La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 21 de octubre de 2017

«¿De quién es esta figura y esta inscripción?»

29° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 22, 15 - 21

«¿De quién es esta figura y esta inscripción?»

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de hoy (Mt 22, 15 – 21) nos presenta a los fariseos «que se reunieron para sorprender a Jesús en alguna de sus afirmaciones». Con hipocresía tienden a Jesús una trampa en torno a la cuestión del pago de los impuestos a Roma: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios, sin tener en cuenta la condición de las personas, porque Tú no te fijas en la categoría de nadie. Dinos qué te parece: ¿Está permitido pagar el impuesto al César o no?».

Premeditadamente los fariseos se hacen acompañar de los partidarios de Herodes[1] al plantear esta cuestión a Jesús. Ellos esperan que Jesús responda afirmativa o negativamente; en cualquiera de los dos casos planean recriminar a Jesús su postura y utilizarla en su contra.

Si Jesús dice que hay que pagar el impuesto al César –emperador romano-, tendrán la oportunidad de presentarlo como enemigo del pueblo de Israel y de sus tradiciones religiosas; en cambio, si Jesús responde que no hay que pagar el impuesto al emperador romano, fariseos y herodianos podrán denunciarlo como enemigo político del César.

«¿Por qué me tienden una trampa?»

            Jesús se da cuenta de la trampa que intentan tenderle. Como lo vemos en el propio texto evangélico, el Señor no cae en ella, no cae en el juego de contraponer el poder político con el poder de Dios. En el fondo, fariseos y herodianos han igualado al emperador romano y a Dios. La pregunta por el pago del impuesto es la pregunta por la soberanía. ¿Quién tiene verdadera soberanía sobre la humanidad? ¿El poder político de turno o Dios?

            La Liturgia de la Palabra responde a esta pregunta a través de la primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías. Por medio del profeta se nos explica que el poder político, el poder humano, siempre está por debajo de la soberanía de Dios. De hecho, Isaías nos presenta una visión providente de la historia humana y del rol que en la misma juega el poder político.

            Cuando el texto dice: «Por amor a Jacob, mi servidor, y a Israel, mi elegido, yo te llamé por tu nombre, te di un título insigne, sin que tú me conocieras» (Is 45,4); se refiere al hecho de que para el texto sagrado, el poder político de Ciro es una concesión de la Divina Providencia. Dios ha concedido a Ciro «un título insigne», el título y autoridad de rey; y lo ha hecho por amor a Israel; ya que Ciro es el que permite el retorno a Jerusalén de las comunidades judías deportadas en Babilonia. Para acentuar esta soberanía de Dios sobre toda soberanía humana, el texto insiste: «Yo soy el Señor, y no hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí» (Is 45,5a).

           Por lo tanto, no podemos comparar el poder político y la soberanía de Dios, no podemos equipararlos, y menos aún tratar de delimitar las esferas de cada uno para luego sugerir una especie de convivencia oportunista.

            La idea tan extendida en muchos ambientes de que la religión pertenece al ámbito privado de la vida y no debe hacer ningún aporte a la convivencia social, es un intento moderno por equiparar a Dios y al poder de la opinión pública. Se traza un radio de acción para el poder de Dios que queda confinado a la vida privada de la persona y se extiende el poder de la opinión pública, del Estado y de los organismos internacionales a todos los ámbitos de la vida humana.

En el fondo se trata de sustituir a Dios reemplazándolo con el ídolo de la opinión pública; se trata de sustituir a la conciencia humana iluminada por la fe con una razón auto-limitada que sólo reconoce determinados argumentos, se cierra a la voz del ser presente en el ser humano y niega el sentido trascendente de la realidad humana.

«Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios»

            Cuando Jesús responde: «Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios» (Mt 22,21); no está diciendo que hay partes de la vida humana que pertenecen al poder político y partes de la vida humana que pertenecen a Dios. Más bien nos recuerda que la vida humana –su existencia, sentido y totalidad- pertenecen a Dios; por lo tanto, la totalidad del corazón humano le pertenece a Dios.

