La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 30 de abril de 2017

En el camino

Domingo 3° de Pascua – Ciclo A

En el camino

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 3° de Pascua la Liturgia de la Palabra propone para nuestra meditación el texto evangélico de “Los discípulos de Emaús” (Lc 24, 13-35). Como acabamos de escuchar, «el primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén» (Lc 24,13). También nosotros queremos unirnos a su caminar y con ellos, meditar a partir de este evangelio.

En el camino

            Lo primero que llama la atención es el lugar donde se desarrolla la narración, según la traducción castellana del texto, «en el camino hablaban sobre lo que había ocurrido» (Lc 24, 14).

            Es interesante encontrar a estos dos discípulos «en el camino». Luego de la Pasión y Muerte de su Maestro, estos hombres vuelven a ponerse en camino. Sin duda que iban tristes por todo lo que había acontecido con Jesús (cf. Lc 24, 17); sin embargo siguen caminando.

            Eso significa que los discípulos de Jesús están siempre en camino; es decir, se mantienen en movimiento a pesar de su tristeza, no se dejan paralizar por el desánimo. Caminan juntos –no solitariamente-; y caminando juntos tratan de comprender todo lo que ha ocurrido. Y precisamente en ese caminar, «mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y caminó con ellos» (Lc 24, 15).

           
"Mane nobiscum, Domine".
Capilla de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Roma, Italia, 2005.
Al caminar con ellos, Jesús en primer lugar pregunta y escucha, deja que sus interlocutores le abran el corazón y desahoguen sus penas. Cleofás le contó «lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo los sumos sacerdotes y los jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron»; pero sobre todo le habló de su esperanza no cumplida, de su frustración: «nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas» (cf. Lc 24, 19-21).

            Jesús sabe acoger la tristeza, la frustración y el desconcierto. Sentimientos y experiencias que no solamente forman parte del camino de los discípulos de Emaús, sino del camino de la vida humana.

Les interpretó las Escrituras

            Así Jesús Resucitado acoge los sentimientos y experiencias de sus discípulos y, por medio de las Escrituras, los coloca en un marco más amplio, el marco de la historia de salvación, y les da un sentido. Con ello el Señor nos muestra que en la Sagrada Escritura encontramos el sentido de nuestra vida, el sentido de nuestro caminar.

            Y al darnos un sentido, la Escritura también nos orienta. Es lo que el salmista expresa bellamente al decir: «me harás conocer el camino de la vida» (Sal 15,11). Sí, a través de su Palabra, Dios nos da a conocer el camino de la vida plena.

            También el Salmo 118, que es un “elogio de la Ley del Señor”, nos habla de la experiencia del creyente que busca su orientación y su camino en la Palabra de Dios:

«Mi alma está postrada en el polvo: devuélveme la vida conforme a tu palabra.
Te expuse mi conducta y tú me escuchaste: enséñame tus preceptos.
Instrúyeme en el camino de tus leyes, y yo meditaré tus maravillas.
Mi alma llora de tristeza: consuélame con tu palabra.

Apártame del camino de la mentira, y dame la gracia de conocer tu ley.
Elegí el camino de la verdad, puse tus decretos delante de mí.
Abracé tus prescripciones: no me defraudes, Señor.
Correré por el camino de tus mandamientos, porque tú me infundes ánimo.» (Sal 118, 25-32).

Se trata de aprender a caminar con la Palabra de Dios, es más, se trata de aprender a caminar en la Palabra de Dios: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor» (Sal 118,1). Y este caminar con la Palabra y en la Palabra, ocurre cuando nos acercamos con actitud orante a los textos del Evangelio y de toda la Escritura. Cuando día a día nos hacemos de un tiempo para, en la oración personal o comunitaria, poner en presencia de Dios nuestra vida, nuestros anhelos y angustias, y dejar que Dios responda a ellos a través de su Palabra.

Cuando nos sentimos desorientados, desesperanzados o angustiados, tomemos un pasaje del Evangelio, leámoslo con fe e insistentemente preguntémosle al Señor: “¿Por dónde quieres guiarme? ¿Por dónde quieres que camine? ¡Muéstrame la senda, y camina conmigo Señor!”.

