La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 26 de mayo de 2018

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»


Santísima Trinidad – Ciclo B

Mt 28, 16 – 20

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»

Queridos hermanos y hermanas:

Al celebrar la solemnidad litúrgica de este día “contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor “no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia”: es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final.”[1]    

A través de Jesucristo y del envío del Espíritu Paráclito, se nos revela la intimidad de Dios como Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y al darnos a conocer este misterio, Dios se nos entrega a nosotros, se confía a nosotros. ¿Cómo recibimos este misterio de fe? ¿Lo recibimos como información intelectual, como conocimiento teológico? ¿O lo recibimos como realidad viva que da forma a nuestra fe y con ello a toda nuestra existencia?

«¿Qué pueblo oyó la voz de Dios?»        

La primera lectura está tomada del Libro del Deuteronomio (Dt 4, 32 – 34. 39 – 49). De acuerdo con el texto bíblico, Moisés se dirige al pueblo diciéndole: «Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la oíste tú, y pudo sobrevivir?» (Dt 4, 32 – 33).

¿Qué es lo admirable que Moisés constata? Lo admirable e inaudito es que el pueblo de Israel «oyó la voz de Dios», es decir, el pueblo de Israel fue el primer destinatario de la revelación de Dios. Y al ser el primer destinatario de la revelación, Dios lo constituye como interlocutor suyo, lo capacita para entrar en diálogo con Él. ¡Qué dignidad más grande otorga Dios a Israel y a toda la humanidad! Somos capaces de Dios[2], somos capaces de percibir su presencia, de acoger en nosotros su palabra y así entrar en una relación de amor y confianza con Él.

Por esta revelación de Dios a Israel –que progresivamente fue extendiéndose a toda la humanidad-, sabemos que Dios “no es una fuerza anónima.”[3] De hecho, en la teofanía de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 14), Dios llega a comunicar su Nombre a Moisés. “Comunicar su nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, comunicarse a sí mismo haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de ser invocado personalmente.”[4]

La revelación de Dios -y con ello la revelación de su Nombre, es decir, la posibilidad de entrar en relación con Él-, “que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. Él forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos.”[5]

«Los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios»

            Por lo tanto, se nos va haciendo claro que Dios se nos revela –nos revela su presencia, su palabra, su amor y su intimidad- no para que tomemos esta revelación simplemente como un conjunto de conocimientos intelectuales o doctrinales, sino para que asumamos un nuevo estilo de vida a partir de la relación que Él establece con nosotros. El misterio de la Santísima Trinidad debe conformar nuestra vida de fe y con ello toda nuestra existencia.

           
La Trinidad: la mano del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Iglesia de la Santísima Trinidad.
Porto Santo Stefano, Monte Argentario, Italia. 2002.
Así lo expresa san Pablo en su Carta a los Romanos: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). ¿Y en qué consiste el ser conducidos por el Espíritu de Dios? En primer lugar en recibir el don de un «espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios “¡Abbá!”, es decir, “¡Padre!”» (Rm 8, 15). Somos conducidos por el Espíritu porque lo hemos recibido en nuestros corazones. Es decir, el Espíritu Santo se nos dona como “alma de nuestra alma”[6], y desde dentro nos conduce, nos guía, nos inspira.

            Esto significa que la cualidad de hijos de Dios es una realidad íntima que se manifiesta en nuestros pensamientos y sentimientos, en nuestras actitudes y decisiones, y, finalmente, en nuestras acciones concretas.

Ser hijos de Dios es abandonar la esclavitud de la constante auto-referencia y del pecado, cuyo fruto es el temor (cf. Rm 8, 15). Ser hijos de Dios es reconocerlo como Padre con nuestros labios pero sobre todo con nuestras obras. Desde dentro, como hijos, buscamos siempre lo que agrada al Padre (cf. Jn 8, 29), pues «el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).

Por todo ello, ser conducidos por el Espíritu de Dios y así ser hijos de Dios, implica también que se nos otorga la fortaleza para sufrir con Cristo y así «ser glorificados con él» (Rm 8, 17). Este sufrimiento, debemos entenderlo como el testimonio diario que en nuestra vida damos de nuestra condición de hijos de Dios y hermanos de Cristo.

«Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»

            Por lo tanto, si el don de la revelación de Dios es un don para nuestra vida, un don para vivirlo como relación de amor con Dios; comprendemos que el sacramento del Bautismo, en el cual recibimos la filiación adoptiva, es el inicio de “un camino que dura toda la vida.”[7]

            Sí, el cristianismo es un camino que dura toda la vida. “Éste empieza con el Bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22).”[8]

            Y nuestro camino cristiano dura toda la vida porque nos lleva una vida entera aprender a adquirir el sentimiento vital de hijos amados del Padre, hombre y mujeres redimidos por Cristo y testigos enviados a anunciar el Evangelio en la fuerza del Espíritu Santo. Nos lleva una vida entera aprender a amar a Dios y al prójimo como a nosotros mimos (cf. Mc 12, 29 – 31). Nos lleva una vida entera aprender a ser hombres y mujeres auténticamente cristianos y por ello profundamente trinitarios.

            Sin embargo no estamos solos en este camino. El mismo Señor, al enviar a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19), les ha dicho a ellos –y a nosotros-: «Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo.» (Mt 28, 20).

            Animados por estas palabras, con María de la Trinidad, elevamos a Dios nuestra oración confiada diciendo:

            “Gracias, Padre, a ti porque nos llamas,

            a Jesús, que en su sangre nos redime,

            y al Espíritu Santo, luz y guía

           
de este pueblo que al cielo se dirige. Amén.”
[9]


[1] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 7 de junio de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 26 de mayo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2009/documents/hf_ben-xvi_ang_20090607.html>
[2] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLCIA, 36.
[3] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 203.
[4] Ibídem
[5] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago – Chile 32007), 179.
[6] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre, 639.
[7] BENEDICTO XVI, Porta fidei, 1.
[8] Ibídem
[9] LITURGIA DE LAS HORAS, Tomo III, Himno de la Hora Intermedia de Nona.

lunes, 21 de mayo de 2018

Solemnidad de la transformación interior


Pentecostés – Ciclo B

Jn 20, 19 - 23

Solemnidad de la transformación interior

Queridos hermanos y hermanas:

            Con la celebración de la solemnidad de Pentecostés, el tiempo pascual llega no solamente a su fin temporal, sino también a su plenitud. Esta solemnidad litúrgica señala la plenitud del tiempo pascual porque el Misterio Pascual de Jesucristo, su muerte y resurrección, implica su ascensión al Padre y la efusión del Espíritu Santo.

            Hoy la Iglesia celebra y renueva su fe en que Cristo Resucitado, desde el Padre, continúa operando el envío del Espíritu Santo sobre la humanidad. Y al hacerlo, vuelve a tomar conciencia de que «hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común» (1 Cor 12, 4. 7).

«Vieron aparecer unas lenguas como de fuego»

            El libro de los Hechos de los apóstoles nos presenta el relato más conocido del acontecimiento de Pentecostés: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse.» (Hch 2, 1 - 4).

            Este relato ha quedado impreso en el imaginario popular religioso, el cual, ha dado preeminencia a las manifestaciones exteriores de la acción del Espíritu de Dios: la ráfaga de viento, las lenguas de fuego y la capacidad de hablar en distintas lenguas.

            Al contemplar este relato nos maravillamos, al igual que la multitud que se congregó en torno a los apóstoles el día de Pentecostés (cf. Hch 2, 7 – 8), por estas manifestaciones de la presencia y acción del Espíritu Santo. Incluso, muchas veces en nuestra vida espiritual buscamos o anhelamos manifestaciones o gracias extraordinarias.

            Sin embargo, pienso que en la contemplación y meditación del relato de Pentecostés, debemos ir desde las manifestaciones exteriores a la acción interior del Espíritu Santo en los corazones de los apóstoles. ¿Qué ocurrió interiormente en ellos? ¿Qué obró el Espíritu Santo en cada uno de ellos?       

Solemnidad de la transformación interior

            Cuando el P. José Kentenich habla del acontecimiento de Pentecostés, dice que “Pentecostés fue la solemnidad de una transformación interior integral.”[1] Así, los sujetos de esta transformación interior integral fueron los apóstoles y discípulos congregados en ese entonces en el Cenáculo.

            Y esta transformación interior se realizó en las capacidades espirituales de los apóstoles, es decir, en el entendimiento, en la voluntad y en el corazón de cada uno de ellos.