            Al poder político, al poder humano, pertenecen las herramientas con las cuales el hombre lleva a adelante su vida social y busca mejorarla; pero el sentido último de la vida pertenece a Dios; por lo tanto, desde la relación fundamental con Dios en Cristo, el hombre está llamado a iluminar todos los ámbitos de su vida, tanto el ámbito privado como el ámbito de la convivencia social.

«¿De quién es esta figura y esta inscripción?»

           
Denario del emperador Tiberio.
Antes de responder a sus interlocutores, Jesús pide que se le muestre la moneda con la cual se paga el impuesto al César (cf. Mt 22,19). El texto del evangelio dice: «Ellos le presentaron un denario. Y Él les preguntó: “¿De quién es esta figura y esta inscripción?” Le respondieron: “Del César”» (Mt 22, 20 – 21a).

            Por lo tanto, “el tributo al César se debe pagar, porque la imagen de la moneda es suya; pero el hombre, todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y, por tanto, a él, y sólo a él, cada uno debe su existencia. Los Padres de la Iglesia, basándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del emperador impresa en la moneda del tributo, interpretaron este pasaje a la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del libro del Génesis. Un autor anónimo escribe: «La imagen de Dios no está impresa en el oro, sino en el género humano» (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42).”[2]

            Porque somos “imagen de Dios”, porque llevamos impresa su imagen en nuestro corazón le pertenecemos a Dios. Somos su “moneda” más preciada, más valiosa. Y por eso la vida humana, en su dimensión personal y social está llamada a encontrar su sentido y su realización plena en Dios.

            Al proponer la fe como elemento de diálogo social, los cristianos no buscamos imponer nuestro pensamiento; más bien buscamos un ámbito de diálogo sincero para anunciar la buena nueva de que el hombre, varón y mujer, es imagen preciosa de Dios, y que por lo mismo, toda vida humana tiene un valor y dignidad únicos que nada ni nadie puede arrebatar. Por eso, “la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios.”[3]

            A María, Madre de Cristo Jesús que es la «Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación» (Col 1,15), le pedimos que nos eduque para reconocer en cada hombre y en cada mujer la imagen preciosa de Dios; y así, reconociendo, sirviendo y dignificando a nuestros hermanos demos alegre testimonio de que la vida humana le pertenece a Dios y en Él encuentra su plenitud. Amén.        
  



[1] Los herodianos apoyaban a Herodes Antipas, Tetrarca de Perea y Galilea, y a la dinastía fundada por Herodes el Grande. Si bien gobernaba sobre Galilea, su poder y autoridad dependían de Roma.
[2] BENEDICTO XVI, Santa Misa para la Nueva Evangelización, Homilía del 16 de octubre de 2011 [en línea]. [fecha de consulta: 21 de octubre de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20111016_nuova-evang.html>
[3] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Lumen Fidei, 50.

sábado, 14 de octubre de 2017

Elegir el amor para ser elegidos por el Amor

Elegir el amor para ser elegidos por el Amor

Queridos hermanos y hermanas:

Una vez más, en la Liturgia de la Palabra de hoy[1] nos encontramos ante una parábola de Jesús. “Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús. (…) En las parábolas (…) sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. Pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4,10).”[2]

Sí, también nosotros debemos preguntarle al Señor: “¿Qué nos quieres decir con esta parábola? ¿Qué significa esta palabra tuya para nosotros? ¿Hacia dónde quieres guiarnos?”

Para poder percibir en nuestro corazón la respuesta de Jesús debemos volver a escuchar en nuestro interior la Palabra de Dios, contemplar lo que ella nos propone.

Mi banquete está preparado…Vengan a las bodas

            Al contemplar los textos que hemos escuchado hoy, tomamos conciencia de que la imagen que domina la Liturgia de la Palabra de hoy es la imagen del “banquete”. Tanto la primera lectura –tomada del profeta Isaías- como el Evangelio giran en torno a esta imagen. Incluso el salmo dice: “Tú preparas ante mí una mesa… mi copa rebosa” (Sal 22, 5).

