La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 31 de diciembre de 2017

«Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor»

La Sagrada Familia – Ciclo B

Lc 2, 22 – 40

«Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor»

Queridos hermanos y hermanas:

            Luego de la solemnidad de la Natividad del Señor, y todavía dentro de la Octava de Navidad, la Iglesia nos propone celebrar hoy la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. “El contexto es el más adecuado, porque la Navidad es por excelencia la fiesta de la familia”[1], y por ello mismo, “una fiesta del hogar”[2].

            Por lo tanto, hoy contemplamos la familia y el hogar conformado por Jesús, María y José. ¿Qué los caracteriza como familia? ¿Qué gracia quiere regalarnos Dios a través de la vida familiar? ¿Cómo podemos acoger en nuestros hogares el ideal de la familia de Nazaret?

«Llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor»

El texto evangélico de hoy (Lc 2, 22 – 40) nos ayuda a comprender qué caracteriza a la Sagrada Familia como tal: «Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”.» (Lc 2, 22-23).

Presentación en el Templo.
Catedral de Santa María la Real de la Almudena.
Madrid, España. 2006.
Se trata de cumplir la voluntad de Dios tal como se expresa en la Ley de Moisés. En José y en María vemos, por un lado, a un hombre justo (cf. Mt 1,19), y por otro lado, a una mujer que ha creído en lo que se le anunció de parte del Señor (cf. Lc 1,45). Ambos se nos presentan  como ejemplos de fe auténtica y consecuente. Esa fe que es apertura al querer divino y respuesta concreta a la voluntad de Dios en la vida.

Precisamente eso caracteriza a la Sagrada Familia: su apertura a la voluntad de Dios y su cumplimiento de la misma. Y de eso se trata la santidad. A veces pensamos que la Sagrada Familia es santa y especial por la naturaleza de sus miembros: un esposo casto, una madre virgen y el Hijo de Dios. Sin embargo, la santidad de la Sagrada Familia consiste en realidad en su auténtica obediencia al plan de Dios. Esa obediencia que vemos hoy al contemplar a José y María presentado a su hijo en el Templo como lo prescribe la Ley de Moisés. Esa obediencia de fe que va conformando la vida cotidiana de la familia de Nazaret.

«Así será tu descendencia»

            Es la misma obediencia de fe que vemos en Abrám. Cuando Abrám le dice a Dios: «Tú no me has dado descendiente, y un servidor de mi casa será mi heredero»; el Señor le responde: «No, ese no será tu heredero; tu heredero será alguien que nacerá de ti». Luego, contemplamos una sencilla escena, pero a la vez profunda y misteriosa: Dios saca de su tienda a Abrám y le dice: « “Mira hacia el cielo y, si puedes, cuenta las estrellas”. Y añadió: “Así será tu descendencia”. Abrám creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.» (Gn 15, 3. 4. 5-6).

            En Abraham vemos cómo se unen la justicia y la fe. Para la Sagrada Escritura ser justo significa actuar conforme a la voluntad de Dios y por lo tanto ser justificado por Dios mismo. Abraham ha actuado con justicia al otorgarle la confianza de la fe al Señor, ha actuado con justicia al creer en el Señor, al fiarse de su palabra.

Al ver la multitud de las estrellas, Abraham simplemente creyó. En la intimidad de la noche escuchó la voz de Dios en su corazón y el cielo estrellado fue el único signo que necesitó para confiarse libre y totalmente a Dios.[3] Y porque confió en Dios, actuó según la palabra que Dios le dirigió.

Y precisamente esta fe concreta en Dios otorga la bendición del hijo, la bendición de la familia: «Ya no te llamarás más Abrám: en adelante tu nombre será Abraham, para indicar que yo te he constituido padre de una multitud de naciones. El Señor visitó a Sara como lo había dicho, y obró con ella conforme a su promesa. En el momento anunciado por Dios, Sara concibió y dio un hijo a Abraham, que ya era anciano. Cuando nació el niño que le dio Sara, Abraham le puso el nombre de Isaac.» (Gn 17,5. 21, 1-3).  

