Domingo I de Cuaresma – Ciclo B – 2021
Mc 1, 12 – 15
«El Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto»
Queridos hermanos y
hermanas:
En
este primer Domingo de Cuaresma, la Liturgia de la Palabra nos ofrece como
texto evangélico un pasaje tomado del Evangelio
según San Marcos (Mc 1, 12 – 15).
Se trata de cuatro versículos que están redactados muy sencillamente, en el
estilo de Marcos, pero que contienen una riqueza que no solamente vale la pena
desentrañar sino que puede orientar este inicio de la Cuaresma.
«El Espíritu Santo llevó a
Jesús al desierto»
En
primer lugar quisiera llamar la atención sobre el primer versículo del texto: «El
Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto» (Mc 1, 12). Vemos que el Espíritu
Santo actúa, el Espíritu guía, orienta, conduce. Es Él quien lleva a Jesús al desierto.
Así mismo es importante notar que Jesús se deja guiar, Él es dócil a esa conducción
del Espíritu Santo. A partir de este versículo podemos tomar conciencia de que
la docilidad significa apertura y humildad. Ser dóciles significa estar abiertos
al otro; ser humildes significa aceptar la orientación, la guía y la conducción
de otro, y en ese otro percibir la conducción del mismo Espíritu.
Esta
apertura de corazón, esta apertura de alma trae a mi mente una oración que está
en el libro de oraciones Hacia el Padre. En
una de esas estrofas dice: “Abre nuestras almas al Espíritu de Dios, y que Él
nuevamente arrebate al mundo desde sus cimientos.”[1]
“Abre
nuestras almas al Espíritu de Dios”. Pienso que esta debe ser nuestra petición
y nuestra actitud constante en el inicio de esta Cuaresma. Que nuestra alma esté abierta al Espíritu de Dios, a sus
inspiraciones y a su conducción.
En
ese sentido, Cuaresma es el tiempo de
la apertura y de la docilidad del alma a Dios. Y ese es el sentido profundo de
las prácticas cuaresmales del ayuno,
de la oración y de la limosna.
Siempre
de nuevo necesitamos recordar cuál es el sentido de las prácticas cuaresmales. En
primer lugar para no realizarlas como meros actos exteriores o como mero
cumplimiento formal o ritual, y en segundo lugar, para realizar la experiencia
a la cual quieren llevarnos estas prácticas cuaresmales.
En
la oración colecta de este día el
sacerdote le pide a Dios el poder conocer el misterio de Cristo en este tiempo
de Cuaresma. Precisamente ese es el
sentido de estas prácticas cuaresmales cuando las vivimos de corazón, cuando las
vivimos con sinceridad: tener ese conocimiento vital del misterio de Cristo, estar
más abiertos a la presencia y acción de Dios en nuestra vida y por ello ser
dóciles a su conducción.
A
medida que vayamos realizando con sinceridad estás prácticas, ellas nos abrirán
a la presencia de Dios. El ayuno nos
señala la primacía de Dios en nuestras vidas, ya que como está en el Evangelio de Mateo: «El
hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios» (Mt 4, 4). Por eso el ayuno quiere señalarnos que en último término,
si bien el alimento físico es necesario, nuestro alimento más profundo es la
relación con Dios y por tanto, verdaderamente en nuestra vida hay una primacía,
una prioridad de Dios. Prioridad que muchas veces nosotros mismos olvidamos. La
oración apunta a la apertura del
corazón hacia Dios, esa apertura íntima que se da en el diálogo y la escucha de
su Palabra. Y la limosna nos invita a
abrir el corazón hacia nuestros hermanos, a salir de nosotros mismos hacia su
encuentro con sinceridad y generosidad.
Por
eso, al iniciar este tiempo de Cuaresma
es bueno que llenemos de sentido nuestras prácticas cuaresmales para vivirlas
como experiencias de apertura a Dios y de docilidad a su Espíritu y a sus
mociones.