            Por la acción del Espíritu Santo, el entendimiento de cada uno de ellos fue iluminado por la luz de la fe. Con esta iluminación, los mismos fueron capaces de comprender en plenitud el Misterio Pascual  de Cristo y así anunciarlo a todos los hombres. Sabemos que antes de la Pascua del Señor los discípulos no comprendían del todo las palabras y gestos de Jesús.

            De la misma manera, la voluntad de los discípulos se vio fortalecida por la acción del Espíritu Santo a tal punto de estar dispuestos a dar su vida por Jesús y su mensaje. ¡Qué cambio entre aquellos hombres que abandonan a su Maestro y los que se sienten gozosos por haber soportado humillaciones por el nombre de Jesús!

            Finalmente en el corazón de cada uno de los apóstoles se vuelve a encender el fuego del amor a Jesús y su misión salvífica. El fervor que enciende el Espíritu Santo es semejante a una llama que arde sin consumirse y reparte su luz y calor generosamente.

            Así la transformación interior que opera el Espíritu Santo en el corazón de los apóstoles –y en cada uno de nosotros- es una purificación de las facultades interiores del hombre. Se trata de una purificación que realiza el Espíritu Santo en lo más íntimo de nuestra personalidad y con ello nos capacita para estar más disponibles para Dios y para los demás.

            En esto consiste Pentecostés; no solamente en el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino en la acción transformadora y purificadora del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, hoy, cada uno de nosotros debe preguntarse en oración: ¿dónde necesito ser purificado? ¿En qué dimensión de mi vida o de mi personalidad necesito ser transformado por el Espíritu Santo?  

«Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»

            El evangelio que hemos escuchado (Jn 20, 19 – 23) nos presenta el acontecimiento de Pentecostés unido a la manifestación de Jesús resucitado a sus discípulos: «Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”» (Jn 20, 19).

            En el cuarto evangelio se ilustra con mayor claridad la unidad entre resurrección de Jesús y efusión del Espíritu Santo. Por eso, es el mismo Resucitado el que dona el Espíritu a los apóstoles: «“Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”» (Jn 20, 22 – 23).

Pentecostés.
Capilla del Obispado.
Tenerife, España. 2010.
            Y esta donación del Espíritu Santo va unida al envío misionero: «“Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”» (Jn 20, 21). Por lo tanto, se nos muestra que Pentecostés es envío misionero. Se trata de transformación interior y de envío a la misión. Por esta razón, Pentecostés es acontecimiento y actualidad, y así disponibilidad para vivir nuestra vocación de discípulos misioneros.

            Lo podemos experimentar en nuestra vida cotidiana. Cuando nos animamos a aceptar compromisos apostólicos o misioneros, experimentamos que el Espíritu Santo actúa en nosotros despertando capacidades muchas veces desconocidas o adormecidas en nuestro interior. Por eso, el Espíritu actúa en el envío misionero y en la fecundidad del mismo.

            En este día de Pentecostés, día de transformación y envío misionero, suplicamos a María, Regina Apostolorum – Reina de los Apóstoles:

“En medio de los apóstoles, con tu poderosa intercesión, imploras la prometida irrupción del Espíritu Santo por la cual fueron transformados débiles hombres y se indica a la Iglesia la ruta de victoria. 

Abre nuestras almas al Espíritu de Dios y que Él nuevamente arrebate al mundo desde sus cimientos.”[2] Amén.



[1] P. J. KENTENICH, Soy el fuego de Dios. Textos sobre el Espíritu Santo (Editorial Patris, Santiago – Chile 1998), 184.
[2] P. J. KENTENICH, Hacia el Padre.

domingo, 13 de mayo de 2018

«Anuncien la Buena Noticia a toda la creación»


La Ascensión del Señor – Ciclo B

Mc 16, 15 – 20

«Anuncien la Buena Noticia a toda la creación»

Queridos hermanos y hermanas:

            En este domingo en que celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor, hemos escuchado los versículos finales del Evangelio según san Marcos (Mc 16, 15 - 20). Los estudiosos de la Sagrada Escritura nos dicen que esta sección final del Evangelio según san Marcos no procede del autor del mismo, sino que se trata de un añadido posterior. Sin embargo, la Iglesia lo ha considerado –y considera- como la conclusión canónica de dicho Evangelio, es decir, se trata de un texto inspirado y por ello forma parte del canon del Nuevo Testamento.