            Sí, creer en Dios, fiarnos de su palabra aún en medio de las adversidades, nos proporciona la bendición de Dios. Y precisamente, porque Abraham y Sara han creído; porque José y María han creído; han recibido la bendición de un hijo y con ello la promesa de la salvación para todo el género humano. “El Señor ofrece el don de los hijos, vistos como una bendición y una gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación que se orienta hacia nuevas etapas.”[4]

Sagrada Familia, modelo de vida

            Desde esta perspectiva, cada familia humana es una promesa de Dios. Promesa de vida nueva y promesa de salvación. También nuestras familias –cada una de ellas-, con sus virtudes y defectos, con sus alegrías y tristezas, con sus fortalezas y fragilidades son una promesa de vida y de salvación.

            Comprendemos ahora dónde radica la santidad de la Sagrada Familia de Nazaret: en su fe auténtica y en su obediencia cotidiana y sencilla al plan de Dios. Vemos con claridad la gracia que Dios nos quiere regalar en la vida familiar: vida nueva y promesa de salvación.

            Si creemos en esa promesa de Dios que es nuestra familia y nos abrimos todos los días a la vida y la salvación cotidiana que allí nos regala, entonces estamos en condiciones de asumir el ideal de la Sagrada Familia de Nazaret.

La familia de Nazaret es modelo de vida para nosotros porque nos señala que lo que santifica y une a una familia es el buscar, en todas las circunstancias de la vida, cumplir la voluntad de Dios. Lo que santifica y una a una familia es buscar la presencia de Dios en su vida cotidiana. Finalmente, “en la familia de Nazaret, el padre, la madre y el hijo están atados y unidos entre sí por el lazo de un amor profundo e íntimo.”[5]

Si cada uno de nosotros, en su propia familia, hace suyo este ideal en lo pequeño y cotidiano; cada uno, como Jesús, irá «creciendo y se fortalecerá, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estará con él» (cf. Lc 2,40).

Pensando en nuestras familias y hogares, nos dirigimos en oración a Jesús, María y José:

Santa Familia de Nazaret,

ayúdennos a creer en la promesa de vida, amor y salvación

que Dios puso en cada una de nuestras familias.

En ellas susciten una santidad cotidiana,

sencilla y alegre; fuerte y silenciosa.

Que nuestros hogares sean un nuevo Nazaret

donde Dios regale cobijo, transformación y fecundidad,

para que día a día crezcamos en fortaleza, sabiduría y gracia,

y así testimoniemos “la alegría del amor que se vive en las familias”[6]

           y en la Iglesia. Amén.


[1] BENEDICTO XVI, Fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret, Ángelus del domingo 28 de diciembre de 2008 [en línea]. [fecha de consulta: 30 de diciembre de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20081228.html>
[2] ISABEL II, Mensaje de Navidad de la Reina 2017 (Traducción propia) [en línea]. [fecha de consulta: 30 de diciembre de 2017]. Disponible en: <https://www.royal.uk/home-royal-family>
[3] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.
[4] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, El amor se aprende. Las etapas de la familia (Romana Editorial, Madrid 2012), 85.
[5] P. JOSÉ KENTENICH, Familia sirviendo a la vida. Retiros para familias (Instituto de Familias de Schoenstatt – Argentina y Paraguay, 22015), 22.
[6] PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Post-sinodal Amoris Laetitia sobre el amor en la familia, 1.

domingo, 24 de diciembre de 2017

«El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz»

Natividad del Señor – Ciclo B

Solemnidad – Misa de la Noche

Lc 2, 1 – 14

«El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz»

Queridos hermanos y hermanas:

            Celebramos la Natividad del Señor; y, como los «pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche» (Lc 2,8), también nosotros, “en la noche santa en que la Virgen María dio a luz al Salvador del mundo”[1], estamos en vigilia aguardando oír en nuestros corazones el anuncio gozoso del ángel: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11).

«El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz»

            El profeta Isaías nos dice que «el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz» (Is 9,1). ¿Pueden aplicarse estas palabras proféticas a nosotros hoy?

            Caminamos en las tinieblas y habitamos en el país de la oscuridad cuando nos dejamos dominar por la mediocridad espiritual, el desánimo, el egoísmo y el pecado.