Por
eso les invito a volver a mirar estas tres prácticas cuaresmales y preguntarnos
cómo las vamos a realiza, cómo las vamos a vivir. ¿Cómo va a ser en este tiempo
de Cuaresma mi ayuno, cómo va hacer mi oración,
en qué circunstancias o situaciones voy a poder practicar esa generosidad a la
que me llama la limosna?
También podemos cuestionarnos con sinceridad de
qué tenemos que ayunar para estar más abierto a Dios y ser más libres y dóciles
a su conducción en mi vida.
Cuando
hablamos del ayuno, sin duda lo
hacemos concretamente del ayuno corporal,
donde se nos invita a renunciar a alimentarnos durante un tiempo de alimentos
físicos, para volver a recordar que necesitamos alimentarlos de la Palabra y la
presencia de Dios.
Así
mismo, la práctica del ayuno implica fortalecer
nuestra débil voluntad de sacrificio y animarnos a hacer el bien. Aquel que no
educa su propia voluntad difícilmente va a realizar el bien que quiere realizar,
porque realizar el bien siempre requiere cierto sacrificio, cierta renuncia del
yo. Por ello, el ayuno también apunta
a fortalecer la propia personalidad, pero en último tiempo a recordar que
nuestro alimento es la presencia y la Palabra de Dios, y por eso, además del ayuno físico, preguntémonos también de
qué situaciones, de qué actitudes mías, de qué costumbres, tengo yo que ayunar,
ya que muchas veces, al realizar estas actitudes, al realizar estos actos, al
vivir esas costumbres, nos vamos cerrando a la presencia de Dios y a su conducción.
«Al desierto»
«El
Espíritu Santo llevó a Jesús al desierto». Para
la Sagrada Escritura el desierto como
realidad e imagen es muy importante. El desierto es soledad y silencio. Nos cuesta
imaginar un paraje desierto, porque no tenemos una experiencia de primera mano,
pero podemos entender lo que un lugar físico como el desierto implica y cuáles
son también sus implicancias espirituales.
En
primer lugar el desierto, en el sentido espiritual, apunta hacia la soledad y
el silencio. El desierto es un lugar exigente y rústico, sin comodidades, y
sobre todo sin distracciones.
El
texto evangélico menciona tres realidades que Jesús encuentra en el desierto:
las tentaciones, la convivencia con las fieras -es decir animales-, y la
compañía y el servicio de los ángeles de Dios. ¿De qué nos hablan estas tres realidades?
Si
bien las tentaciones no están desarrolladas en la versión de Marcos (Mc 1, 12 – 15), por Lucas (Lc 4, 1 – 13) y Mateo (Mt 4, 1 – 11)
conocemos el contenido de las mismas. Pero más allá del contenido, la realidad
de la tentación nos habla de la necesidad del autoconocimiento y de la
integración de nuestra personalidad humana.
Jesús tentado en el desierto
Mosaico. Marko Ivan Rupnik.
Muchas
veces miramos la tentación solamente desde el punto de vista moral -que es
necesario-, pero también tenemos que mirar la tentación desde el punto de vista
del autoconocimiento, porque nuestras tentaciones nos hablan de las grietas que
hay en nuestra alma, en nuestra personalidad. Grietas que van a estar siempre
presentes, que nos van a acompañar en el camino de la vida y, en ese sentido, necesitamos
aprovechar la tentación para desarrollar un autoconocimiento: ¿qué cosas y
situaciones, qué personas y realidades abren esas grietas que hay en mi alma y
que necesito integrar por medio del autoconocimiento y de la autoeducación? Recordémoslo:
la tentación, en último término, apunta a la necesidad de integración de la
personalidad humana.
La
convivencia con los animales nos habla de la comunión con la realidad creada. En
la primera lectura, tomada del libro
del Génesis (Gn 9, 8 – 15), hemos escuchado sobre el arca de Noé y los animales que
estaban en ella, y cómo el Señor renueva su alianza con todo el género humano, pero
también con toda la realidad creada representada en los animales. También
nosotros como personas estamos llamados a entrar en esa comunión con la
creación, con la realidad que nos rodea. En efecto, todo pecado es siempre una ruptura de esa comunión con
Dios, con las personas que nos rodean, con la realidad en la cual vivimos y con
nosotros mismos.