Lo reconocieron al partir el pan

            Y así el caminar en la Palabra de Dios nos prepara para reconocer a Jesús Resucitado en la Eucaristía. Escuchando, leyendo, meditando y orando la Palabra, surge en nosotros el anhelo: «Quédate con nosotros» (Lc 24,29). Y este anhelo de Jesús se sacia precisamente en la Eucaristía. Allí, en el íntimo diálogo que se da con el Señor le decimos:

“Señor, ahora puedo descansar en tu pecho según el profundo deseo de mi corazón; puedo cuidar por tu reino de paz, igual que tu discípulo amado.

Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón, así como reinas en el cielo y habitas glorioso junto al Padre.” (Hacia el Padre 142-143).

El camino de los discípulos de Emaús y su experiencia de encuentro con el Resucitado, nos enseña que para reconocer a Jesús necesitamos ponernos en camino –dejar de estar quietos: sumidos en el desánimo, la tristeza, la indiferencia o la comodidad-; buscar en la Palabra de Dios el sentido de nuestra vida y la orientación de nuestro caminar.

Entonces en cada Eucaristía reconoceremos a  Jesús, “que está presente en medio de nosotros, cuando somos congregados por su amor, y como hizo en otro tiempo con sus discípulos, nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan.”[1]

Con la certeza pascual de que el Resucitado camina con nosotros, avancemos día a día, y pidámosle a María, Madre de los peregrinos, que nos eduque y nos enseñe a caminar en la fe, a buscar la orientación de nuestra vida en la Escritura y a reconocer a Jesucristo «al partir el pan» (Lc 24,35). Amén. Aleluya.




[1] MISAL ROMANO COTIDIANO, Plegaria Eucarística para Diversas Circunstancias I.

domingo, 16 de abril de 2017

El Mesías Resucitado

Vigilia Pascual en la Noche del Sábado Santo – Ciclo A

El Mesías Resucitado

Queridos hermanos y hermanas:

            El texto evangélico que ha sido proclamado en esta Vigilia Pascual nos introduce en la vivencia de las mujeres que, «pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, fueron a visitar el sepulcro» (cf. Mt 28,1). Se trata de «María Magdalena y la otra María». Con ellas, también nosotros, pasado el sábado y esperando el amanecer del primer día, queremos ponernos en camino para buscar a Jesús, nuestro Mesías que entregó su vida en la cruz.

Buscando al Mesías Crucificado

            ¿Quiénes son estas mujeres que fielmente acuden al sepulcro de Jesús? Si bien es cierto y claro que “Jesús escogió entre sus discípulos a doce hombres” para instituirlos como Apóstoles, “columnas de la Iglesia”, “fueron escogidas también muchas mujeres en el grupo de los discípulos.”[1]

Ellas forman parte de los seguidores de Jesús, acompañándolo e incluso ayudando con su servicio y sus bienes a la proclamación del Evangelio del Reino de Dios (cf. Lc 8, 1-3). Por lo tanto, podemos suponer que también ellas han acompañado al Señor durante los días de su Pasión y Muerte, como en efecto testimonian los Evangelios cuando relatan la crucifixión de Jesús (cf. Mt 27, 55-56; Jn 19, 25-27).

En su fidelidad de discípulas van al sepulcro buscando, de alguna manera, al Mesías crucificado. Acuden al sepulcro para untar con óleos y perfumes el maltratado cuerpo de Jesús (cf. Lc 23,56). Podríamos decir que se trata de una “obra de misericordia” para con Jesús.

Y no podía ser de otra manera. Ellas mismas, al igual que los demás discípulos y tantos otros que seguían a Jesús, han experimentado la misericordia de Dios en Jesús. Ellas mismas han experimentado en Jesús al Mesías Misericordioso anunciado por los profetas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

Por eso, ahora ellas son capaces de misericordia. Luego de haber recibido de Jesús el bálsamo de la misericordia, se transforman ellas mismas en bálsamo de misericordia para otros.

Sin embargo, lo más asombroso de todo esto es que buscando al Mesías Crucificado encuentran al Mesías Resucitado: «De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: El Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. El Ángel dijo a las mujeres: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho.”» (Mt 28, 2. 5-6a).