            La mediocridad en la vida espiritual va entrando de a poco en nuestra vida cristiana: primero nos dispensamos de nuestros compromisos espirituales bajo el pretexto del cansancio, luego la excusa se torna costumbre y de repente la sequedad se apodera de nuestro corazón, de nuestra oración y de nuestro actuar. Entonces la tiniebla de la mediocridad oscurece nuestro corazón y nuestro rostro.

            A ello le sigue el desánimo: el ya no anhelar o  aspirar a la plenitud de vida, al crecimiento personal y a la santidad. Cuando descubrimos que ya no anhelamos la santidad, que ya no anhelamos vivir nuestros ideales, preocupémonos; pues, la medida de nuestro anhelo, es la medida de la gracia que recibimos. Si anhelamos poco, recibiremos poco; y si ya no anhelamos, ya no estamos abiertos a recibir la gracia.

            Sin embargo, aún en medio de la mediocridad y el desánimo; aún en medio del egoísmo y el pecado, «el pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz. Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado» (Is 9, 1. 5).

            Sí, las palabras proféticas de Isaías pueden aplicarse a nosotros hoy. Muchas veces caminamos en tinieblas, pero aún en medio de ellas anhelamos la luz, esa «luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Mientras mantengamos ese anhelo, nuestro corazón estará abierto a la luz que es el Niño que nos ha nacido.

«La gracia de Dios se ha manifestado»

            Y esa luz brilla para nosotros hoy “en el pobre y pequeño establo de Belén”[2]; esa luz, que es «la gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado» (Tit 2,11) en el Niño «recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12).

            Por eso, esta noche aún en medio de su oscuridad es fuente de luz para todos nosotros. Porque en medio de nuestras oscuridades, en medio de nuestras fragilidades, heridas y pecados la gracia de Dios se manifiesta. Y precisamente así comprendemos lo que es gracia: don que supera todos nuestros méritos y previsiones.[3] Don que nos sorprende cuando en medio de la oscuridad permanecemos anhelantes de la luz.

            En esta noche santa con humildad reconozcamos nuestras oscuridades –personales y familiares-, y en medio de ellas, anhelemos la luz de Dios. ¿Qué oscuridades necesito que el Señor ilumine? ¿Qué tristezas necesito que Él alegre? ¿Qué ansiedades necesito que Él pacifique? ¿Qué ideales necesito que Él renueve y vivifique?

«Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre»

           
El Nacimiento.
Capilla de la Casa de los encuentros cristianos.
Copiago, Italia, 2006.
Y así, con nuestros pedidos y anhelos llegamos a Belén buscando la señal anunciada por el ángel: «Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12).

            Y ese Niño pequeño, «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (Is 9,5), es el Hijo de Dios encarnado, y es, al mismo tiempo, la encarnación de nuestros anhelos, la encarnación de un nuevo comienzo, de una nueva oportunidad para cada uno de nosotros.

            A Él lo reconocemos como nuestro Salvador, Mesías y Señor; y lo adoramos llenos de anhelos de redención. Y a María, Mater lucis aeternae – Madre de la Luz eterna, le dirigimos nuestra súplica:

            Madre de la Luz eterna,

            somos el pueblo que camina en la oscuridad y anhela ver la Luz.

            Mantén nuestros corazones despiertos durante la noche del tiempo actual;

            y que las tinieblas de la mediocridad, el desánimo, el egoísmo y el pecado,

            no opaquen en nuestros corazones la luz de Cristo Jesús,

            que hoy, en la ciudad de David, ha nacido para nosotros

            como Salvador, Mesías y Señor. Amén.



[1] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística II, «Acuérdate, Señor» propio en la Solemnidad de la Natividad del Señor.
[2] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 343.
[3] Cf. BENEDICTO XVI, Caritas in Veritate, 34.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

«Gaudete in Domino semper»

Domingo 3° de Adviento – Ciclo B

Jn 1, 6 -8. 19 – 28

«Gaudete in Domino semper»

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 3° de Adviento, conocido como Gaudete, o del “Gozo de la espera”, se nos invita a permanecer atentos a la venida del Señor, y a estar alegres por su inminente cercanía. De hecho, la antífona de entrada a la misa de hoy, tomada de la Carta a los Filipenses, dice: «Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense, pues el Señor está cerca» (cf. Flp 4, 4-5).