            El profeta Isaías nos ofrece una imagen atrayente de este banquete:

            “El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados.” (Is 25,6).

            Les invito a cerrar los ojos, y permitir que nuestra imaginación nos vaya mostrando lo que el profeta nos anuncia. En primer lugar, resuena la generosa oferta de Dios: “El Señor ofrecerá a todos los pueblos un banquete de manjares suculentos”. El mismo Dios prepara ante nosotros una mesa hermosa, la podemos imaginar cubierta con delicados manteles, y sobre ella manjares suculentos, alimentos atractivos a la vista, al olfato y al paladar. ¡Quién no se alegraría ante la vista de tan hermosa mesa!

            “Manjares suculentos, vinos añejados”. Todos estos deliciosos alimentos están regados con finos vinos añejados, cuyo aroma y sabor alegran el corazón.

            Y en el Evangelio se nos vuelve a insistir: “«Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas»” (Mt 22,4).

            La imagen del banquete, presente a lo largo de las Sagradas Escrituras, simboliza la alegría festiva de la comunión con Dios, la alegría de compartir la mesa con Dios y con los hombres. Se trata de una imagen del Reino de los Cielos en su cumplimiento escatológico. Se nos invita a un banquete, a una fiesta gozosa donde todos compartirán los alimentos preparados por el mismo Dios.

            Pero este anuncio profético no sólo anuncia una realidad por venir, sino que anuncia también una realidad presente ya en nuestras vidas. Dios, en Cristo Jesús, nos invita ya ahora a participar de este hermoso banquete. Se trata de la alegría de la vida en comunión con los demás, se trata de la celebración eucarística que vivimos cada domingo. En cada Eucaristía, es Jesús quien prepara ante nosotros su mesa, y el manjar suculento que nos ofrece es su propio Cuerpo, y el vino decantado su propia sangre. ¡Nos alimenta con su propio ser! ¡Qué hermoso lo que nos ofrece el Señor!

Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación

            Sí, el banquete que el Señor ofrece es la vida en comunión con todos los hombres y mujeres, la vida que nos transforma en hermanos. El banquete que el Señor ofrece es su Eucaristía.

            Sí, es un ofrecimiento, un don, un regalo. Pero todo ofrecimiento es un llamado a nuestra libertad y todo llamado espera una respuesta. Es lo que dramáticamente se nos describe en el Evangelio:

            “Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero éstos se negaron a ir.” (Mt 22, 3).

            “«Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas». Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron.” (Mt 22,4-6).

            El amor de Cristo Jesús es siempre un regalo, es siempre un don, y, “por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar”.[3] Sin embargo, es don que se nos hace y exige de nosotros una respuesta. Si se nos ha de regalar algo, debemos aceptarlo, recibirlo.

            ¿Cómo recibir un don tan sobreabundante? No se trata de merecerlo, sino de acogerlo. Y acogerlo significa no solamente decir “sí”, significa elegir libremente y con responsabilidad aceptar la invitación de Jesús.

            Todos los días Jesús nos invita a su banquete, todos los días Jesús nos invita a dejar de lado el egoísmo y el pecado, y alimentar nuestra alma con la generosidad y el amor. Y si todos los días Jesús nos invita a compartir su vida festiva, todos los días debemos responderle. Porque el amor es elegir cada día de nuevo al que amo.

            A veces queremos justificar nuestros egoísmos y pecados, queremos convencernos a nosotros mismos de que nuestros defectos y malos hábitos son más fuertes que nuestra voluntad. Nos entregamos al fatalismo del pecado: “yo soy así, y no puedo cambiar”. Y al hacerlo renunciamos a nuestra libertad.

            Es cierto que experimentamos la fuerza del pecado en nuestras vidas –a veces hasta la padecemos-, pero siempre queda en nosotros la libertad del arrepentimiento y del volver a empezar, siempre queda en nosotros la libertad de luchar por el bien, la verdad, la belleza y el amor. Siempre de nuevo podemos tomarnos de la mano de Jesús y experimentar lo que San Pablo dice: “Yo lo puedo todo en Aquél que me conforta.” (Flp 4,13).  

