Domingo 6° del tiempo durante el año – Ciclo B - 2021
Mc 1, 40 – 45
«Lo
quiero, queda purificado»
Queridos hermanos y hermanas:
En el
evangelio de hoy (Mc 1, 40 – 45) se
nos presenta el encuentro entre un hombre que padecía lepra y Jesús. Como
sabemos la lepra “era símbolo de
impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados e indicar
su presencia a los que pasaban. Era marginado por la comunidad civil y
religiosa. Era como un muerto ambulante.”[1]
Lo hemos escuchado en la primera lectura, tomada del Libro del Levítico: «La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos
sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Será
impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada
estará fuera del campamento.» (Lv
13, 45 – 46).
Podemos imaginar lo duro de la vida
de un leproso. Al dolor propio de la enfermedad, se suma el sufrimiento que
causan la estigmatización y marginación social y el aislamiento. Y por estas
mismas razones podemos apreciar la fuerza interior de este hombre que busca a
Jesús y se acerca a Él, venciendo prejuicios y temores.
Sólo un auténtico encuentro entre
personas es capaz de vencer prejuicios y temores. Contemplemos cómo se da este
encuentro en el texto evangélico de hoy.
«Se le acercó un leproso»
Según
nos relata el evangelio: «se le acercó un
leproso a Jesús para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si
quieres, puedes purificarme”» (Mc
1, 40). Consideremos con atención
este sencillo versículo. El leproso se acerca, se pone de rodillas y expresa
con palabras su petición. Acercarse, arrodillarse y hablar, pedir, orar;
expresar con palabras lo que hay en el corazón.
Repitámoslo:
acercarse a Jesús, arrodillarse con humildad y orar con confianza. Estos actos
del leproso del evangelio son como tres pasos para hacer oración. Es como si el
leproso, con sus acciones y actitudes, nos estuviese mostrando el camino hacia
la oración que es encuentro con Jesús.
El primer paso que nos muestra este hombre es el acercarse
a Jesús, el buscarle a Él con sinceridad, insistencia y valentía. Por ello,
vale la pena que nos preguntemos: ¿cómo acercamos al Señor, cómo buscarle a Él?
En
primer lugar debemos buscar tiempos y espacios de intimidad con Él. Aprender a
cultivar una sana soledad llena de la presencia de Jesús. Para ello “debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la
Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la
Palabra que se nos dirige.”[2]
Sí, necesitamos no solamente
recuperar el valor del silencio, sino atrevernos a hacer silencio, tanto
exterior como interiormente. El espacio de silencio interior puede ser un
espacio para percibir la presencia de Jesús y así estar en intimidad con Él sin
distracciones, sin dispersiones ni ansiedades.Cristo purifica al leproso
Mosaico Bizantino
Wikimedia Commons
En el silencio lleno de su presencia
descubrimos que Él está siempre cercano a nosotros, Él está cerca de los que lo
buscan, de los que lo invocan con sinceridad (cf. Salmo 145, 18) “y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre
que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos.”[3]
No deja de ser interesante que el
leproso, por su condición de enfermo, vivía ya en soledad, en aislamiento. Y en
esa soledad, él supo buscar a Jesús, supo llenar su soledad de su búsqueda.
¿Con qué llenamos nosotros nuestra soledad? ¿Es una soledad sana o un
aislamiento nocivo que nos encierra más y más en nosotros mismos y en nuestras
obsesiones?
El segundo paso que realiza el
leproso del evangelio es arrodillarse. Este hombre no sólo se acerca a Jesús,
no sólo lo busca, sino que una vez ante Él, se arrodilla. Con su cuerpo, con su
postura, expresa su alma, su corazón. Arrodillarse significa abajarse,
abandonar toda pretensión de superioridad y auto-suficiencia. Significa
reconocerse desvalido y necesitado, y mostrarse como tal.