            El autor de la conclusión del Evangelio según san Marcos al presentar el envío de los discípulos por parte del Resucitado “le ha dado una forma especial que presenta la acción misionera universal y abarcando la creación entera.”[1]

Por lo tanto, se trata de un envío a la misión en todo tiempo y lugar, un envío que abarca todas las dimensiones de nuestra vida. Al reflexionar sobre este texto deberíamos preguntarnos si estamos viviendo nuestra vocación bautismal, nuestra condición de discípulos misioneros del Señor.

«Se apareció a los Once»

            El texto del Evangelio nos dice que «Jesús resucitado se apareció a los Once y les dijo: “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”.» (cf. Mc 16, 14 - 15). Estamos una vez más ante una manifestación del Resucitado a sus apóstoles, como bien lo señala el libro de los Hechos de los apóstoles: «Después de su Pasión, Jesús se manifestó a los Apóstoles dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se les apareció y les habló del Reino de Dios.» (Hch 1, 3).

           
Ascensión de Cristo.
Iglesia ortodoxa de la Transfiguración.
Cluj, Rumanía. 2006.
Jesús resucitado se manifiesta a los apóstoles que había elegido «para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14); a aquellos que escucharon sus enseñanzas, lo vieron sanar a los enfermos y perdonar a los pecadores; a aquellos que compartieron su última Cena y luego se dispersaron en el momento de su Pasión; a aquellos que después abrieron los ojos y lo reconocieron al partir el pan (cf. Lc 24, 30 – 31). A ellos se manifiesta y les dice: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16, 15).

            Por lo tanto, también a nosotros se manifiesta hoy el Resucitado y nos envía a todo el mundo a anunciar su Evangelio. A nosotros que somos bautizados; a nosotros que en cada Eucaristía compartimos su intimidad y nos llama amigos (cf. Jn 15, 15); a nosotros que en el sacramento de la Confirmación nos ha fortalecido con el don del Espíritu Santo capacitándonos para el anuncio y el apostolado. A nosotros que somos sus discípulos misioneros. ¿Somos conscientes de esto? ¿Estamos viviendo nuestra vocación bautismal, nuestro envío misionero?

«Vayan por todo el mundo»

            Al igual que a los apóstoles de ese entonces, también hoy el Resucitado nos envía a todo el mundo. En la primera comunidad cristiana este envío despertó una conciencia de misión universal, es decir, los primeros cristianos llevaron el Evangelio a todo el mundo conocido en ese entonces traspasando las fronteras del pueblo de Israel y llegando a anunciarlo a los paganos. Gracias a su entrega e ímpetu misionero, se cumplieron las palabras del salmista: «Aplaudan, todos los pueblos, aclamen al Señor con gritos de alegría.» (Salmo 46 [47], 2).

            ¿Qué significa para nosotros hoy el mandato «vayan por todo el mundo»?

            Me parece que podemos interpretarlo de dos maneras al menos.

            Por un lado, es un llamado a participar de las múltiples iniciativas misioneras que se concretan visitando ciudades, hogares, familias y personas para compartir nuestra fe en Cristo. Por otro lado, es una llamada a llevar a Jesús a todos los ámbitos de nuestra vida personal, familiar, laboral y comunitaria; una llamada a llevar a Jesús a todo nuestro mundo de relaciones personales y vinculaciones.

            Es un llamado a que la luz del Resucitado ilumine todas las dimensiones de nuestra existencia y todas nuestras relaciones personales y sociales. ¿Llevo la luz, la presencia de Jesús a todas las dimensiones de mi vida cotidiana o  en algún momento o lugar me avergüenzo de declararme cristiano?

«Anuncien la Buena Noticia a toda la creación»

            Somos enviados a todos los lugares, tiempos y personas para anunciar la Buena Noticia. ¿En qué consiste esta Buena Noticia, este Evangelio?

            En primer lugar se trata de la Buena Noticia de la Resurrección de Jesucristo. La Resurrección de Jesús significa que Dios aceptó su sacrificio en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Y desde ese entonces, sabemos que la muerte, el pecado y el mal no tienen la última palabra. La vida plena, el amor y la comunión con Dios han triunfado definitivamente y triunfarán también en cada uno de nosotros.