            Sabemos que este permanecer atentos a la venida del Señor implica un «allanar el camino del Señor» (cf. Jn 1,23); es decir, implica una actitud de preparación, de conversión y por ello de penitencia. Y sin embargo, se nos insiste en el estar alegres en el Señor. ¿Es posible cultivar un espíritu penitencial y al mismo tiempo una actitud alegre en la espera? ¿Penitencia y gozo pueden ir unidos?

 «Yo soy una voz que grita en el desierto»

En el texto evangélico de hoy (Jn 1, 6-8. 19-28) vuelve a aparecer Juan el Bautista, y con él, el tema de la conversión. Ya el domingo pasado reflexionábamos que es necesaria la conversión para acoger la salvación que nos trae Cristo Jesús.[1] Decíamos que conversión y salvación van juntas. Sin embargo, en este domingo, el tema de la conversión y de la penitencia va unido a la alegría, al gozo en la espera del Señor.

El mismo Juan en otro pasaje evangélico dirá que su alegría es escuchar la voz del Esposo, es decir Cristo, y que «es necesario que él crezca y que yo disminuya» (cf. Jn 3, 29-30). En Juan percibimos misteriosamente cómo se unen penitencia y gozo profundo. Juan es capaz de renuncia a lo superfluo, e incluso a lo necesario, porque su alegría no la encuentra en las cosas o en sí mismo, sino en Jesús. Por eso Juan no tiene miedo de disminuir, de hacerse pequeño, para que Cristo sea percibido en toda su grandeza.

Todo en la persona de Juan habla de esta renuncia por una alegría más grande. “Juan se retiró al desierto para llevar una vida muy austera y para invitar, también con su vida, a la gente a la conversión.”[2] Sus palabras, que retoman las del profeta Isaías: «Allanen el camino del Señor» (Jn 1,23), están corroboradas por su estilo de vida y por la actitud con que encara su misión.

Su austeridad en la vestimenta y en la alimentación (cf. Mc 1,6) son señales de un estilo y de una opción de vida. La austeridad le otorga libertad interior y disponibilidad para Dios y para los demás. Así, él mismo va abriendo su corazón a la presencia y acción de Dios; y, porque ha preparado un camino para Dios en su corazón, puede él preparar los caminos del Señor en medio de su pueblo.

A la austeridad de vida, Juan une la humildad y la claridad con la cual vive su misión: «Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: “¿Quién eres tú?”. El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: “Yo no soy el Mesías”.» (Jn 1, 19-20). Juan sabía que «él no era luz, sino el testigo de la luz.» (Jn 1,8); y aún así, su alegría consiste en escuchar a Cristo Jesús y manifestar su luz. ¿Cuál es la relación entre austeridad y gozo; entre penitencia y alegría? ¿Podemos nosotros llevar una vida austera y gozosa como la del Bautista?       

¿En qué consiste la penitencia cristiana?

            Para responder  a esta pregunta es necesario primero plantearnos ¿qué es la penitencia cristiana y cuál es su sentido?

            De acuerdo con una definición tradicional, “penitencia es que la voluntad se aparte de lo pecaminoso o menos bueno, por amor de Dios, con propósito de reparar su pecado y de evitarlo en lo futuro.”[3]        Si bien las palabras o términos empleados en la definición citada pueden sonar obsoletos, no lo es el contenido de la definición.

            Hoy también necesitamos hacer penitencia de forma concreta y lúcida si en verdad buscamos convertirnos a Dios con todo el corazón. Al realizar un acto de penitencia apartamos nuestra voluntad del pecado y de todo aquello que pueda separarnos o distraernos de Dios y de nuestros hermanos.

A veces, incluso, tenemos que aprender a renunciar al uso de determinados bienes materiales, a privarnos de algunas alegrías sensibles y a ser interiormente libres de la opinión de los demás y del prestigio social. También esto es penitencia en tanto que educamos nuestra propia personalidad.

Sin embargo no debemos olvidar que la penitencia cristiana se realiza por amor a Dios y al prójimo. Es decir, queremos educarnos a nosotros mismos y crecer en libertad y disponibilidad para amar con mayor generosidad, sinceridad y ternura a Dios y a nuestros hermanos. El amor crece y madura en la renuncia. Al menos, el amor verdadero y duradero. Sólo el que ama es capaz de renunciar a sí mismo por el amado.

