Adviento, tiempo de anhelo
Adviento
Pareciera ser que todos coinciden en
que el origen etimológico de la palabra Adviento viene del latín adventus, que significa venida, llegada[1]. Al mismo tiempo, intuyo
que adventus proviene de ad venire, es decir, de la idea “ir
hacia” –ad- y de la idea de “venir
desde” –venire-. Así se trata tano
del movimiento hacia un lugar, como
del venir, llegar a un lugar. Dos
movimientos: el de salir al encuentro, y el de llegar a ese encuentro.
Generalmente entendemos el Adviento sobre todo como el
movimiento que hace el que viene, el que llega, Él es el que adviene. Pero también ad venire nos puede hablar del movimiento que nosotros hacemos –ad- hacia el que viene –venire-. El Adviento cristiano es, en
ese sentido, no sólo una espera pasiva, sino más bien, una espera activa. El
Adviento es nuestro movimiento hacia Aquél a quien esperamos. Por eso el
Adviento es también anhelo.
Anhelo
El anhelo no es otra cosa que esa
moción interior, ese movimiento del corazón hacia algo que nos llama –una meta,
un sueño, un ideal, un proyecto-, pero el anhelo es sobre todo movimiento hacia
alguien, hacia otro, hacia un tú,
hacia una persona.
Todos experimentamos ese movimiento
interior hacia un tú. Lo
experimentamos cuando buscamos la cercanía y amistad de nuestros amigos y
amigas, de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros padres y seres queridos…
Lo experimentamos en la nostalgia que sentimos por una persona, por un lugar o
por tiempos eternos que siguen atesorados en nuestro corazón. Lo experimentamos
cuando a pesar de todos nuestros esfuerzos consumistas, paradojalmente, nada
nos llena, nada nos sacia.
Experimentamos esta moción hacia un tú, hacia el amor, también en el egoísmo
–en nuestras debilidades y pecados-… Paradojalmente, el egoísmo, que se
manifiesta como unilateral búsqueda del propio yo, no es sino una búsqueda equivocada de un tú… Incluso luego del más vergonzoso –y por eso más doloroso- de
los pecados nos damos cuenta de nuestra soledad y nuestro vacío… Entonces
comprendemos vivencialmente al salmista que dice: “los dioses y señores de la tierra no me satisfacen” (Salmo 15, Completas del día jueves).
Aprender con el corazón que nuestro
anhelo no se sacia con el egoísmo lleva su tiempo –tiempo del corazón-. Y en
realidad, el anhelo, cuando es anhelo de un tú,
no se sacia, no desaparece. El tú –la
persona amada- no hace sino aumentar nuestro anhelo. Y así tiene que ser, pues
el anhelo nos hace tomar conciencia de que sólo somos cuando somos con otros. El anhelo nos abre a la
búsqueda de otros, al éxtasis de salir de uno mismo y entrar en relación con
otros. Allí comprendemos que la verdadera vida siempre es relación y no
aislamiento autosuficiente (cf. Spe Salvi
27). Así el anhelo no se acaba, porque nuestra necesidad de ser complementados
por otros es constante y constitutiva.
Adviento,
tiempo de anhelo
Pero detrás de cada tú humano, en lo profundo anhelamos
también el Tú divino, el tú de Dios, el tú de Jesucristo, el Dios-con-nosotros. Y no puede ser de otra
manera, pues, Dios nos ha creado para Él, y nuestro corazón verdaderamente está
inquieto hasta que descanse en Él (cf.
Confesiones I, 1).
Por eso el Adviento es un tiempo de
anhelo. Un tiempo para cultivar el anhelo que tenemos de Jesús, esa nostalgia
de Él. Es un tiempo para experimentar cuánto nos duele su ausencia, pero
también para experimentar cuán presente está en ese no estar. Si anhelamos a
alguien es porque no está con nosotros físicamente; pero, al anhelarlo él está
presente, está ya presente en nuestro corazón.
Adviento, tiempo de anhelo. Tiempo
de cultivar ese movimiento interior hacia Jesús; tiempo de experimentar con
gozo que no somos sin Él; tiempo de
aprender a conducir todos nuestros anhelos hacia la espera de Aquél “que sacia bondadosamente mi anhelo” (Hacia el Padre, 157).
Adviento, tiempo de aprender a
esperar anhelando… Tal vez, en este sentido podemos interpretar las palabras de
Jesús en el Evangelio: “Velad, pues,
porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor” (Mt 24,42). Velemos,
sigamos anhelando y esperando, para que así se haga realidad lo que en la
Eucaristía pedimos al Padre Dios para nosotros, para la Iglesia: “Que tu Iglesia sea un vivo testimonio de
verdad y libertad, de paz y justicia, para que todos los hombres se animen con
una nueva esperanza” (Plegaria Eucarística D4); para que todos los hombres
nos animemos con un nuevo y más profundo anhelo de Dios.
[1] ALDAZÁBAL, J., Vocabulario básico de liturgia (Biblioteca
Litúrgica 3; Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1994), 19s.
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