            De aquí se desprende una segunda dimensión de la Buena Noticia cristiana: creer en la Resurrección de Jesucristo es al mismo tiempo creer en el amor misericordioso e incondicional de Dios por cada uno de nosotros. “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[2]

           Creemos que el amor de Dios es más fuerte que nuestros pecados, egoísmos y errores. ¡Somos amados! Esa es la Buena Noticia cristiana que está destinada «a toda la creación», a todos los hombres y mujeres, sin excepción.

             Finalmente anunciamos esta Buena Noticia no por medio de nuestras propias fuerzas, sino en la fuerza y la gracia del Resucitado, quien habiendo ascendido a los cielos está con el Padre y con nosotros, asistiéndonos y confirmando nuestras palabras y acciones con los signos de su presencia (cf. Mc 16, 20).
   
          A María, Regina Apostolorum – Reina de los Apóstoles, le pedimos que desde su Santuario nos eduque y nos conceda la gracia de la fecundidad apostólica para que siendo conscientes de la gracia bautismal que hemos recibido, anunciemos a todos la Buena Noticia de la Resurrección, la Buena Noticia del amor. Amén.


[1] R. SCHNACKENBURG, El Evangelio según san Marcos (Editorial Herder, Barcelona 1980), 344.
[2] BENEDCITO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 1.

lunes, 7 de mayo de 2018

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes»


Domingo 6° de Pascua – Ciclo B

Jn 15, 9 – 17

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de hoy (Jn 15, 9 – 17) encontramos un hermoso e íntimo diálogo entre Jesús y sus discípulos. En el contexto de la Última Cena, Jesús invita a los suyos a adentrarse en la intimidad del amor que hay entre el Padre y el Hijo, y les recuerda a sus discípulos que precisamente, por haber compartido con ellos esa intimidad, ya no son siervos sino amigos del Señor.

            También nosotros queremos adentrarnos en la intimidad divina y aprender a ser amigos de Jesús recibiendo su amor para compartirlo con los demás.

«Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes»

            Si meditamos con atención la frase de Jesús: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes» (Jn 15, 9) nos daremos cuenta de todo lo que ella implica.

            En primer lugar Jesús nos dice que ha sido amado por el Padre. Creo que es importante que nos demos cuenta de que Jesús tiene conciencia de ser profundamente amado por Dios, su Padre. Es inevitable preguntarse, ¿cómo será el amor del Padre por el Hijo? Podemos suponer que es un amor pleno, desbordante, ya que «Dios es rico en misericordia» (cf. Ef 2,4).

            Y precisamente, con ese amor pleno y desbordante, con ese amor misericordioso, nos ama Jesús. Jesús no guarda para sí el amor que recibe como Hijo en la comunión divina. De hecho, «durante la última Cena», Jesús abre la puerta de la intimidad que como Hijo tiene con su Padre. Con ese amor Jesús amó a sus discípulos de ese entonces; con ese amor Jesús ama a sus discípulos de hoy.

            Sí, Jesús nos ama con el amor del Padre. Por lo tanto, en el amor de Jesús conocemos el amor del Padre. Se cumple así la palabra que Jesús dirigiera a Felipe: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14, 9), ya que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”.[1]

            Por lo tanto, detengámonos a pensar, o mejor aún, a meditar y gustar cómo nos ha amado Jesús. Recorramos nuestra historia de vida con Él, nuestro camino de discípulos. ¿En qué día salió Él a mi encuentro? ¿Cómo fue el momento en que me sentí amado por Él? ¿Qué hizo su amor en mí? ¿Me perdonó? ¿Me sanó? ¿Me levantó? ¿Me devolvió la alegría, la dignidad y la esperanza? ¿Me invitó a seguirlo por un nuevo camino de vida?

            Recordar cómo nos amó y nos ama Jesús es tomar conciencia del gran amor con el cual el Padre nos amó y nos ama. Es renovar nuestra identidad cristiana más profunda: “Hemos creído en el amor: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida.”[2]   

«Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor»

            Y junto con tomar conciencia del gran amor con el cual somos amados, Jesús hoy nos hace un pedido: «Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor.» (Jn 15, 9b – 10a).