Alegría cristiana: «Dios con nosotros»
La Virgen Blanca.
Escultura en alabastro. Segunda mitad del siglo XIV.
Catedral de Santa María.
Toledo, España.

            Y en esa renuncia se va educando la personalidad, se va formando el corazón para crecer en el amor y para aprender a percibir la verdadera alegría: el encuentro con el Señor Jesús y con los demás. Por eso, el que ama y anhela encontrarse con el amado experimenta alegría en la renuncia, porque sabe que lo hace por amor y para el amor.

            Comprendemos entonces el sentido más propio de la penitencia cristiana: renunciar a las pequeñas alegrías de modo a preparar el propio corazón a la gran alegría que es Cristo mismo. Penitencia es renuncia llena de anhelo y esperanza; y, por ello llena de gozo interior.

            La penitencia cristiana además nos ayuda a comprender mejor cuál es la fuente de la alegría cristiana: la certeza de que Dios está con nosotros; de que Cristo Jesús es «Dios con nosotros» (Mt 1,23). Cristo es la fuente inagotable de alegría, esperanza y amor. Aprendamos a buscar esa fuente, y a saciar nuestra sed de vida en ese manantial de aguas claras y no en las aguas turbias y estancadas del individualismo, la avaricia y la búsqueda enfermiza de placeres superficiales.[4]

            A la santísima Virgen María, Causa nostrae laetitia – Causa de nuestra alegría, “la primera en escuchar la invitación del ángel: «Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo» (Lc 1, 28)”[5], le pedimos que nos eduque en la capacidad de renunciar por amor y así nos muestre el camino hacia la verdadera alegría, Cristo nuestro Señor. Amén.




[1] Cf. O. SALDIVAR, «Hablen al corazón de Jerusalén», homilía del Domingo 2° de Adviento, Ciclo B [en línea]. [fecha de consulta: 12 de diciembre de 2017]. Disponible en: <http://vidaescamino.blogspot.com/2017/12/hablen-al-corazon-de-jerusalen.html>
[2] BENEDICTO XVI, Homilía, III Domingo de Adviento, “Gaudete”, 11 de diciembre de 2011 [en línea]. [fecha de consulta: 12 de diciembre de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20111211_casal-boccone.html
[3] M. N. NAILIS, La santificación de la vida diaria (Editorial Herder, Barcelona 81985), 104.
[4] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 2.
[5] BENEDICTO XVI, Homilía, III Domingo de Adviento, “Gaudete”, 11 de diciembre de 2011.

sábado, 9 de diciembre de 2017

«Hablen al corazón de Jerusalén»

Domingo 2° de Adviento – Ciclo B

Mc 1, 1 – 8

«Hablen al corazón de Jerusalén»

Queridos hermanos y hermanas:

            Una vez más, como Iglesia peregrina, nos encontramos transitando los caminos del tiempo litúrgico del Adviento. Sabemos que con el Adviento se inicia un nuevo año litúrgico; además, durante este tiempo litúrgico nos preparamos “para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta, vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde dentro.”[1]

            Sí, el Señor quiere renovar a la humanidad desde dentro, quiere renovarnos a cada uno de nosotros desde dentro. Por eso, a través del profeta Isaías dice: «¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo! Hablen al corazón de Jerusalén» (Is 40, 1. 2a).

«Hablen al corazón de Jerusalén»

            A través de estas palabras del profeta Isaías, el tiempo de Adviento se nos presenta como tiempo de consuelo y esperanza; como tiempo donde Dios quiere hablarnos al corazón.

            En la Sagrada Escritura el corazón designa no solamente la sede de los sentimientos y afectos en el hombre, sino que refiere al núcleo de la personalidad humana. Hablar al corazón del hombre es dirigirse al núcleo de su personalidad, a la raíz de sus pensamientos, decisiones y acciones.

            ¿Y cuál es el mensaje que Dios quiere hacernos llegar hoy al corazón, al núcleo de nuestra personalidad, al lugar íntimo y auténtico donde somos nosotros mismos? Se trata de un mensaje de consuelo y esperanza, pero también de un llamado a la conversión.

