La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 23 de octubre de 2016

La súplica del humilde

30° Domingo durante el año – Ciclo C

La súplica del humilde

Queridos hermanos y hermanas:

            Nuevamente la Liturgia de la Palabra nos presenta el tema del culto y de la oración. El domingo 28° meditamos en torno al tema del culto como reconocimiento de Dios y gratitud para con Él; en el domingo 29° escuchamos cómo Cristo nos enseñó que es necesario orar siempre sin desanimarse.

            Y hoy, la Palabra de Dios nos enseña la actitud con la cual debemos presentarnos ante Dios para hacer oración.

Dos hombres subieron al Templo

            Hemos escuchado en el evangelio de hoy la conocida parábola “del fariseo y el publicano” (Lc  18, 9-14). En ella se nos relata que «dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano». Se nos relata también el contenido de la oración de cada uno, el contenido de ese diálogo íntimo con Dios.

            «El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”» En cambio, la oración del publicano dice simplemente: «“¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”».

           
                Al detenernos a analizar la oración de cada uno de estos hombres y la actitud que en ella expresa cada uno, nos damos cuenta que la oración del fariseo más que un diálogo con Dios es un monólogo sobre sus logros personales y sus supuestos méritos.

            En el fondo el fariseo no está haciendo oración, porque la oración supone el saberse necesitado ante Dios, supone la conciencia de que ante el Creador somos creaturas, ante el Salvador somos necesitados de salvación y redención.

            Cuando en la oración nos presentamos ante Dios como auto-suficientes y no necesitados de su misericordia, nosotros mismos nos cerramos a Dios y su acción, y nuestra oración, en lugar de ser alabanza a Dios, se transforma en un vano intento de auto-glorificación.  Es por eso que Jesús dice que el fariseo no volvió a su cada justificado (cf. Lc 18,14a), pues, «todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 18,14b).

            Por eso, san Pablo en la Carta a los Efesios nos recuerda: «Ustedes han sido salvados por gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2, 8-9). No debemos gloriarnos de nuestras obras, sino gloriarnos de la misericordia de Dios y de nuestra confianza en Él.

La súplica del humilde

            En el mismo sentido se expresa el libro del Eclesiástico cuando dice: «La súplica del humilde atraviesa las nubes» (Ecli 35,17). Sí, cuando con humildad y autenticidad nos presentamos ante el Señor, nuestra súplica llega a su presencia, a su corazón. Entonces nuestra súplica es verdaderamente oración.

            El publicano, que subió al Templo a orar, volvió a su casa justificado porque renunció a toda pretensión de justificarse a sí mismo o de excusarse por los pecados cometidos. Mostrando su fragilidad y su miseria se dejó justificar por Dios, se dejó hacer justicia por Dios; y así experimentó lo que hemos rezado al responder al Salmo de hoy (Sal 33, 2-3. 17-19. 23): «El pobre invocó al Señor, y él lo escuchó».

           
            Se nos muestra así que la actitud fundamental para hacer oración es la humildad y que la humildad siempre es verdad. Y la verdad sin rodeos, la verdad sin excusas, la verdad sin apariencias. En el fondo, la oración más que palabras y gestos es presentarse con sinceridad y confianza ante el Señor. Así como somos: con nuestros logros y fracasos, con nuestras virtudes y defectos, con nuestras miserias y anhelos.

            Sólo entonces se da un verdadero diálogo entre Dios y el hombre. Sólo entonces el hombre experimenta en profundidad su condición humana y con ello la riqueza y ternura de la misericordia de Dios. Sólo entonces le permitimos a Dios ser Dios.

Purificación interior

            Todo esto nos muestra que la oración auténtica nunca es alienación del hombre y fuga de su realidad. Muy por el contrario, en la auténtica oración, en el auténtico diálogo el Dios vivo el hombre se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera identidad: la identidad de hijo.

            Y aceptando esa identidad de hijo, esa dependencia filial de Dios encuentra su 
camino de plenitud. Humildad es aceptar que dependemos de Dios. Y aceptando y asumiendo libremente esa dependencia encontramos nuestra plenitud. Humildad es también aceptar con el corazón que dependemos de los demás y que no podemos tenernos por justos a nosotros mismos y despreciar a los demás (cf. Lc 18,9).

            Comprendemos entonces que la oración “es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás.”[1] Es un proceso de purificación porque en la auténtica oración nos liberamos de las mentiras ocultas con las que muchas veces nos engañamos a nosotros mismos y a los demás. En la oración auténtica, Dios nos ayuda a confrontarnos con nosotros mismos y mirar nuestra propia realidad con sus ojos.[2]

            Así, Dios nos ayuda a descubrir nuestra pequeñez, pero precisamente en esa pequeñez conocida, aceptada y confesada encontramos nuestra grandeza: somos hijos dignos de misericordia. Nuestras miserias nos hacen dignos de misericordia.[3]

            A María, la Madre de Misericordia que en su cántico del Magníficat (Lc 1, 46-55) no tuvo miedo de confesar que Dios «miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,48), le pedimos que nos enseñe a vivir nuestra oración como súplica auténtica y humilde, como entrega confiada de nuestra pequeñez para encontrar en Dios nuestra auténtica grandeza. Amén.


[1] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 33.
[2] Cf. BENEDICTO XVI, Ibídem
[3] Cf. P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. Kentenich (Nueva Patris, Santiago de Chile 2015), 147-150.

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