Adviento:
espera y asombro
Queridos
amigos y amigas:
A
lo largo de este tiempo de Adviento,
he compartido con ustedes algunas reflexiones. Domingo tras domingo quise
compartir con ustedes algún pensamiento sobre el Adviento, alguna dimensión de este tiempo litúrgico tan hermoso y
desconocido.
Hermoso,
porque nos invita a prepararnos con el corazón a la fiesta de la Navidad de Jesús. Hermoso por sus cantos
y oraciones, por sus signos y su ritmo lleno de esperanza, de expectativa por
lo que vendrá. Hermoso porque en ese prepararnos a la Navidad nos invita a la espera. Y la espera es una realidad tan propia de la vida humana, pero tan
desconocida a la vez.
La
espera -tan propia del Adviento- es desconocida para nosotros porque pasa desapercibida en nuestra vida. Al menos,
puede pasar desapercibida en esta época del año. Época tan marcada por el final
de nuestras múltiples actividades: el colegio, la universidad, y el trabajo. Época
marcada por numerosos compromisos sociales que llenan nuestra agenda. Época
marcada también por el ritmo de las compras y del marketing que nada dice del Adviento,
y que, en cambio ofrece una Navidad de
nieve plástica en el hemisferio sur donde el pesebre y el Niño Jesús
son los grandes ausentes. En fin, el cierre del año nos apresura pero no nos invita a la espera.
¿Es
posible esperar en este tiempo? ¿Es
posible esperar en medio de tantos
compromisos, apuros y cansancios?
Espera
Y
sin embargo, la Iglesia, nos invita a esperar. Pero, ¿qué significa esperar?
¿Qué significa la esperanza, hacia
dónde apunta? La esperanza, la espera a la que nos invita la Iglesia y su
liturgia, es el esperar a alguien, a
una persona. De eso se trata el Adviento,
de esperar a una persona: al Señor que viene, que se acerca.
“Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo” canta la Iglesia
con el himno Benedictus (Lc 1,68-79) cada mañana. Eso esperamos.
Esperamos que el Señor nos visite y
nos redima. Es decir, esperamos que
Dios visite nuestra vida, que se haga
presente en nuestra cotidianeidad a través de un acontecimiento, de una persona,
de una alegría, de una palabra. Y esa visita
es siempre salvadora, es siempre redentora. Cuando Dios visita, siempre redime.
Cuando sabemos reconocer que es Dios quien nos visita en algún acontecimiento
de la vida, entonces comprendemos que nos salva: que da sentido a nuestra vida
y por eso esperanza.
Así,
el Adviento es tiempo de espera
cuando cada uno de nosotros se dispone interiormente a descubrir, en cada
acontecimiento de la vida, una visita
de Dios. Por eso, el Adviento nos
prepara a la Navidad, a la gran
visita de Dios a los hombres en Jesucristo.
Asombro
Entonces,
¿nos animamos a esperar? ¿Nos animamos a hacer la experiencia de estar atentos,
vigilantes a la llegada del que viene?
Pienso
que muchos esperamos la Navidad.
Muchos esperamos este tiempo del año, en que después de tantos trajines y
preocupaciones podemos unirnos a nuestras familias, amigos y seres queridos
para renovarnos en el amor que esta fiesta nos trae.
Por
un lado esperamos esta fiesta y su aroma a hogar, a familia y a amor. Y por
otro lado aunque esperamos la Navidad,
pienso que muchas veces no somos conscientes del gran don que Dios quiere hacernos en la Navidad. Esperamos, pero al mismo tiempo, a veces, no sabemos
esperar. O al menos, no esperamos que Dios nos salga al encuentro, pues en el
fondo nos parece difícil que Dios entre en nuestras vidas: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?(Lc 18,8b).
Muchas
veces hacemos nuestras las palabras de Isabel al recibir la visita de María: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi
Señor venga a visitarme?” (cf. Lc
1,39-45).
Cuando
tomamos conciencia del gran don de
Dios en nuestra vida, a través de una persona, a través de un acontecimiento o
a través de una serena alegría, entonces nos preguntamos: ¿Quién soy yo, para que el Señor venga a visitarme? ¿Quién soy yo para
que Dios me haga este don? Entonces tratamos de hacernos “dignos” del don de Dios, tratamos de alguna manera de “merecer” el amor de Dios.
Pero
en realidad, en seguida nos damos cuenta de que no podemos merecer el amor de
Dios, y en realidad no podemos merecer el amor de ninguna persona, porque siempre
el amor es un regalo, es un don que
excede todo mérito previo. Lo único que podemos hacer ante el amor es asombrarnos y abrirnos
al don.
Y
entonces, cuando el amor recibido excede todo mérito, toda expectativa,
entonces la espera da paso al asombro.
Porque el amor es siempre más de lo que esperamos. Entonces se hace presente el
asombro ante el gran don del amor,
ante el gran don de una persona que
viene a visitarnos y por eso a salvarnos. El asombro ante la gran misericordia de Dios… Y cuando nos asombramos,
es decir, cuando tomamos conciencia de que lo recibido excede toda expectativa,
todo mérito, entonces somos salvados, porque nos damos cuenta de que el amor no
es algo que nos es debido sino que nos es regalado, algo que por un lado
anhelamos, pero al mismo tiempo excede todos nuestros anhelos.
Pienso que, en parte, de eso se trata la Navidad, por un lado de la espera de un Salvador, y por otro lado, del asombro ante cómo Dios se hace presente en un Niño, cómo Dios se nos hace presente a través de tantos para que cada uno de nosotros lo experimente como el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1,23). Esperemos la Navidad y dejémonos asombrar por este gran don: un Dios que se hace frágil y que nos ama en nuestra fragilidad.
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