            Lo vemos claramente en la primera lectura tomada del libro del profeta Isaías: «¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido, que su culpa está pagada.» (Is 40, 1-2). Inmediatamente después del mensaje de consuelo y esperanza, se anuncia también el llamado a la conversión: «Una voz proclama: “¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies!”» (Is 40, 3-4).

            Cuando Dios nos habla al corazón, o más bien, cuando permitimos que Dios nos hable al corazón, percibimos el anuncio gozoso y esperanzado de la salvación: «¡Aquí está tu Dios!» (Is 40,9); pero también percibimos nuestra propia fragilidad y necesidad de conversión.

Y no puede ser de otra manera, pues, precisamente para poder percibir ese anuncio y esa presencia salvadora de Dios en medio de nosotros, debemos también aprender a percibir con sinceridad nuestra propia necesidad de conversión. Esperanza y conversión van unidas; salvación y conversión van juntas.

«La verdad brotará de la tierra y la justicia mirará desde el cielo»

Es lo que expresa el salmista al decir: «El amor y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se abrazarán; la verdad brotará de la tierra y la justicia mirará desde el cielo» (Salmo 84 [85], 11-12).

Durante este tiempo de Adviento, en nuestros corazones deben darse cita el amor y la verdad; la justicia y la paz. ¿Qué significa esto? ¿Cómo sucede este encuentro misterioso y salvífico en nuestros corazones?

Si queremos prepararle en nuestros corazones un camino al Señor, un sendero a nuestro Dios (cf. Is 40,3), debemos comenzar por reconocer nuestra propia verdad. Eso significa reconocer nuestras capacidades, pero también, reconocer nuestros límites, fracasos y pecados. Cuando permitimos que Dios vea toda nuestra verdad, entonces su amor misericordioso puede salir a nuestro encuentro: «al amor y la verdad se encontrarán».

Juan Bautista.
Capilla del Seminario.
Maribor, Eslovenia. 2001.
Así cuando nos dejamos justificar por el mismo Señor; es decir, cuando dejamos que por su misericordia Él nos transforme de pecadores en justos, «la justicia y la paz se abrazan». En este sentido, el P. José Kentenich enseñaba que “ese sencillo reconocer y confesar nuestra debilidad generará a la larga en nosotros paz interior, nos impulsará a remontarnos hacia el mundo sobrenatural.”[2] Es por ello que cuando la verdad brota de la tierra de nuestro corazón, la justicia mira con misericordiosa alegría desde el cielo (cf. Salmo 84 [85], 12).

Bautismo de conversión

Comprendemos ahora porqué en este Domingo 2° de Adviento el texto evangélico (Mc 1, 1-8) destaca la figura y predicación de Juan el Bautista, quien se presentó «en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1,4).

El Bautista sabe que él es la voz que grita en el desierto: «Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos» (Mc 1,3); sabe que él debe preparar los corazones del pueblo de Dios para que puedan recibir plenamente el don de la salvación. En definitiva, el Bautista sabe que es necesaria la conversión sincera para que el corazón pueda escuchar las palabras que Dios le dirige en Cristo Jesús.

La predicación del Bautista –ayer y hoy- está vinculada “a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculada sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan.”[3] El Bautista sabe que debe realizar un bautismo de conversión para que luego, Aquél que puede más que él, bautice en el Espíritu Santo (cf. Mc 1, 7-8).

También nosotros queremos caminar los senderos del Adviento, reconociendo nuestros pecados y nuestra pequeñez con sinceridad y esperanza, para disponer el propio corazón a recibir la palabra divina de consuelo y salvación que es Cristo mismo.

         A María, Mater Adventus – Madre del Adviento, que supo escuchar la palabra de consuelo y salvación con un corazón totalmente abierto a Dios, le pedimos que nos guíe por los caminos de la conversión para que preparemos nuestros corazones para Aquél que vino, que viene y que ha de venir, Jesucristo, el Señor. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, II Domingo de Adviento, 7 de diciembre de 2008 [en línea]. [Fecha de consulta: 9 de diciembre de 2017]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2008/documents/hf_ben-xvi_ang_20081207.html>
[2] P. WOLF, La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. José Kentenich (Nueva Patris, Santiago, Chile 2015), 172.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago, Chile 2007), 36.