Se trata de la dinámica pascual siempre presente en la vida de Jesús y de sus discípulos: si buscamos la cruz encontraremos la resurrección, la vida nueva y abundante. Pero si evitamos la cruz, entonces perdemos nuestra orientación y con ello el camino hacia la resurrección. No en vano dice Jesús a sus discípulos: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.» (Mt 16, 24-25).   

¿A qué Mesías buscamos?

            Por eso, en esta Noche santa “en que por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo, arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y agregados a los santos”[2]; preguntémonos sinceramente en nuestros corazones: ¿a qué mesías busco? Como las santas mujeres, ¿busco al Mesías Crucificado, o busco mesianismos que eviten el camino de la cruz?

            Buscamos mesianismos que eviten la cruz, mesianismos ilusorios y falsos, cuando en lugar de elegir el camino del servicio desinteresado al otro; el camino de la misericordia y la ternura; el camino del perdón y la reconciliación; el camino de la verdad y la justicia; elegimos caminos de indiferencia, odio, rencor, mentira e injusticia.

            Así somos como Judas Iscariote y nos engañamos a nosotros mismos pensando que el camino rápido al éxito y al poder es el camino para establecer el Reino de Dios en medio nuestro, el Reino del Mesías de Dios. En realidad, quien hace esta opción, se coloca a sí mismo como pobre sustituto del auténtico Mesías, del auténtico Salvador.          

El Mesías Resucitado

            Nosotros no queremos caer en la tentación de Judas, la tentación de confundir al auténtico Mesías con el poder que se presenta como salvador, como mesiánico. Más bien queremos ser como los discípulos de Jesús, y en particular, como las fieles mujeres que fueron al sepulcro buscando al Mesías Crucificado.

            Buscamos al Mesías Crucificado cuando siguiendo su ejemplo hacemos con los demás lo mismo que Él hizo con nosotros (cf. Jn 13,15): arrodillarnos para servirlos. Cuando guardando su memoria pascual (cf. 1Co 11, 24-25) entregamos nuestros bienes, y nos entregamos nosotros mismos, para alimentar y nutrir a los demás. Cuando confortamos “a los que están cansados y agobiados; (…), siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo.”[3] Buscamos al Mesías Crucificado cuando en fidelidad a nuestra dignidad y conciencia, optamos en nuestras decisiones personales y sociales por el camino de la verdad y la justicia.

            Y buscando al Mesías Crucificado en el servicio a nuestros hermanos, encontraremos al Mesías Resucitado, pues, Él mismo ha dicho: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).

            Entonces comprenderemos que «era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria» (Lc 24,26); que es necesario el bienaventurado sufrimiento del servicio desinteresado, de la entrega sincera y del seguimiento de la verdad, para participar de la gloria de la vida plena. Si seguimos este camino, si hacemos esta opción de vida, entonces escucharemos en nuestros corazones el saludo del Mesías Resucitado: «Alégrense. No teman» (Mt 28, 9.10).

            Con esta feliz esperanza renovamos nuestra decisión y nuestro  compromiso de seguir cotidianamente a nuestro Mesías, Jesucristo, “que resucitado de entre los muertos brilla sereno para el género humano, y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.”[4]



[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, Miércoles 14 de febrero del 2007 [en línea]. [Fecha de consulta: 12 de abril de 2017]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2007/documents/hf_ben-xvi_aud_20070214.html>
[2] MISAL ROMANO, Pregón pascual.
[3] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística para Diversas Circunstancias IV. Jesús, que pasó haciendo el bien.
[4] MISAL ROMANO, Pregón Pascual.

viernes, 14 de abril de 2017

El Mesías de la cruz

Viernes Santo de la Pasión del Señor – Ciclo A

El Mesías de la cruz

Queridos hermanos y hermanas:

El Domingo de Ramos reconocimos a Jesús de Nazaret como el Mesías, como el Cristo “ungido con el óleo de la alegría y enviado a evangelizar a los pobres”[1]. Así nos hemos unido a las multitudes que lo aclamaban como Hijo de David (cf. Mt 21,9) y hemos hecho nuestra la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Sin embargo, una y otra vez necesitamos preguntarnos ¿en qué consiste la misión mesiánica de Jesús? Una y otra vez necesitamos preguntarnos si comprendemos de verdad el modo en que Jesús vive su misión y las consecuencias que ello tiene para nosotros: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mt 20, 25-28).  

