Santísima Trinidad – Ciclo
B
Mt
28, 16 – 20
«Los que son conducidos
por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»
Queridos hermanos y
hermanas:
Al
celebrar la solemnidad litúrgica de este día “contemplamos la Santísima
Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor
“no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola
sustancia”: es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna
Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es
Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena
recapitulación final.”[1]
A
través de Jesucristo y del envío del Espíritu Paráclito, se nos revela la
intimidad de Dios como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y al darnos a
conocer este misterio, Dios se nos entrega a nosotros, se confía a nosotros.
¿Cómo recibimos este misterio de fe? ¿Lo recibimos como información
intelectual, como conocimiento teológico? ¿O lo recibimos como realidad viva
que da forma a nuestra fe y con ello a toda nuestra existencia?
«¿Qué pueblo oyó la voz de
Dios?»
La
primera lectura está tomada del Libro del
Deuteronomio (Dt 4, 32 – 34. 39 –
49). De acuerdo con el texto bíblico,
Moisés se dirige al pueblo diciéndole: «Pregúntale
al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al
hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez
algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios
que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir?» (Dt 4, 32 – 33).
¿Qué
es lo admirable que Moisés constata? Lo admirable e inaudito es que el pueblo
de Israel «oyó la voz de Dios», es
decir, el pueblo de Israel fue el primer destinatario de la revelación de Dios.
Y al ser el primer destinatario de la revelación, Dios lo constituye como
interlocutor suyo, lo capacita para entrar en diálogo con Él. ¡Qué dignidad más
grande otorga Dios a Israel y a toda la humanidad! Somos capaces de Dios[2],
somos capaces de percibir su presencia, de acoger en nosotros su palabra y así
entrar en una relación de amor y confianza con Él.
Por
esta revelación de Dios a Israel –que progresivamente fue extendiéndose a toda
la humanidad-, sabemos que Dios “no es una fuerza anónima.”[3]
De hecho, en la teofanía de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 14), Dios llega a comunicar su Nombre a Moisés. “Comunicar su
nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí
mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser
invocado personalmente.”[4]
La
revelación de Dios -y con ello la revelación de su Nombre, es decir, la
posibilidad de entrar en relación con Él-, “que comenzó en la zarza que ardía
en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios
se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de
nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.”[5]
«Los que son conducidos
por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»
Por lo tanto, se nos va haciendo claro que Dios se nos
revela –nos revela su presencia, su palabra, su amor y su intimidad- no para
que tomemos esta revelación simplemente como un conjunto de conocimientos intelectuales
o doctrinales, sino para que asumamos un nuevo estilo de vida a partir de la
relación que Él establece con nosotros. El misterio de la Santísima Trinidad debe conformar nuestra vida de fe y con ello
toda nuestra existencia.
La Trinidad: la mano del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Iglesia de la Santísima Trinidad. Porto Santo Stefano, Monte Argentario, Italia. 2002. |
Esto significa que la cualidad de hijos de Dios es una
realidad íntima que se manifiesta en nuestros pensamientos y sentimientos, en
nuestras actitudes y decisiones, y, finalmente, en nuestras acciones concretas.
Ser
hijos de Dios es abandonar la esclavitud de la constante auto-referencia y del
pecado, cuyo fruto es el temor (cf. Rm
8, 15). Ser hijos de Dios es reconocerlo como Padre con nuestros labios pero
sobre todo con nuestras obras. Desde dentro, como hijos, buscamos siempre lo
que agrada al Padre (cf. Jn 8, 29),
pues «el mismo Espíritu se une a nuestro
espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).
Por
todo ello, ser conducidos por el Espíritu de Dios y así ser hijos de Dios,
implica también que se nos otorga la fortaleza para sufrir con Cristo y así «ser glorificados con él» (Rm 8, 17). Este sufrimiento, debemos
entenderlo como el testimonio diario que en nuestra vida damos de nuestra condición
de hijos de Dios y hermanos de Cristo.
«Bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»
Por lo tanto, si el don de la revelación de Dios es un
don para nuestra vida, un don para vivirlo como relación de amor con Dios;
comprendemos que el sacramento del Bautismo,
en el cual recibimos la filiación adoptiva, es el inicio de “un camino que dura
toda la vida.”[7]
Sí, el cristianismo es un camino que dura toda la vida. “Éste
empieza con el Bautismo (cf. Rm 6,
4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con
el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús
que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a
cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22).”[8]
Y nuestro camino cristiano dura toda la vida porque nos
lleva una vida entera aprender a adquirir el sentimiento vital de hijos amados
del Padre, hombre y mujeres redimidos por Cristo y testigos enviados a anunciar
el Evangelio en la fuerza del Espíritu
Santo. Nos lleva una vida entera aprender a amar a Dios y al prójimo como a
nosotros mimos (cf. Mc 12, 29 – 31).
Nos lleva una vida entera aprender a ser hombres y mujeres auténticamente
cristianos y por ello profundamente trinitarios.
Sin embargo no estamos solos en este camino. El mismo
Señor, al enviar a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos «en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28, 19), les
ha dicho a ellos –y a nosotros-: «Yo estaré
con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.» (Mt 28, 20).
Animados por estas palabras, con María de la Trinidad, elevamos a Dios nuestra oración confiada diciendo:
“Gracias, Padre, a
ti porque nos llamas,
a Jesús, que en su sangre nos
redime,
y al Espíritu Santo, luz y guía
de este pueblo que al cielo se dirige. Amén.”[9]
[1]
BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 7 de
junio de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 26 de mayo de 2018]. Disponible
en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20090607.html>
[2]
Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLCIA, 36.
[3]
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 203.
[4]
Ibídem
[5] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de
Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena
S.A., Santiago – Chile 32007), 179.
[6]
Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre,
639.
[7]
BENEDICTO XVI, Porta fidei, 1.
[8] Ibídem
[9]
LITURGIA DE LAS HORAS, Tomo III, Himno de la Hora Intermedia de Nona.