estas interrogantes debemos analizar en profundidad el texto
evangélico que acaba de ser proclamado y dejarnos tocar por su mensaje.
Según el texto, «Jesús,
fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”.»
Se trata de una situación sencilla y cotidiana. Podemos imaginar la escena con
facilidad. Jesús es un predicador itinerante, el constante caminar y encontrarse
con los demás lo deja cansado y con sed. Necesita una pausa para reponer
fuerzas.
Sin embargo la sencillez de la escena esconde una
compleja realidad que debemos desentrañar para comprender todo su alcance. Ante
el sencillo pedido de Jesús: «Dame de
beber»; la mujer de Samaría responde asombrada: «”¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?”.»
Jesús con la Samaritana en el pozo. Capilla de la "Casa de encuentros cristianos". Copiago, Italia, 2006. |
Ante
el asombro de la mujer samaritana Jesús responde diciendo: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de
beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”.»
En
realidad, no se trata del agua para beber, el pedido es solo una oportunidad
para algo más. Se trata más bien del «don
de Dios» y de quién puede otorgar este don que se presenta como «agua viva».
En
el Evangelio de Juan el «don de Dios» es “la revelación y lo que
ella proporciona, que es la salvación final, la vida eterna.”[1]
Aquí es importante recordar que la revelación de Dios, su darse a conocer a los
hombres y otorgarles la posibilidad de entrar en una relación personal con Él,
es siempre un don. Es decir, no se trata de una realidad que podamos
conseguirla por nosotros mismos, por nuestra voluntad o nuestros esfuerzos, ya
que “por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar.”[2]
Sí,
el don de la amistad con Dios es un don sobreabundante que supera nuestros
méritos y nuestras expectativas. Y si es don, si es regalo, entonces debemos
pedirlo y recibirlo con humildad y confianza.
En
el fondo, cuando Jesús se acerca a la samarita pidiéndole: «Dame de beber»; nos está diciendo que somos nosotros los que
debemos acercarnos a Él con un corazón humilde y sencillo para decirle: «Dame de beber». Es Jesús “el que
dispone del don de Dios y que podría otorgárselo al hombre si éste se lo
pidiera.”[3]
El agua viva
El «don de Dios»
que Jesús puede ofrecer se presenta como «agua
viva». Sabemos que la Sagrada
Escritura se expresa con imágenes, pues éstas nos comunican con mayor
amplitud el misterio de Dios y su obrar en nuestra vida. Por lo tanto, debemos
tomar conciencia del valor propio y simbólico del agua para comprender de qué
se trata el «agua viva» que ofrece
Jesús.
“El agua, especialmente en Oriente y en general en los
países escasos de agua, sobre todo en el desierto, es el elemento vital por
antonomasia; sólo allí donde hay agua buena y clara es posible la vida para
plantas, animales y hombres. Por ello nada tiene de sorprendente que bajo la
imagen del agua se simbolice espontáneamente la vida, y que en la sed se
refleje la sed de vida del hombre, su deseo más intenso de vivir.”[4]
También nosotros experimentamos la necesidad cotidiana de
agua: ¡cuán refrescante y reparadora resulta el agua luego de un intenso día de
trabajo, de ejercicios o de camino! ¡Cuán refrescante es el agua que limpia
nuestros cuerpos luego de una intensa jornada! ¡Cuán reparadora para el alma y
el corazón es el agua que se comparte en una ronda de amigos! Sí, el agua sacia
nuestra sed, limpia nuestros cuerpos e incluso refresca el alma y el corazón.
Todas estas imágenes y experiencias están implicadas en
el pedido de Jesús: «Dame de beber».
Todos estos anhelos están inscritos en el corazón cuando nosotros nos dirigimos
a Jesús y le pedimos: «Dame de beber».
Sin embargo el evangelio precisa que el agua que Jesús
nos ofrece es «agua viva». El “«Agua
viva» es el agua fresca y corriente de manantial, distinta del agua contenida
en cisternas”[5]
o en estanques naturales o artificiales. Para comprender aún mejor esta imagen
conviene que citemos, al menos, dos textos de la Sagrada Escritura.
Por
un lado, el profeta Jeremías reprende
al pueblo de Israel cuando por medio suyo dice el Señor: «¡Espántense de esto, cielos, horrorícense y queden paralizados! –oráculo
del Señor-. Porque mi pueblo ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la
fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no
retienen el agua» (Jer 2, 12-13).
Y por otro lado, el profeta Isaías
anuncia con gozo y esperanza: «Ustedes
sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Is 12,3).
En
Jesús se nos ofrece la fuente de agua viva a la cual podemos acudir con
confianza, y de la cual podemos tomar con alegría el agua sanante y vivificante
de la salvación.
¿De qué tenemos sed?
Así esta «agua viva»
que brota de Jesús, fuente de salvación, es un agua que sacia definitivamente
nuestra sed de vida y se convierte en nuestro interior en manantial: «El que beba del agua que yo le daré, nunca
más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en
manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
Al escuchar estas palabras de Jesús comprendemos que el
agua que Él ofrece es mucho más que el elemento vital que conocemos por propia
experiencia. Se trata de la salvación, de la relación personal con Él que
inunda toda nuestra vida y así la limpia, la sana, la nutre y la hace plena. El
que entra en una relación personal con Jesús recibe esta «agua viva» que sacia todos sus anhelos y al mismo tiempo
transforma el corazón propio en fuente plenitud para otros. Se trata de la vida
eterna, como lo expresa el mismo Evangelio
de Juan en otro pasaje: «Ésta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado,
Jesucristo» (Jn 17,3).
Sin embargo, también nosotros como la samaritana
confundimos esta «agua viva» con
otras aguas, aguas de cisternas agrietadas. Muchas veces experimentamos esa sed
de vida plena, pero tratamos de saciarla no con el «agua viva» de Jesús, sino con aguas estancadas. Cuando pecamos, en
el fondo estamos tratando de saciar nuestra sed de vida y de amor con aguas de
estanque, aguas que nunca apagarán nuestra sed de amor y plenitud.
Por eso, este tiempo de Cuaresma es propicio para que reflexionemos sobre nuestra vida, sobre
nuestras necesidades y anhelos. Viendo nuestros esfuerzos cotidianos, viendo
nuestras luchas con sus éxitos y fracasos, mirando con sinceridad y humildad
nuestros pecados, preguntémonos: ¿de qué tengo sed? ¿Qué sed se esconde en mis
anhelos, en mis luchas y en mis fracasos? Entonces con un corazón sincero y
humilde podremos decirle a Jesús: «Señor,
dame de esa agua para que no tenga más sed» (cf. Jn 4,15); “Señor, dame de esa agua para saciar mi sed de ti y la
sed de mis hermanos”.
A María, que supo acoger en su seno a la fuente de agua
viva, Jesucristo el Señor, le pedimos que nos enseñe a buscar las corrientes de
agua que sacian nuestra sed del Dios vivo. Amén.
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