La desfiguración de la misión mesiánica de Jesús es una tentación que aparece una y otra vez a lo largo de la historia humana. Está presente en los evangelios, está presente en la historia de la Iglesia y de las naciones; está presente, incluso, en nuestro corazón.  

Al igual que a Pedro, nos cuesta comprender que el Mesías debe asumir nuestro sufrimiento, miseria y pecado para redimirnos. Cuando Jesús nos muestra el camino de la cruz y nos invita a seguirlo, le decimos: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá»; y, al igual que a Pedro, con dureza el Señor nos corrige diciéndonos: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16, 22-23).
 
¿Cómo lleva adelante su misión el Mesías?

            Precisamente la celebración de la Acción Litúrgica de la Pasión del Señor nos permite adentrarnos en la concepción mesiánica de Jesús; nos permite comprender cómo concibe Jesús su misión mesiánica y cómo la lleva a término. Ese es el sentido de los textos que hemos escuchado con recogimiento y veneración durante la Liturgia de la Palabra de esta celebración.

            El texto del profeta Isaías (Is  52,13 – 53,12) presenta al Mesías como el “Servidor de Dios”; es más, lo presenta como el “Siervo sufriente”. Él es el que «soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias», el que «fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades», el que «ofrece su vida en sacrificio de reparación» (Is 53, 4a. 5a. 10b). Por ello, dice Dios de su Mesías: «Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos» (Is 53,11b).

            La Carta a los Hebreos nos presenta un Mesías obediente cuando dice: «aunque era Hijo de Dios, aprendió, por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que lo obedecen» (Hb 5, 8-9).

            Mesías sufriente y obediente, pero precisamente por eso, Mesías que libera, que sana y que salva. Esta es la imagen interior y profunda que nos ofrece la Sagrada Escritura sobre el mesianismo de Jesús. Esta es la concepción mesiánica que Cristo tiene en su mente y en su corazón cuando lleva adelante su misión.

             También cuando meditamos los misterios dolorosos del Santo Rosario vemos que el Mesías asume en sí mismo nuestros pecados y dolores; Él los expía con su vida y sufrimiento; Él los asume hasta la cruz.

            Lo vemos orando en el huerto de Getsemaní, y allí en oración y lucha interior asume plenamente su misión mesiánica: la angustia no lo aparta de la voluntad del Padre ni de su decisión de entregar su vida por los hombres. Atado a la columna y flagelado asume nuestra sensualidad egoísta y enferma, y expía por ella para liberarla. Al ser coronado con espinas nos sana de nuestra arrogancia con su mansedumbre de corazón (cf. Mt 11,29). En el camino al Gólgota carga con “la cruz que le impuso nuestra aversión al sufrimiento” (Hacia el Padre 349). Finalmente en la cruz se entrega por nuestros pecados. Con su muerte asume nuestra muerte, asume el fruto del egoísmo y del pecado para liberarnos de la oscuridad de la muerte eterna.

            Sí, el verdadero Mesías, Jesús de Nazaret, lleva adelante su misión mesiánica a través de la cruz. Y así nos muestra una vez más que ser Mesías, ser Ungido, ser Cristo, significa asumir los pecados, dolores y limitaciones de la existencia humana. Ser Mesías significa asumir la existencia de los demás y cargar con ella. El verdadero Mesías es el Mesías de la cruz. 

Dos tipos de mesianismo

A pesar de todo esto, una y otra vez aparece la tentación de buscar otro tipo de mesías, un mesías que pueda evitar -y evitarnos- el camino de la cruz, un mesías que se presente no débil y sufriente, sino poderoso y exitoso.

Lo hemos escuchado en el relato de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (Jn 18,1 – 19,42). Pilato, no encontrando motivo suficiente para condenar a Jesús, propone a la multitud dejarlo en libertad, sin embargo «ellos comenzaron a gritar, diciendo: “¡A él no, a Barrabás”.» (Jn 18,40).

