Domingo 27° durante el año
– Ciclo C
Aumenta mi fe para
perdonar de corazón
Queridos hermanos y
hermanas:
La perícopa evangélica de hoy (Lc 17, 3b-10) inicia con una enseñanza sobre el perdón: «Si tu hermano peca, repréndelo, y si se
arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas
vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo.» (Lc 17, 3b-4).
Se trata de una enseñanza para la vida comunitaria, es
más, se trata de “una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano”.[1]
Siguiendo a su Maestro y creyendo en el Dios “que no se cansa nunca de
perdonar”[2],
el cristiano sabe reconocer el arrepentimiento sincero de su hermano y otorga
de corazón el perdón con el cual él mismo ha sido perdonado por Cristo (cf. Mt 18,33).
«Auméntanos la fe»
Sin embargo, por nuestra experiencia sabemos que es
difícil perdonar de corazón. Sobre todo cuando hemos sido ofendidos por
personas en quienes confiamos o cuando hemos sido heridos en nuestros
sentimientos más íntimos. También los apóstoles lo saben. Por eso, confrontados
con el estilo de vida cristiano, el estilo de la misericordia y el perdón,
responden: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).
Sí, necesitamos que el Señor aumente en nosotros el don
de la fe para poder mirar con sus ojos la realidad humana y comprenderla según
su corazón. Necesitamos los ojos y el corazón de Jesús para poder perdonar a
los demás como Él nos perdona.
Así la fe en Cristo Jesús es “una luz que ilumina todo el
trayecto del camino”[4]
humano, del camino de la vida. Esta fe que se expresa tan bellamente en las
palabras de la Primera Carta de san Juan:
«Nosotros hemos conocido el amor que Dios
nos tiene y hemos creído en él» (1Jn
4,16), debe convertirse en el criterio fundamental de nuestra vida y de
nuestras relaciones humanas.
¿Qué es la fe?
Todo esto nos lleva a preguntarnos con sinceridad: ¿qué
es la fe? ¿La comprendemos en toda su amplitud? ¿La vivimos en todas sus dimensiones?
Llamativamente, luego de la petición de los apóstoles y
de la sentencia referida a la fe del tamaño de un grano de mostaza (cf. Lc 17,6), el Señor Jesús pronuncia una
pequeña parábola que podríamos llamar la parábola de los servidores humildes
(cf. Lc 17, 7-10).
En ella Jesús describe la tarea cotidiana de los
servidores en el campo: arar, cuidar del ganado y servir la mesa de sus amos.
Luego de todo este trabajo, el amo «¿deberá
mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?» (Lc 17,9). La respuesta a esta pregunta
es no. Simplemente ha hecho lo que debía hacer: su tarea.
Y esto Jesús lo aplica a sus discípulos: «Así también ustedes, cuando hayan hecho
todo lo que se les mande, digan: “Somos simples servidores, no hemos hecho más
que cumplir con nuestro deber”.» (Lc
17,10).
«Somos simples servidores»
No estamos acostumbrados a concebir nuestra vida de fe
como una vida de servicios al Señor. Muchas veces entendemos la fe como el
asentimiento dado a un conjunto de verdades, como se expresan en el Credo, por ejemplo (fe en la cual creemos). Otras veces, acentuamos en la fe la
dimensión de entrega y confianza en Cristo Jesús (fe que cree), pero no alcanzamos a deducir sus consecuencias para
nuestra vida.
Sin duda que la dimensión principal de la fe cristiana es
fe en una persona, se trata de un creo en
ti. Pero si creemos y confiamos en Cristo Jesús y sus palabras, entonces tenemos
que aprender a obedecerle, tenemos que aprender a servirle con nuestra vida.
Si somos sinceros reconoceremos que muchas veces tratamos
de servirnos de nuestra fe, tratamos de hacer de Dios mismo nuestro siervo. Como
dice una oración del Hacia el Padre:
“Hasta ahora tuve yo el timón en las manos;
en el barco de la vida tan a menudo te olvidé;
me volvía desvalido hacia ti [Padre], de vez en cuando,
para que la barquilla navegara según mis planes.”[5]
En mi vida de fe, en mi oración, ¿cómo me posiciono ante
Dios? ¿Trato de ser un “simple servidor” o me presento como señor? ¿Me abro a
la voluntad de Dios o rezo para que se haga mi voluntad?
«Somos simples servidores»
dice el Evangelio. Y la fe que nos entrega y enseña Cristo tiene que ver con
esa conciencia de ser servidores de Dios. Servidores obedientes y generosos, y
por eso hijos.
Por ello, cuando percibimos el querer de Dios le
ofrecemos “la obediencia de la fe”, por la cual nos confiamos libre y
totalmente a Él entregándole nuestro entendimiento y nuestra voluntad.[6]
Es decir, porque creemos en Dios, nos entregamos a Él con amor y le obedecemos
por amor.
«Hemos creído en el
amor» (cf. 1Jn 4,16) y por eso
estamos llamados a vivir el amor viviendo el perdón. «Hemos creído en el amor» y por eso estamos llamados a ser simples
y sencillos servidores de Dios en el día a día.
A María, Madre de la misericordia y de la fe, le pedimos
que nos enseñe a creer en Dios y a entregarle
nuestra obediencia filial. Con Ella, que ante el ángel de Dios se
presentó como «la servidora del Señor»
(Lc 1,38), le suplicamos a Jesús:
“Señor, aumenta mi fe en ti para que pueda perdonar de corazón a mis hermanos”.
Amén.
[1]
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus
9.
[2]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 3.
[3]
PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus
9.
[4]
PAPA FRANCISCO, Lumen Fidei 1.
[5] P.
JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 398.
[6]
Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.
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