Muchos son llamados, pero pocos son elegidos

            La libertad humana implica responsabilidad, la responsabilidad sobre nuestras decisiones, sobre lo que hacemos o evitamos. Y esta libertad humana está llamada a convertirse en la libertad de los hijos de Dios (cf. Ga 5,1). No nos excusemos más en las circunstancias que nos rodean, en nuestros estados de ánimo o en los demás. Asumamos nuestra responsabilidad, asumamos nuestra libertad y entonces, con ayuda de la gracia de Cristo, volveremos a ser conscientes de que podemos –y queremos- elegir el bien.

            Sí, “muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mt 22,14). Todos y cada uno de nosotros ha sido llamado, invitado al banquete del amor de Jesús, y para ser elegidos, lo único que debemos hacer es confiar y volver a elegir el amor, volver a elegir a Jesús. Si elegimos el amor, el Amor nos elegirá a nosotros. Amén.



[1] 12 de octubre de 2014, DOMINGO 28° DEL TIEMPO DURANTE EL AÑO, CICLO A.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta Chilena S.A., Santiago de Chile 2007), 223.
[3] BENEDICTO XVI, Caritas in veritate 34.

sábado, 16 de septiembre de 2017

El perdón cristiano

24° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 18, 21 – 35

El perdón cristiano

Queridos hermanos y hermanas:

            El evangelio de hoy (Mt 18, 21-35) está íntimamente unido al del domingo anterior (Mt 18, 15-20). Así como el domingo anterior reflexionábamos sobre la “corrección fraterna”; hoy reflexionaremos sobre el “perdón cristiano”. ¿Dónde tiene su origen este perdón? ¿Qué lo caracteriza?

«¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»

            El evangelio inicia cuando Pedro pregunta: «Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21). Al mencionar la frase «hasta siete veces», Pedro quiere indicar su capacidad de ofrecer generosamente el perdón al hermano que lo ha ofendido.

Sin embargo, esta es una generosidad meramente aparente; pues, en el fondo nace de la pretensión de que son los otros los únicos que se equivocan y pecan contra nosotros. Por lo tanto nosotros simplemente perdonamos o disculpamos esas faltas desde una posición de superioridad moral.

            En el fondo, Pedro olvida que él mismo ha sido perdonado una y otra vez por parte de Aquel que en verdad es generoso en conceder el perdón. Esa auténtica generosidad en conceder el perdón por parte de Dios, está expresada bellamente en el salmo que dice:

«Bendice al Señor, alma mía, 

que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;

bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios.

El perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias.

No nos trata según nuestros pecados

ni nos paga conforme a nuestras culpas.» (Salmo 103, 3. 10).

Por lo tanto, una vez más Jesús necesita educar a sus discípulos y corregir su visión del perdón. Entonces el Señor relata la parábola conocida como “la parábola del servidor sin entrañas de misericordia” (Mt 18, 23 – 34).

«Señor, dame un plazo y te pagaré todo»

            La parábola nos presenta la situación de un servidor que ante el requerimiento de su señor, se encuentra incapaz de devolver lo que en justicia debe:

«El Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.» (Mt 18, 23-26).

El desvalimiento del servidor ante su señor es evidente; la deuda es tal que no puede pagarla y es condenado a ser vendido junto con su familia y todas sus posesiones. El servidor pide un plazo para pagar la deuda. Ante esta petición, su señor le responde con una generosidad inesperada: el rey no le concede un plazo para pagar la deuda –sabe que no posee los medios para hacerlo-, sino que le concede el perdón de su deuda, la cancela totalmente. «Cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados» (Salmo 103,12).

¡Cuánta alegría y cuánto alivio habrá experimentado este hombre en su corazón! Sin embargo, pareciera ser que pronto olvida esta alegría que brota del perdón misericordioso de su señor y no de su propio esfuerzo o mérito.