Finalmente, el leproso del evangelio
confía en Jesús y por ello le pide y le implora su purificación. La oración
confiada se expresa con los labios: «si
quieres, puedes purificarme» (Mc
1, 40); es decir, “Señor, yo sé que tú tienes el poder de purificarme. Yo sé
que si tú lo quieres, puedes hacerlo.” En esta petición confiada hay una
impresionante certeza de fe.
El hombre que se expresa así no está probando para ver
si logra algo; muy por el contrario, sabe que es posible, sabe que el Señor
puede hacerlo; sólo depende de la voluntad del Señor, que su voluntad se mueva
a misericordia y que su sabiduría estime que es el momento adecuado para esta
sanación.
Acercarse, arrodillarse y orar. Este es el movimiento
exterior, pero sobre todo interior del hombre aquejado de lepra.
«Jesús,
conmovido, extendió la mano»
Así como en el leproso hay un
movimiento exterior que expresa un movimiento interior, también en Jesús, el
encuentro con el hombre leproso genera un movimiento tanto exterior como
interior.
El encuentro con este hombre leproso
y su oración humilde y confiada conmueven interiormente a Jesús. El evangelio
nos muestra un movimiento que parte desde el corazón, pasa por las manos y se
expresa plenamente por medio de la palabra sanadora y purificadora. La oración
conmueve el corazón, y esto se expresa en la mano que se acerca y toca, para
llegar a su plenitud en la palabra sanadora: «Lo quiero, queda purificado» (Mc
1, 41).
¡Qué experiencia de oración! ¡Qué
encuentro con Jesús!
Aquí podemos ver verdaderamente que
la auténtica oración es encuentro entre Dios y el hombre; es peregrinación del
hombre hacia Dios y de Dios que sale a su encuentro. Constantemente caminamos
el uno hacia el otro. Se trata de una peregrinación de amor, de una búsqueda y
encuentro de amor.
«Lo
quiero, queda purificado»
El encuentro con Jesús restituye al
hombre leproso no sólo la pureza de su cuerpo, sino también de su alma y
corazón. Es decir, restablece la relación de comunión con Dios, con los demás y
consigo mismo. El encuentro con Jesús sana, reconcilia, purifica y nos abre a
relaciones plenas con Dios, con los demás y con nosotros mismos.
No olvidemos que “no se comienza a
ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con
un acontecimiento, con una Persona, que
da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva.”[4]
Sí, es la experiencia del encuentro
con Jesús lo que nos sana y transforma, lo que nos va haciendo plenamente
cristianos, discípulos y testigos de Jesús y su acción salvadora. “Sólo gracias
a ese encuentro –o reencuentro- con el amor de Dios, que se convierte en feliz
amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de nuestra autorreferencialidad.
Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le pedimos
a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero.”[5]
¡Cuánto necesitamos de ese auténtico
encuentro con el Señor!
¡Cuánto necesitamos acercarnos de
verdad a Él!
¡Cuánto necesitamos arrodillarnos y
orar con humildad y confianza!
¡Cuánto necesitamos que él purifique
nuestro corazón!
En la cercanía del inicio de la Cuaresma volvamos a despertar en nuestros
corazones el anhelo de un auténtico y renovador encuentro con Jesús. La Cuaresma “es el momento para decirle a Jesucristo:
«Señor,
me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez
para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores».”[6]
Que María, Mater misericordiae – Madre de misericordia, nos eduque y nos lleve
hacia un auténtico y sanador encuentro con su hijo Jesús. Amén.
P. Oscar Iván Saldívar, I.Sch.P.
Gracias Padre!
ResponderEliminarYo, con mis lepras, pido postrada a los pies de Jesús, si quieres, saname.
Querría ser como el impuro, y tener esa fe ciega porque es sabido que Jesús misericordioso nos sanará y nos levantará en brazos si estamos agobiados cansados porque él también nos prometió que acudiendo en esa circunstancia nos haría descansar
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