La Sagrada Familia – Ciclo
B
Lc
2, 22 – 40
«Llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor»
Queridos hermanos y
hermanas:
Luego de la solemnidad de la Natividad del Señor, y todavía dentro de la Octava de Navidad, la Iglesia nos propone celebrar hoy la fiesta de
la Sagrada Familia de Jesús, María y
José. “El contexto es el más adecuado, porque la Navidad es por excelencia
la fiesta de la familia”[1],
y por ello mismo, “una fiesta del hogar”[2].
Por lo tanto, hoy contemplamos la familia y el hogar
conformado por Jesús, María y José. ¿Qué los caracteriza como familia? ¿Qué
gracia quiere regalarnos Dios a través de la vida familiar? ¿Cómo podemos
acoger en nuestros hogares el ideal de la familia de Nazaret?
«Llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor»
El
texto evangélico de hoy (Lc 2, 22 –
40) nos ayuda a comprender qué caracteriza a la Sagrada Familia como tal: «Cuando
llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño
a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: “Todo varón
primogénito será consagrado al Señor”.» (Lc 2, 22-23).
Presentación en el Templo. Catedral de Santa María la Real de la Almudena. Madrid, España. 2006. |
Se
trata de cumplir la voluntad de Dios tal como se expresa en la Ley de Moisés.
En José y en María vemos, por un lado, a un hombre justo (cf. Mt 1,19), y por otro lado, a una mujer
que ha creído en lo que se le anunció de parte del Señor (cf. Lc 1,45). Ambos se nos presentan como ejemplos de fe auténtica y consecuente.
Esa fe que es apertura al querer divino y respuesta concreta a la voluntad de
Dios en la vida.
Precisamente
eso caracteriza a la Sagrada Familia:
su apertura a la voluntad de Dios y su cumplimiento de la misma. Y de eso se
trata la santidad. A veces pensamos que la Sagrada
Familia es santa y especial por la naturaleza de sus miembros: un esposo
casto, una madre virgen y el Hijo de Dios. Sin embargo, la santidad de la Sagrada Familia consiste en realidad en
su auténtica obediencia al plan de Dios. Esa obediencia que vemos hoy al
contemplar a José y María presentado a su hijo en el Templo como lo prescribe
la Ley de Moisés. Esa obediencia de fe que va conformando la vida cotidiana de
la familia de Nazaret.
«Así será tu descendencia»
Es la misma obediencia de fe que vemos en Abrám. Cuando
Abrám le dice a Dios: «Tú no me has dado
descendiente, y un servidor de mi casa será mi heredero»; el Señor le responde:
«No, ese no será tu heredero; tu heredero
será alguien que nacerá de ti». Luego, contemplamos una sencilla escena,
pero a la vez profunda y misteriosa: Dios saca de su tienda a Abrám y le dice: « “Mira hacia el cielo y, si puedes, cuenta
las estrellas”. Y añadió: “Así será tu descendencia”. Abrám creyó en el Señor,
y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.» (Gn 15, 3. 4. 5-6).
En Abraham vemos cómo se unen la justicia y la fe. Para
la Sagrada Escritura ser justo
significa actuar conforme a la voluntad de Dios y por lo tanto ser justificado por
Dios mismo. Abraham ha actuado con justicia al otorgarle la confianza de la fe
al Señor, ha actuado con justicia al creer en el Señor, al fiarse de su palabra.
Al
ver la multitud de las estrellas, Abraham simplemente creyó. En la intimidad de
la noche escuchó la voz de Dios en su corazón y el cielo estrellado fue el único
signo que necesitó para confiarse libre y totalmente a Dios.[3]
Y porque confió en Dios, actuó según la palabra que Dios le dirigió.
Y
precisamente esta fe concreta en Dios otorga la bendición del hijo, la
bendición de la familia: «Ya no te
llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que yo te
he constituido padre de una multitud de naciones. El Señor visitó a Sara como
lo había dicho, y obró con ella conforme a su promesa. En el momento anunciado
por Dios, Sara concibió y dio un hijo a Abraham, que ya era anciano. Cuando
nació el niño que le dio Sara, Abraham le puso el nombre de Isaac.» (Gn 17,5. 21, 1-3).
Sí, creer en Dios, fiarnos de su palabra aún en medio de
las adversidades, nos proporciona la bendición de Dios. Y precisamente, porque
Abraham y Sara han creído; porque José y María han creído; han recibido la
bendición de un hijo y con ello la promesa de la salvación para todo el género
humano. “El Señor ofrece el don de los hijos, vistos como una bendición y una
gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación que se
orienta hacia nuevas etapas.”[4]
Sagrada Familia, modelo de
vida
Desde esta perspectiva, cada familia
humana es una promesa de Dios. Promesa de vida nueva y promesa de salvación.
También nuestras familias –cada una de ellas-, con sus virtudes y defectos, con
sus alegrías y tristezas, con sus fortalezas y fragilidades son una promesa de
vida y de salvación.
Comprendemos ahora dónde radica la santidad de la Sagrada Familia de Nazaret: en su fe
auténtica y en su obediencia cotidiana y sencilla al plan de Dios. Vemos con
claridad la gracia que Dios nos quiere regalar en la vida familiar: vida nueva
y promesa de salvación.
Si creemos en esa promesa de Dios que es nuestra familia
y nos abrimos todos los días a la vida y la salvación cotidiana que allí nos
regala, entonces estamos en condiciones de asumir el ideal de la Sagrada Familia de Nazaret.
La
familia de Nazaret es modelo de vida para nosotros porque nos señala que lo que
santifica y une a una familia es el buscar, en todas las circunstancias de la
vida, cumplir la voluntad de Dios. Lo que santifica y una a una familia es buscar
la presencia de Dios en su vida cotidiana. Finalmente, “en la familia de
Nazaret, el padre, la madre y el hijo están atados y unidos entre sí por el
lazo de un amor profundo e íntimo.”[5]
Si
cada uno de nosotros, en su propia familia, hace suyo este ideal en lo pequeño
y cotidiano; cada uno, como Jesús, irá «creciendo
y se fortalecerá, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estará con él» (cf.
Lc 2,40).
Pensando
en nuestras familias y hogares, nos dirigimos en oración a Jesús, María y José:
Santa Familia de Nazaret,
ayúdennos a creer en la promesa de
vida, amor y salvación
que Dios puso en cada una de nuestras
familias.
En ellas susciten una santidad
cotidiana,
sencilla y alegre; fuerte y
silenciosa.
Que nuestros hogares sean un nuevo
Nazaret
donde Dios regale cobijo,
transformación y fecundidad,
para que día a día crezcamos en
fortaleza, sabiduría y gracia,
y así testimoniemos “la alegría del
amor que se vive en las familias”[6]
[1]
BENEDICTO XVI, Fiesta de la Sagrada
Familia de Nazaret, Ángelus del domingo 28 de diciembre de 2008 [en línea].
[fecha de consulta: 30 de diciembre de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20081228.html>
[2]
ISABEL II, Mensaje de Navidad de la Reina
2017 (Traducción propia) [en línea]. [fecha de consulta: 30 de
diciembre de 2017]. Disponible en: <https://www.royal.uk/home-royal-family>
[3]
Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.
[4]
BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, El amor se
aprende. Las etapas de la familia (Romana Editorial, Madrid 2012), 85.
[5] P.
JOSÉ KENTENICH, Familia sirviendo a la
vida. Retiros para familias (Instituto de Familias de Schoenstatt – Argentina
y Paraguay, 22015), 22.
[6]
PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Post-sinodal Amoris Laetitia sobre el amor en la familia, 1.