            Como vemos, el pedido viene acompañado de una orientación. “Permanezcan en mi amor, permanezcan en ese amor que nace del corazón de Dios Padre y llega a ustedes a través del Hijo.” Pero ese permanecer en el amor no es mero sentimentalismo, tampoco es simplemente una convicción interior. Ese permanecer en el amor del Padre y del Hijo implica cumplir los mandamientos de Jesús.

            Y en concreto aquel que Él llama «mi mandamiento»: «Este es mi mandamiento: ámense los unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15, 12).

            Se nos señala así al menos dos cosas. En primer lugar, que el amor al que Jesús nos invita nunca es solamente sentimiento o buena intención. Permanecer en su amor implica recibir sus palabras, sus enseñanzas y mandamientos y ponerlos en práctica.

Como lo dice el mismo Jesús en otro pasaje del Evangelio, esta vez en Mateo: «No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena.» (Mt 7, 21. 24. 26).

            En segundo lugar, se nos indica que este amor concreto al que se nos llama tiene un modelo, un parámetro según el cual regirse: «Ámense los unos a los otros, como yo los he amado». (Jn 15, 12). Se trata de amar como Jesús amó, como Jesús nos ama a cada uno de nosotros.

            Por eso, ¡qué importante volver a tomar conciencia de que somos amados por el Señor! ¡Qué importante volver a recordar cómo Jesús ama a los suyos! Como lo dice el Evangelio según san Juan: «Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Sí, Jesús nos amó y nos ama hasta el fin, hasta la consumación de su amor, hasta la cruz, hasta dar la vida por los suyos. Por eso él mismo dirá: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). En el fondo, al decir esto, Jesús está describiendo su propio amor por nosotros, y con ello, nos está mostrando el modelo que debemos seguir. Cumplir el mandamiento del amor de Jesús implica asumir su estilo de vida, entrar en la dinámica de su amor: porque soy amado, puedo amar a los demás.

            Así, se vuelve a poner de manifiesto que el cristianismo es al mismo tiempo don y tarea. Es el don del amor del Padre que se recibe en Cristo Jesús. Y es, al mismo tiempo, tarea de compartir ese don con los demás, pues, “ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don.”[3]

«Que ese gozo sea perfecto»

            Finalmente, Jesús dice a sus discípulos –y por ello a cada uno de nosotros-: «Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto» (Jn 15, 11).

            Recibir el amor del Padre en Cristo Jesús y asumir su estilo de vida por medio del amor concreto, nos lleva a compartir el gozo de Cristo mismo. La alegría de Jesús consiste en recibir el amor del Padre y compartirlo con los demás. De la misma manera, nuestra alegría, nuestro gozo, consiste en recibir el amor del Padre, ser amigos de Jesús (cf. Jn 15, 15) y amarnos los unos a los otros como Él nos amó (cf. Jn 15, 12).

            Se trata del gozo que nadie nos podrá arrebatar (cf. Jn 16, 22), pues es el gozo de la certeza de ser amados. Aquel que se sabe amado, puede encontrar el sentido de su vida tanto en la alegría como el sufrimiento, ya que «Dios dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman» (Rm 8, 28).

           
María, Madre de la ternura.
Policlinico Gemelli.
Roma, Italia. 2015.
Y ese gozo se hace perfecto en nosotros porque es un don del Espíritu Santo (cf. Gál 5, 22); es más, es el mismo Espíritu Santo, el Amor increado, actuando en nosotros. Así, el amor cristiano se nos muestra como una realidad trinitaria: tiene su fuente en el Padre, llega a nosotros por medio del Hijo y actúa en nosotros y con nosotros por la acción del Espíritu Santo.

Y precisamente, cuando nos dejamos guiar por el Espíritu Santo y así amamos a los demás, permanecemos en el amor del Señor.

A María, Madre y Maestra del amor, le pedimos que nos eduque y nos enseñe a recibir el don del amor que proviene del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y que recibiendo ese amor lo pongamos en práctica amando concretamente a nuestros hermanos, pues si cumplimos los mandamientos de Jesús, permaneceremos en su amor, como Él cumplió los mandamientos de su Padre y permaneció en su amor (cf. Jn 15, 10). Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 1.
[2] BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, 1.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2011),  83.