La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 18 de marzo de 2017

«Dame de beber»

Domingo 3° de Cuaresma – Ciclo A

«Dame de beber»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el texto evangélico (Jn 4, 5-42) del Domingo 3° de Cuaresma escuchamos que Jesús, junto al pozo de Jacob, se dirige a una mujer samaritana con un pedido: «Dame de beber». Este pedido del Señor inicia un diálogo, un encuentro; y es la oportunidad para entrar en una comprensión más profunda de la realidad: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”.»

El diálogo con la samaritana

            ¿Por qué Jesús pide agua a una mujer samaritana? ¿De qué se trata el “agua viva” de la que Él habla? ¿Cómo puede proporcionarla? Para responder a estas interrogantes debemos analizar en profundidad el texto evangélico que acaba de ser proclamado y dejarnos tocar por su mensaje.

            Según el texto, «Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”.» Se trata de una situación sencilla y cotidiana. Podemos imaginar la escena con facilidad. Jesús es un predicador itinerante, el constante caminar y encontrarse con los demás lo deja cansado y con sed. Necesita una pausa para reponer fuerzas.

            Sin embargo la sencillez de la escena esconde una compleja realidad que debemos desentrañar para comprender todo su alcance. Ante el sencillo pedido de Jesús: «Dame de beber»; la mujer de Samaría responde asombrada: «”¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.»

Jesús con la Samaritana en el pozo.
Capilla de la "Casa de encuentros cristianos". Copiago, Italia, 2006.
El mismo texto nos dice que «los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.» Por lo tanto, al dirigirse a ella, Jesús rompe una barrera social que estaba fuertemente cimentada. La sorpresa de la mujer obedece también al hecho de que un hombre se dirija, con un pedido, a una mujer. Pero, ¿qué se esconde detrás de este pedido? ¿Detrás de esta súplica: «Dame de beber»?

Ante el asombro de la mujer samaritana Jesús responde diciendo: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”.»

En realidad, no se trata del agua para beber, el pedido es solo una oportunidad para algo más. Se trata más bien del «don de Dios» y de quién puede otorgar este don que se presenta como «agua viva».

En el Evangelio de Juan el «don de Dios» es “la revelación y lo que ella proporciona, que es la salvación final, la vida eterna.”[1] Aquí es importante recordar que la revelación de Dios, su darse a conocer a los hombres y otorgarles la posibilidad de entrar en una relación personal con Él, es siempre un don. Es decir, no se trata de una realidad que podamos conseguirla por nosotros mismos, por nuestra voluntad o nuestros esfuerzos, ya que “por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar.”[2]

Sí, el don de la amistad con Dios es un don sobreabundante que supera nuestros méritos y nuestras expectativas. Y si es don, si es regalo, entonces debemos pedirlo y recibirlo con humildad y confianza.

En el fondo, cuando Jesús se acerca a la samarita pidiéndole: «Dame de beber»; nos está diciendo que somos nosotros los que debemos acercarnos a Él con un corazón humilde y sencillo para decirle: «Dame de beber». Es Jesús “el que dispone del don de Dios y que podría otorgárselo al hombre si éste se lo pidiera.”[3]                 

El agua viva

            El «don de Dios» que Jesús puede ofrecer se presenta como «agua viva». Sabemos que la Sagrada Escritura se expresa con imágenes, pues éstas nos comunican con mayor amplitud el misterio de Dios y su obrar en nuestra vida. Por lo tanto, debemos tomar conciencia del valor propio y simbólico del agua para comprender de qué se trata el «agua viva» que ofrece Jesús.