En la segunda parte de la parábola vemos con sorpresa y dolor que este mismo servidor es incapaz de misericordia con un compañero suyo –«No tiene piedad de un hombre semejante a él» (Eclesiástico 28,4)-; y, lo que es peor, no es capaz de perdonar una deuda mucho menor a la que le han perdonado a él:

«Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes". El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.» (Mt 18, 28 – 30).

«¿No debías también tú tener compasión de tu compañero?»

            Con razón, «los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor» (Mt 18,31); y la reacción del rey es clara y aleccionadora: «¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía» (Mt 18,33-34). El Señor Jesús agrega: «Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos.» (Mt 18,35).

            La enseñanza es clara: «Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados» (Eclesiástico 28,2). Sin embargo vale la pena que nos detengamos a reflexionar en la misma. ¿Por qué se nos pide esta compasión, esta misericordia con nuestros hermanos?

Se nos pide misericordia simple y profundamente por dos razones. En primer lugar porque nosotros mismos hemos recibido misericordia. Y en segundo lugar porque día a día experimentamos nuestra propia miseria y necesidad de misericordia.

 Y aquí  es importante tomar conciencia del sentido de nuestras propias faltas y pecados. Muchas veces, sobre todo para las personas religiosas o idealistas, es doloroso experimentar el propio pecado y la propia miseria. Sin embargo, Dios en su sabiduría y misericordia permite que experimentemos cuán pequeños somos para que lleguemos a ser verdaderamente humildes; para que aprendamos a ser mansos de corazón y comprensivos con nuestros hermanos; para que seamos ágiles espiritualmente; y para que lo busquemos a Él de todo corazón.

Sin negar la realidad moral del pecado –que consiste en actuar libre y conscientemente en contra de lo que Dios nos propone en nuestra vida de alianza con Él-; debemos ver la dimensión pedagógica del mismo. Es decir, podemos aprender a ser más humanos y sinceramente religiosos si miramos nuestras faltas y pecados con sinceridad y en presencia de Dios. Las lecturas de hoy nos indican ese camino.

El pecado y la propia debilidad, cuando son reconocidos y asumidos, nos ayudan a ser compasivos con los demás; nos ayudan a ser mansos de corazón en el trato con los otros y nos ayudan a tener una mirada comprensiva. Con razón dice el papa Francisco que la “misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.”[1]

Porque experimentamos con dolor nuestros propios límites y nuestros pecados; porque experimentamos con dolor que no vivimos plenamente según el ideal al que aspiramos; miramos la ofensa del hermano no con ira y venganza, sino con dolor y compasión. La debilidad de mi hermano me duele porque me causa sufrimiento, pero también porque él sufre con la cruz de su pecado, al igual que yo sufro con mi pecado.

Comprendemos entonces que el perdón cristiano tiene su origen no en nuestras propias fuerzas y méritos; sino en la misericordia que hemos recibido de Dios como un don para compartir. Por lo tanto, lo característico del perdón cristiano es la fuerza y la alegría de perdonar de todo corazón, porque nosotros hemos sido perdonados de todo corazón. Y esa experiencia de misericordia nos concede ser mansos, gentiles y tiernos con los demás. Anhelamos ternura, por eso regalamos la ternura que hemos recibido de Cristo.

Dirijámonos a María, Mater Misericordiae – Madre de la Misericordia; y pidámosle que sus “ojos misericordiosos (…) estén siempre vueltos hacia nosotros”[2] y que nos enseñe a recibir confiadamente el perdón de su Hijo para regalarlo humilde y generosamente a nuestros hermanos. Amén.



[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Misericordia et misera, 22.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Sobre la corrección fraterna

23° Domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 18, 15 – 20

Sobre la corrección fraterna

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de hoy (Mt 18, 15-20) nos habla de la “corrección fraterna”: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15).

Ciertamente estamos siempre listos para corregir o señalar las faltas de las personas que nos rodean; pero esta actitud,  ¿es corrección fraterna o simple crítica que surge no del amor, sino de la envidia? ¿Cómo hacer la distinción?