En
ese sentido, la experiencia del desierto le permite a Jesús mostrarnos que es
necesario primero integrar nuestra personalidad, en segundo lugar renovar
nuestra comunión con la realidad creada, con el ambiente en el cual vivimos, y
finalmente, por medio de la compañía y el servicio de los ángeles, nos habla de
la necesidad de renovar también siempre la comunión con Dios.
Así
el desierto se nos muestra como lugar exigente, pero precisamente por ello,
como lugar de madurez y de crecimiento, como lugar de integración y de comunión,
como lugar de experiencia y preparación.
Es
interesante que la Liturgia ponga en el
primer Domingo de Cuaresma este
episodio de Jesús guiado por el Espíritu hacia el desierto, y que en el
desierto encontremos este lugar de integración de la personalidad humana, de la
relación con la creación y de la comunión con Dios. En el fondo, esto es lo que
necesitamos hacer en este tiempo de Cuaresma.
Así
el tiempo de Cuaresma se nos brinda
como una oportunidad para que vayamos integrando nuestra personalidad, con
ayuda de la gracia de Dios y también con nuestra propia colaboración. Aquellos
pecados, aquellos defectos, aquellas tentaciones que parecen siempre desordenar
nuestra vida, debemos integrarlas en la
relación con Jesús. Eso nos llevará a integrarnos en el ambiente en el cual
vivimos de forma sana y auténtica; y eso nos llevará también a la comunión con
Dios.
Así
el desierto, lugar exigente pero lugar de la integración, es lugar de
preparación. Porque la conducción del Espíritu y la estancia en el desierto se
transforman para Jesús -y por lo tanto para cada bautizado- en experiencia de
la cercanía del Reino de Dios.
«El Reino de Dios está cerca»
Antes
de iniciar su misión, Jesús es conducido por el Espíritu a la experiencia del
desierto y eso es como una preparación a lo que Él tiene que realizar posteriormente.
Luego de esa experiencia puede Jesús anuncia que «el tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y
crean en la Buena Noticia».
También
nosotros necesitamos dejarnos conducir
por el Espíritu en este tiempo, dejarnos llevar al desierto para así experimentar
la cercanía del Reino de Dios y la llamada del Señor a la conversión.
Por
eso quisiera invitarles a que hagamos de esta Cuaresma un auténtico desierto espiritual, un auténtico tiempo de
apertura a Dios y de docilidad a su Espíritu. Cuando sintamos en nuestro
corazón que el Espíritu nos invita a hacer silencio, a retirarnos de repente a la
soledad para poder facilitar el encuentro con Dios, sigamos esa moción del
Espíritu Santo.
El
Espíritu Santo se manifiesta muchas veces como una pequeña brisa, por ello
tenemos que estar atentos. Si vivimos constantemente distraídos y dispersos no
percibiremos esa pequeña brisa del Espíritu.
Esa
moción del Espíritu en nuestro interior muchas veces nos invita a buscar la
oración, a buscar el silencio, a buscar la lectura de los Evangelios, a buscar la reconciliación con Dios. Cuando sintamos esa
moción, ese soplo del Espíritu de Dios en el corazón, no dejemos que pase,
sigamos esa moción y busquemos esos espacios de desierto espiritual. El Señor
nos está llamando, Él quiere que le abramos el corazón para que Él pueda
conducirnos en el día a día.
Por
todo ello, una vez más, a nuestra querida Mater, Mujer de corazón dócil y abierto, le pedimos: “abre nuestras almas
al Espíritu de Dios, y que Él nuevamente arrebate al mundo desde sus cimientos”.
Amén.
P. Oscar Iván
Saldívar, I.Sch.P.
Rector
del Santuario Tupãrenda - Schoenstatt