            “El agua, especialmente en Oriente y en general en los países escasos de agua, sobre todo en el desierto, es el elemento vital por antonomasia; sólo allí donde hay agua buena y clara es posible la vida para plantas, animales y hombres. Por ello nada tiene de sorprendente que bajo la imagen del agua se simbolice espontáneamente la vida, y que en la sed se refleje la sed de vida del hombre, su deseo más intenso de vivir.”[4]

            También nosotros experimentamos la necesidad cotidiana de agua: ¡cuán refrescante y reparadora resulta el agua luego de un intenso día de trabajo, de ejercicios o de camino! ¡Cuán refrescante es el agua que limpia nuestros cuerpos luego de una intensa jornada! ¡Cuán reparadora para el alma y el corazón es el agua que se comparte en una ronda de amigos! Sí, el agua sacia nuestra sed, limpia nuestros cuerpos e incluso refresca el alma y el corazón.

            Todas estas imágenes y experiencias están implicadas en el pedido de Jesús: «Dame de beber». Todos estos anhelos están inscritos en el corazón cuando nosotros nos dirigimos a Jesús y le pedimos: «Dame de beber».

            Sin embargo el evangelio precisa que el agua que Jesús nos ofrece es «agua viva». El “«Agua viva» es el agua fresca y corriente de manantial, distinta del agua contenida en cisternas”[5] o en estanques naturales o artificiales. Para comprender aún mejor esta imagen conviene que citemos, al menos, dos textos de la Sagrada Escritura.

Por un lado, el profeta Jeremías reprende al pueblo de Israel cuando por medio suyo dice el Señor: «¡Espántense de esto, cielos, horrorícense y queden paralizados! –oráculo del Señor-. Porque mi pueblo ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jer 2, 12-13). Y por otro lado, el profeta Isaías anuncia con gozo y esperanza: «Ustedes sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Is 12,3).

En Jesús se nos ofrece la fuente de agua viva a la cual podemos acudir con confianza, y de la cual podemos tomar con alegría el agua sanante y vivificante de la salvación.

¿De qué tenemos sed?

            Así esta «agua viva» que brota de Jesús, fuente de salvación, es un agua que sacia definitivamente nuestra sed de vida y se convierte en nuestro interior en manantial: «El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14).

            Al escuchar estas palabras de Jesús comprendemos que el agua que Él ofrece es mucho más que el elemento vital que conocemos por propia experiencia. Se trata de la salvación, de la relación personal con Él que inunda toda nuestra vida y así la limpia, la sana, la nutre y la hace plena. El que entra en una relación personal con Jesús recibe esta «agua viva» que sacia todos sus anhelos y al mismo tiempo transforma el corazón propio en fuente plenitud para otros. Se trata de la vida eterna, como lo expresa el mismo Evangelio de Juan en otro pasaje: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

            Sin embargo, también nosotros como la samaritana confundimos esta «agua viva» con otras aguas, aguas de cisternas agrietadas. Muchas veces experimentamos esa sed de vida plena, pero tratamos de saciarla no con el «agua viva» de Jesús, sino con aguas estancadas. Cuando pecamos, en el fondo estamos tratando de saciar nuestra sed de vida y de amor con aguas de estanque, aguas que nunca apagarán nuestra sed de amor y plenitud.

            Por eso, este tiempo de Cuaresma es propicio para que reflexionemos sobre nuestra vida, sobre nuestras necesidades y anhelos. Viendo nuestros esfuerzos cotidianos, viendo nuestras luchas con sus éxitos y fracasos, mirando con sinceridad y humildad nuestros pecados, preguntémonos: ¿de qué tengo sed? ¿Qué sed se esconde en mis anhelos, en mis luchas y en mis fracasos? Entonces con un corazón sincero y humilde podremos decirle a Jesús: «Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed» (cf. Jn 4,15); “Señor, dame de esa agua para saciar mi sed de ti y la sed de mis hermanos”.

            A María, que supo acoger en su seno a la fuente de agua viva, Jesucristo el Señor, le pedimos que nos enseñe a buscar las corrientes de agua que sacian nuestra sed del Dios vivo. Amén.
           




[1] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 312.
[2] BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Caritas in Veritate 34.
[3] J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 312.
[4] J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 313.
[5] Ibídem

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