Domingo 6° durante el año
– Ciclo B
Mc
1, 40 – 45
«Si quieres, puedes
purificarme»
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy el último domingo de la primera parte del tiempo durante el año; ya que con la celebración del Miércoles de Ceniza daremos inicio al tiempo de Cuaresma.
Podemos
decir que en esta primera parte del tiempo
ordinario, la Liturgia de la Palabra
estuvo caracterizada por “la acción de Jesús contra todo tipo de mal, en
beneficio de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados,
enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal
donde sea que lo encuentre.”[1]
En el fondo, en estas acciones se concreta el anuncio con el cual Jesús inicia
su ministerio público: «El tiempo se ha
cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia»
(Mc 1,15).
En
este domingo somos testigos del conmovedor encuentro entre Jesús y un hombre leproso
(cf. Mc 1, 40 – 45). También para
este hombre, “marginado por la comunidad civil y religiosa”[2],
el Reino de Dios se hace cercano y eficaz a través de los gestos y palabras de
Jesús. Meditemos a partir de este evangelio para aprender a presentar ante el
Señor nuestra “oración humilde y confiada”[3].
«Si quieres, puedes
purificarme»
El relato del encuentro entre Jesús y el leproso es
bastante sencillo, pero a la vez muy profundo. En primer lugar se nos dice que «se le acercó un leproso para pedirle ayuda
y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”.» (Mc 1,40).
Es importante analizar los gestos y palabras del hombre
enfermo: se acercó a Jesús y arrodillándose le presentó su petición. El ponerse
de rodillas expresa exteriormente una actitud interior. Es la actitud y el
gesto de aquel que se sabe pequeño y necesitado, y, al mismo tiempo sabe que
está ante Alguien más grande que él y que puede más que él. Por eso,
arrodillarse en la oración significa reconocer nuestra propia pequeñez y, al
mismo tiempo, confiar en la bondad y el poder de Dios.
Cristo cura al leproso. Cripta de la iglesia San Pío de Pietrelcina. San Giovanni Rotondo, Italia. 2009. |
Para responder a estas preguntas debemos notar que la oración
del hombre leproso tiene dos partes por así decirlo. En primer lugar se
presenta la petición: «si quieres».
Es decir, el hombre enfermo pide la benevolencia del Señor, pide que la
voluntad del Señor se muestre favorable a él.
La frase «si
quieres», en la versión latina del evangelio se expresa: si vis;
y, en el texto original griego dice: Ἐὰν θέλῃς (ean
thelēs). Tanto el término latino como el griego señalan que la petición del
orante apunta a mover la voluntad del Señor. Por lo tanto, la primera parte de
la oración del leproso podría sonar así: “si está en tu voluntad, en tu querer”.
La segunda parte de la
súplica del leproso dice: «puedes
purificarme». Estamos aquí no ante una posibilidad, sino ante una afirmación
de fe. Nuevamente debemos recurrir al latín y al griego. «Puedes purificarme» se dice en latín: potes me mundare; y en griego: δύνασαί με καθαρίσαι (dynasai me katharisai). Tanto potes como δύνασαί expresan poder como capacidad y habilidad. Por lo tanto, el hombre
leproso expresa su certeza de que Jesús verdaderamente tiene la capacidad de
sanarlo. Su oración es confiada, no dudosa: “Señor, si está en tu voluntad, en
tu querer; tú tienes el poder, la capacidad, de limpiarme”.
«Conmovido, extendió la
mano y lo tocó»
Ante esta expresión de humildad y confianza, de petición
y certeza llena de fe, «Jesús, conmovido,
extendió la mano y lo tocó» (Mc
1,41).
También
en el Señor vemos un movimiento que va desde lo interior hasta el exterior,
desde la actitud al gesto. Jesús se conmueve; es decir, siente en su interior,
en lo más íntimo de sí, la petición humilde y llena de fe del hombre enfermo. Se
trata de la manifestación de la «entrañable
misericordia de nuestro Dios» (Lc
1,78)[4],
esa misericordia que brota de las entrañas mismas de Dios, esa misericordia que
es amor “visceral”[5].