«Ojalá hoy escuchen la voz del Señor»

Debemos mirar la primera lectura, tomada del Libro del Profeta Ezequiel (Ez 33, 7–9); allí encontraremos la clave para distinguir la verdadera corrección fraterna de la mera crítica o la envidia.

Según el texto, el Profeta ha recibido el siguiente encargo de parte de Dios: «A ti, hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel: cuando oigas una palabra de mi boca, tú les advertirás de mi parte» (Ez 33,7); eso significa que el primero en corregirnos es Dios mismo.

Por lo tanto, para corregir a un hermano tenemos que escuchar la palabra de Dios primero; sólo entonces seremos capaces de corregir verdaderamente a nuestros hermanos y hermanas. Y esto es así, porque la corrección no surge de nuestra envidia o de nuestras críticas; no surge de nuestras propias ideas o criterios; sino de la palabra de Dios.

Al constatar esto, sería bueno que cada uno de nosotros haga un breve examen de conciencia: “Cuando corrijo a un hermano o a una hermana; ¿De dónde surge esa corrección? ¿Nace de mi envidia o de mi escucha de la palabra de Dios?”.

Ahora entendemos por qué el salmo de este día reza: «Ojalá hoy escuchen la voz del Señor» (Salmo 95,7). Sólo un corazón lleno de la palabra de Dios puede verdaderamente corregir con amor y por amor.

«Si tu hermano peca»

Pienso que ahora estamos listos para comprender y poner en práctica las palabras de Jesús con respecto a la corrección fraterna.

En primer lugar, Jesús nos enseña a buscar el diálogo personal: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano» (Mt 18, 15). Ciertamente, este es un consejo claro, simple y sabio; pero muy difícil de poner en práctica. Lamentablemente, es muy común ver cómo la gente se critica entre sí sin buscar un diálogo personal, maduro y directo. Parece ser que preferimos el chisme al diálogo; la confrontación a la reconciliación. Ese no es el camino del Señor. Él siempre nos invita a crecer en el amor fraterno y en la responsabilidad mutua a través de un diálogo maduro y sincero.

Si el diálogo personal no funciona; nuestro Señor nos aconseja: «Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos» (Mt 18, 16). Esto significa que necesitamos buscar ayuda cuando el diálogo personal no funciona. Así nos damos cuenta de que el punto de vista de otra persona puede complementar nuestro propio punto de vista y enriquecer el diálogo de una manera constructiva.

Y finalmente, si este diálogo en común no funciona, el asunto debe ser llevado a la comunidad, a la Iglesia. ¿Por qué el Señor nos indica esto? Porque si realmente pertenecemos a una comunidad, entonces estamos vinculados por sus costumbres, sus leyes y su estilo de vida. La pertenencia a nuestra comunidad eclesial debe expresarse tanto en nuestra actitud como en nuestro estilo de vida concreto. Por lo tanto, la comunidad tiene el derecho y la responsabilidad de aconsejarnos y corregirnos si es necesario.

«Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente»

Pero, una vez más, debemos recordar que el fundamento de la comunidad cristiana -y de sus decisiones- siempre debe ser Cristo: «También les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos» (Mt 18, 19-20).

Por lo tanto, si la comunidad quiere corregir a sus miembros, ella misma tiene que ponerse en la presencia del Señor y escuchar su palabra. Una comunidad que escucha continuamente la Palabra de Dios es una comunidad que tendrá la capacidad de educar a sus miembros según los deseos de Dios y de acuerdo a un estilo de vida cristiano.

Precisamente el estilo de vida que nos propone san Pablo en su Carta a los Romanos: «Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió toda la Ley. El amor no hace mal al prójimo. Por lo tanto, el amor es la plenitud de la Ley» (Rm 13, 8.10).

Pidamos a nuestra querida Madre, Regina Caeli - Reina del Cielo, que nos eduque a cada uno de nosotros como miembros de una comunidad que refleje la presencia de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, tanto en la actitud como en la acción; lo hacemos diciendo:

“Haz que Cristo

brille en nosotros con mayor claridad;

Madre, únenos en comunidad santa;

danos constante prontitud para el sacrificio,

así como nos lo exige

           nuestra santa misión.”[1]Amén.



