30° Domingo durante el año
– Ciclo C
La súplica del humilde
Queridos hermanos y
hermanas:
Nuevamente la Liturgia
de la Palabra nos presenta el tema del culto y de la oración. El domingo 28° meditamos en torno al tema
del culto como reconocimiento de Dios y gratitud para con Él; en el domingo 29° escuchamos cómo Cristo nos
enseñó que es necesario orar siempre sin desanimarse.
Y hoy, la Palabra
de Dios nos enseña la actitud con la cual debemos presentarnos ante Dios para
hacer oración.
Dos hombres subieron al
Templo
Hemos escuchado en el evangelio de hoy la conocida
parábola “del fariseo y el publicano” (Lc
18, 9-14). En ella se nos relata que
«dos hombres subieron al Templo para
orar; uno era fariseo y el otro, publicano». Se nos relata también el
contenido de la oración de cada uno, el contenido de ese diálogo íntimo con Dios.
«El fariseo, de
pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres,
que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno
dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”» En
cambio, la oración del publicano dice simplemente: «“¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”».
En el fondo el fariseo no está haciendo oración, porque
la oración supone el saberse necesitado ante Dios, supone la conciencia de que
ante el Creador somos creaturas, ante el Salvador somos necesitados de
salvación y redención.
Cuando en la oración nos presentamos ante Dios como
auto-suficientes y no necesitados de su misericordia, nosotros mismos nos
cerramos a Dios y su acción, y nuestra oración, en lugar de ser alabanza a
Dios, se transforma en un vano intento de auto-glorificación. Es por eso que Jesús dice que el fariseo no
volvió a su cada justificado (cf. Lc
18,14a), pues, «todo el que se eleva será
humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 18,14b).
Por eso, san Pablo en la Carta a los Efesios nos recuerda: «Ustedes han sido salvados por gracia, mediante la fe. Esto no proviene
de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para
que nadie se gloríe» (Ef 2, 8-9).
No debemos gloriarnos de nuestras obras, sino gloriarnos de la misericordia de
Dios y de nuestra confianza en Él.
La súplica del humilde
En el mismo sentido se expresa el libro del Eclesiástico cuando dice: «La súplica del humilde atraviesa las nubes»
(Ecli 35,17). Sí, cuando con humildad
y autenticidad nos presentamos ante el Señor, nuestra súplica llega a su
presencia, a su corazón. Entonces nuestra súplica es verdaderamente oración.
El publicano, que subió al Templo a orar, volvió a su
casa justificado porque renunció a toda pretensión de justificarse a sí mismo o
de excusarse por los pecados cometidos. Mostrando su fragilidad y su miseria se
dejó justificar por Dios, se dejó hacer justicia por Dios; y así experimentó lo
que hemos rezado al responder al Salmo
de hoy (Sal 33, 2-3. 17-19. 23): «El pobre invocó al Señor, y él lo escuchó».
Sólo entonces se da un verdadero diálogo entre Dios y el
hombre. Sólo entonces el hombre experimenta en profundidad su condición humana
y con ello la riqueza y ternura de la misericordia de Dios. Sólo entonces le
permitimos a Dios ser Dios.
Purificación interior
Todo esto nos muestra que la oración auténtica nunca es
alienación del hombre y fuga de su realidad. Muy por el contrario, en la
auténtica oración, en el auténtico diálogo el Dios vivo el hombre se encuentra
a sí mismo, encuentra su verdadera identidad: la identidad de hijo.
Y aceptando esa identidad de hijo, esa dependencia filial
de Dios encuentra su
camino de plenitud. Humildad es aceptar que dependemos de
Dios. Y aceptando y asumiendo libremente esa dependencia encontramos nuestra
plenitud. Humildad es también aceptar con el corazón que dependemos de los
demás y que no podemos tenernos por justos a nosotros mismos y despreciar a los
demás (cf. Lc 18,9).
Comprendemos entonces que la oración “es un proceso de
purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso,
capaces también para los demás.”[1]
Es un proceso de purificación porque en la auténtica oración nos liberamos de
las mentiras ocultas con las que muchas veces nos engañamos a nosotros mismos y
a los demás. En la oración auténtica, Dios nos ayuda a confrontarnos con
nosotros mismos y mirar nuestra propia realidad con sus ojos.[2]
Así, Dios nos ayuda a descubrir nuestra pequeñez, pero
precisamente en esa pequeñez conocida, aceptada y confesada encontramos nuestra
grandeza: somos hijos dignos de misericordia. Nuestras miserias nos hacen
dignos de misericordia.[3]
A María, la Madre de Misericordia que en su cántico del Magníficat (Lc 1, 46-55) no tuvo miedo de confesar que Dios «miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,48), le pedimos que nos enseñe a vivir nuestra oración como súplica auténtica y humilde, como entrega confiada de nuestra pequeñez para encontrar en Dios nuestra auténtica grandeza. Amén.
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