Esta
misericordia, este estar conmovido, no se queda sólo en sentimiento, sino que
se manifiesta con el gesto de extender la mano y tocar al enfermo. En Jesús, “la
misericordia de Dios supera toda barrera”[6]
y toma contacto con la enfermedad y sufrimiento humanos. Jesús no tuvo miedo de
tocar al hombre leproso, no tuvo miedo de contagiarse de la enfermedad y
volverse impuro. Al contrario, Jesús sabe que como «Santo de Dios» (Mc 1,24),
Él hace presente el «Reino de Dios» (Mc 1,15) y por lo tanto, su pureza, bondad
y santidad, purifica y sana toda dolencia humana, incluida la lepra corporal y
la lepra del alma que es el pecado.
«Lo quiero, queda
purificado»
Y junto con el gesto, la palabra
manifiesta la acción salvífica de Jesús: «Lo
quiero, queda purificado» (Mc
1,41). En su respuesta al hombre enfermo, Jesús expresa precisamente su conciencia
de que tiene la voluntad y el poder de sanar al hombre enfermo y así salvarlo.
Si comprendemos estas palabras evangélicas en toda su profundidad,
tomaremos conciencia de que el Señor tiene el poder, la capacidad de sanarnos –sea
en el alma o en el cuerpo- y que su voluntad salvífica es constante. Verdaderamente
«Él quiere que todos se salven, y lleguen
al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).
¡Qué consuelo y esperanza recibimos del Evangelio! El Señor quiere que yo me
salve, quiere que cada uno de nosotros se salve por medio de su misericordia,
por medio del contacto y la relación personal con Él. Por lo tanto, siempre de
nuevo tenemos que aprender a dejarnos salvar por Jesús, aprender a dejarnos
tocar por su mano misericordiosa y sanadora.
Esto implica aprender a presentar nuestra oración de
forma humilde y a la vez confiada. La humildad radica en creer que Dios quiere
verdaderamente sanarnos y salvarnos; y al mismo tiempo en aprender a esperar –y
no demandar- el momento y la forma en que esa voluntad salvífica se manifestará
en nuestra vida: «que se haga tu voluntad
en la tierra como en el cielo» (Mt
6,10).
Y la confianza consiste en la certeza de que el Señor
realmente tiene la capacidad de sanar aquello que con humildad ponemos en sus
manos. Que el Señor verdaderamente tiene la voluntad y la capacidad de salvarnos,
“suceda lo que suceda en nuestro caso particular”[7]:
«Dios dispone todas las cosas para el
bien de los que lo aman» (Rom
8,28). ¿Tenemos nosotros esa humildad, esa confianza, esa fe?
A María, Mater
fidei – Madre de la fe, le pedimos que nos eduque con paciencia y así nos
enseñe la constancia de la fe y la confiada humildad de la oración, de modo que
verdaderamente podamos proclamar con los labios y el corazón: «¡Me alegras con tu salvación, Señor!».
Amén.
[1]
PAPA FRANCISCO, Ángelus, 15 de
febrero de 2015 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de febrero de 2018].
Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/angelus/2015/documents/papa-francesco_angelus_20150215.html>
[2]
Ibídem
[3]
Ibídem
[4]
Según la traducción presente en los libros de la LITURUGIA DE LAS HORAS, Cántico
evangélico de Laudes (Benedictus).
[5] Cf.
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus,
Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia, 6.
[6]
PAPA FRANCISCO, Ángelus, 15 de
febrero de 2015.
[7] Cf. BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 26.
Que así sea!
ResponderEliminarDebemos tener la fe de ese leproso para que Jesús nos escuche y obre en nuestra vida, para que podamos experimentar la paz y felicidad que todos anhelamos
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