La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 10 de septiembre de 2017

Sobre la corrección fraterna

23° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 18, 15 – 20

Sobre la corrección fraterna

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de hoy (Mt 18, 15-20) nos habla de la “corrección fraterna”: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).

Ciertamente estamos siempre listos para corregir o señalar las faltas de las personas que nos rodean; pero esta actitud,  ¿es corrección fraterna o simple crítica que surge no del amor, sino de la envidia? ¿Cómo hacer la distinción?

«Ojalá hoy escuchen la voz del Señor»

Debemos mirar la primera lectura, tomada del Libro del Profeta Ezequiel (Ez 33, 7–9); allí encontraremos la clave para distinguir la verdadera corrección fraterna de la mera crítica o la envidia.

Según el texto, el Profeta ha recibido el siguiente encargo de parte de Dios: «A ti, hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte» (Ez 33,7); eso significa que el primero en corregirnos es Dios mismo.

Por lo tanto, para corregir a un hermano tenemos que escuchar la palabra de Dios primero; sólo entonces seremos capaces de corregir verdaderamente a nuestros hermanos y hermanas. Y esto es así, porque la corrección no surge de nuestra envidia o de nuestras críticas; no surge de nuestras propias ideas o criterios; sino de la palabra de Dios.

Al constatar esto, sería bueno que cada uno de nosotros haga un breve examen de conciencia: “Cuando corrijo a un hermano o a una hermana; ¿De dónde surge esa corrección? ¿Nace de mi envidia o de mi escucha de la palabra de Dios?”.

Ahora entendemos por qué el salmo de este día reza: «Ojalá hoy escuchen la voz del Señor» (Salmo 95,7). Sólo un corazón lleno de la palabra de Dios puede verdaderamente corregir con amor y por amor.

«Si tu hermano peca»

Pienso que ahora estamos listos para comprender y poner en práctica las palabras de Jesús con respecto a la corrección fraterna.

En primer lugar, Jesús nos enseña a buscar el diálogo personal: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18, 15). Ciertamente, este es un consejo claro, simple y sabio; pero muy difícil de poner en práctica. Lamentablemente, es muy común ver cómo la gente se critica entre sí sin buscar un diálogo personal, maduro y directo. Parece ser que preferimos el chisme al diálogo; la confrontación a la reconciliación. Ese no es el camino del Señor. Él siempre nos invita a crecer en el amor fraterno y en la responsabilidad mutua a través de un diálogo maduro y sincero.

Si el diálogo personal no funciona; nuestro Señor nos aconseja: «Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos» (Mt 18, 16). Esto significa que necesitamos buscar ayuda cuando el diálogo personal no funciona. Así nos damos cuenta de que el punto de vista de otra persona puede complementar nuestro propio punto de vista y enriquecer el diálogo de una manera constructiva.

Y finalmente, si este diálogo en común no funciona, el asunto debe ser llevado a la comunidad, a la Iglesia. ¿Por qué el Señor nos indica esto? Porque si realmente pertenecemos a una comunidad, entonces estamos vinculados por sus costumbres, sus leyes y su estilo de vida. La pertenencia a nuestra comunidad eclesial debe expresarse tanto en nuestra actitud como en nuestro estilo de vida concreto. Por lo tanto, la comunidad tiene el derecho y la responsabilidad de aconsejarnos y corregirnos si es necesario.

«Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente»

Pero, una vez más, debemos recordar que el fundamento de la comunidad cristiana -y de sus decisiones- siempre debe ser Cristo: «También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt 18, 19-20).

Por lo tanto, si la comunidad quiere corregir a sus miembros, ella misma tiene que ponerse en la presencia del Señor y escuchar su palabra. Una comunidad que escucha continuamente la Palabra de Dios es una comunidad que tendrá la capacidad de educar a sus miembros según los deseos de Dios y de acuerdo a un estilo de vida cristiano.

Precisamente el estilo de vida que nos propone san Pablo en su Carta a los Romanos: «Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. El amor no hace mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley» (Rm 13, 8.10).

Pidamos a nuestra querida Madre, Regina Caeli - Reina del Cielo, que nos eduque a cada uno de nosotros como miembros de una comunidad que refleje la presencia de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, tanto en la actitud como en la acción; lo hacemos diciendo:

“Haz que Cristo

brille en nosotros con mayor claridad;

Madre, únenos en comunidad santa;

danos constante prontitud para el sacrificio,

así como nos lo exige

           nuestra santa misión.”[1]Amén.



[1] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 194.

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