[1] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 194.

About fraternal correction

23rd Sunday of the Year (A)

Mt 18: 15 – 20

About fraternal correction

Dear brothers and sisters:

            Today´s gospel (Mt 18: 15 – 20) talks to us about “fraternal correction”: «If your brother sins against you, go and tell him his fault, between you and him alone. If he listen to you, you have gained your brother» (Mt 18:15).

            Certainly we are always ready to correct or signal the faults of the people around us; but is that fraternal correction or a simple critic that arises not from love but from envy? How to make the distinction?

«O that today you would listen to his voice!»

            We should look at the first reading –taken from the Book of the Prophet Ezekiel-; there we will find the key to distinguish real fraternal correction from mere critic or envy.

            According to the text, the Prophet has received the following order form God: «Wherever you hear a word from my mouth, you shall give them warning from me» (Ez 33:7); that means that the first one to correct us is God himself. Therefore in order to correct a brother we have to listen to the word of God first; only then are we capable of truly correct our brothers and sisters. And this is so because the correction arises not from our envy or critics; not from our own ideas or thoughts; but from the word of God.

Each one of us should make a personal examination: “When I correct a brother or a sister; from where does that correction arise? Does it arise from my envy or from the word of God?”

And now we understand why today´s psalm says: «O that today you would listen to his voice! Harden not your hearts» (Psalm 95: 7 – 8). Only a heart filled by the word of God can truly correct with love and out of love.

«If your brother sins against you»

            Now we are ready to understand and to put into practice Jesus’ words regarding fraternal correction.

            Firstly, He teaches us to look for personal dialogue: «If you brother sins against you, go and tell him his fault, between you and him alone» (Mt 18:15). Certainly, this is a very simple and wise advice; but very difficult to put into practice. Sadly, it is very common to see how people criticize each other without looking for personal, mature and direct dialogue. It seems we prefer gossip to dialogue; confrontation to reconciliation. That is not the way of the Lord. He invites us always to grown in fraternal love and mutual responsibility through mature and sincere dialogue.

            If personal dialogue does not work; our Lord advices us: «Take one or two along with you, that every word may be confirmed by the evidence of two or three witnesses» (Mt 18:16). That means that we need to ask for help when personal dialogue does not work. This allows us to realize that the point of view of another person can complement our own point of view and enrich the dialogue in a constructive way.

            And finally, if this does not work, the matter should be taken to the community, to the Church. Why does the Lord advices this to us? Because if we really belong to a community, it means that we are subjected to his customs, laws and style of life. The belonging to our community should express itself in our attitude and in our concrete way of life. Therefore the community has the right and the responsibility to advice us and to correct us if necessary.

«For where two or three are gathered in my name»

           
Crowning of the Virgin Mary.
San Zeno di Montagna, Italy.
June 2013.
But again, we should remember that the foundation of the Christian community –and its decisions- should always be Christ: «Again I say to you, if two of you agree on earth about anything they ask, it will be done for them by my Father in heaven. For where two or three are gathered in my name, there am I in the midst of them» (Mt 18: 19 – 20).

              Therefore if the community wants to correct its members, she too has to put herself in the presence of the Lord and listen to his words. A community that continually listens to the Word of God is a community that will have the ability to educate its members according to God´s wishes and in a Christian style of life; the style that Saint Paul proposes to us in the letter to the Romans: «Owe nothing to anyone, except to love one another; for the one who loves another has fulfilled the law. Love does no evil to the neighbor; hence, love is the fulfillment of the law» (Rom 13: 8. 10).

            Let us ask our Blessed Mother, Regina Caeli – Queen of Heaven, that she may educate each and every one of us as a community that reflects the presence of her Son, our Lord Jesus Christ, both, in attitude and action; we do so praying:

            “Mother, let Christ shine in us more brightly

            and join us together in holy community,

            always ready for the sacrifices

            our holy mission may demand of us”[1]. Amen.


[1] FR. JOSEPH KENTENICH, Heavenwards, Schoenstatt Office, Prime.