“Porque un niño nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado, y es su nombre: (…)
Príncipe de Paz.”
Is 9,5
Las palabras del profeta Isaías
marcan el tono de este tiempo de Adviento cada vez más cercano a la Navidad. “Un niño nos ha nacido” dice el profeta; “un niño nos nacerá,
un niño esperamos” podemos decir nosotros. De eso se trata el Adviento,
esperamos el nacimiento de un niño, del Niño. Esperamos su nacimiento en el
pesebre, pero sobre todo esperamos su nacimiento en nuestras vidas, en nuestros
corazones… Y de alguna manera esperamos también volver a nacer con Él, volver a
ser niños, volver a empezar. Por eso
el Adviento es también tiempo de filialidad, tiempo de ser niños.
Filialidad
La cercanía de la Navidad vuelve a
poner ante nuestros ojos uno de los misterios más grandes y hermosos de la fe
cristiana: la Encarnación. En Jesús, Dios se hizo hombre, se hizo niño, se hizo
hijo.
Junto con el mensaje de la
paternidad de Dios, Jesús predicó y vivió el mensaje de la filialidad del
hombre. El episodio evangélico en el cual los discípulos dicen: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1) es el paradigma del doble
mensaje de la paternidad y filialidad. A la petición de los discípulos Jesús
responde sencillamente con una oración que se inicia con la invocación “Padre nuestro” (cf. Lc 11,1-4). No se trata sólo de
una nueva manera de nombrar a Dios. Se trata sobre todo de una actitud de vida,
de un sentimiento vital. Desde ese momento seguir a Jesús, seguir a Cristo, al
Hijo del Dios vivo (Mt 16,16),
no se trata en primer lugar de cumplir una serie de normas éticas ni de
adquirir nuevos conocimientos. Se trata más bien de adentrarse en la filialidad
de Jesús, se trata de incorporarse a su vida y sobre todo de entrar en esa
relación íntima, tierna y personal que el Hijo tiene con su Padre. Es esta
realidad la que quiere expresar la Iglesia cuando confiesa que por el Bautismo
somos hechos hijos en el Hijo.
Desde el día del Bautismo valen para
nosotros las palabras del Salmo: “Tú eres
mi hijo, hoy te he engendrado” (Salmo 2,7). Sin embargo a lo largo de
nuestra vida muchas veces olvidamos que somos hijos, olvidamos que somos amados
y que podemos amar… Olvidamos que tenemos un corazón
de niño… Entonces volvemos a suplicar: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en
mi interior un espíritu firme” (Salmo 50,12).
Corazón de niño, corazón abierto
El corazón nuevo (cf. Ez 36,26), el corazón puro que Dios nos
quiere regalar es el corazón filial, el corazón de niño… Pero, ¿qué significa tener un corazón
de niño? Por un lado se trata de hacer nuestro el sentimiento vital de Jesús,
saber con el corazón –y no sólo intelectualmente- que Dios nos ama profunda e
incondicionalmente; pero, por otro lado, se trata de aprender a amar
incondicionalmente, aprender a abrir nuestro corazón sin poner condiciones
previas.
Muchas veces cuando escuchamos el
mensaje de la filialidad, cuando recibimos la invitación a ser niños, tendemos
a imaginar que somos abrazados por Dios y que nuestros anhelos son
completamente saciados… En parte esto es cierto… Pero sólo en parte. Si sólo
esperamos ser abrazados y saciados estaremos viviendo en un estado de infantilismo espiritual y no de infancia espiritual.
A la larga descubrimos que tenemos
un corazón de niño,
un corazón como el de Jesús, no tanto cuando somos abrazados sino cuando somos
capaces de abrazar a otros, cuando somos capaces de acoger a otros, en especial
a aquellos que piensan distinto a nosotros… Un corazón de niño es un corazón
abierto, un corazón que ama sin poner condiciones.
Por eso el niñito Jesús que
esperamos en nuestros pesebres es el niñito de manitas y bracitos abiertos; el
Niñito dispuesto a acoger a pastores y reyes; dispuesto a acogernos a cada uno
de nosotros para que también nosotros estemos dispuestos a abrir nuestros
corazones y nuestras vidas a muchos.
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