Si bien el Evangelio según san Juan consigna simplemente que Barrabás era un bandido (cf. Jn 18,40), “la palabra griega que corresponde a «bandido» podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como «combatiente de la resistencia». (…) En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente.”[2]   

Por lo tanto la elección se establece entre un mesías que es caudillo, que lidera una lucha violenta y promete éxito a cualquier precio –Barrabás-, “y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida.”[3] A lo largo de la historia mundial, a lo largo de la historia nacional y personal, se presenta siempre de nuevo esta elección. ¿A qué mesías elegimos seguir? ¿A qué mesías reconocemos como tal? ¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿A quién imitamos?

La pregunta puede formularse todavía de otra manera: ¿qué tipos de liderazgos proponemos y seguimos? ¿Imitamos y seguimos al caudillo exitoso o al servidor obediente a la verdad?

Seguir al Mesías de la cruz

            Como cristianos, como bautizados, queremos seguir a Jesucristo, el Mesías de Dios. Profesamos nuestra fe en Él, y es por ello que queremos seguirlo no sólo de palabra sino también con nuestras obras, con nuestras decisiones, con nuestro corazón, con toda nuestra vida.

           
Cruz de la Unidad.
Santuario de 
Tupãrenda, Paraguay.
Seguir a Jesús, Mesías de Dios, implica renunciar al poder mundano: el poder que se sirve de los demás y los domina. Significa renunciar a la prepotencia y la mentira. Significa renunciar al triunfo a costa de la verdad y la paz.

            Seguir a Jesús es asumir la debilidad de este Mesías de la cruz. Y en esa debilidad, la debilidad del amor, de la entrega por los demás, de la verdad y de la justicia encontrar la verdadera fortaleza.

            Seguir a Jesús significa vivir en el día a día nuestra condición de cristianos, nuestra condición de “ungidos”, asumiendo la realidad de nuestros hermanos y sirviéndolos allí donde ellos necesitan. Significa asumir el dolor y el límite. Asumir los errores y los anhelos humanos. Asumir que el tiempo es necesario para los procesos de crecimiento. Significa tomar de la mano a los nuestros y guiarlos hacia el verdadero Mesías para que de Él reciban la libertad de los hijos de Dios, la libertad plena del amor que libera.

Seguir al Mesías de la cruz es andar su via crucis, es asumir que siguiéndolo a Él caminaremos también por la vía de la cruz: la cruz de la incomprensión, de la calumnia y de la persecución. Es andar el camino de la cruz sabiendo que cuando seguimos sus pasos somos bienaventurados, pues Él mismo nos dice: «Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo» (Mt 5, 11-12a).

            Seguir al Mesías de la cruz significa caminar con la esperanza de que Dios nos sostiene siempre; caminar con la confianza de que la cruz del Mesías es el camino para participar de la Resurrección del Mesías.

            Por eso, en este Viernes Santo, renovamos nuestra confianza en Cristo y le dirigimos nuestra oración comprometida:

            “Contigo humildemente hasta el Calvario,
            contigo por la vía dolorosa,
            y al final, oh Jesús, por tu promesa,
            contigo viviremos en tu gloria. Amén”[4].




[1] MISAL ROMANO COTIDIANO, Prefacio del Bautismo del Señor (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), 808.
[2] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago de Chile 2007), 65s.
[3] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret…, 66.
[4] LITURGIA DE LA HORAS, Tiempo de Cuaresma, Himno de la hora Sexta.

miércoles, 12 de abril de 2017

La cena del Mesías

Jueves  de la Cena del Señor – Ciclo A

La cena del Mesías

Queridos hermanos y hermanas:

            Al celebrar la Misa vespertina de la Cena del Señor damos inicio al Sagrado Triduo Pascual y así nos adentramos con Jesús en “los días santos de su Pasión salvadora y de su gloriosa Resurrección; en los cuales celebramos el triunfo sobre el mal y se renueva el misterio de nuestra redención”[1].

Al vivir las celebraciones de los días santos con un corazón dispuesto, iremos profundizando en la compresión del Misterio Pascual de Jesucristo y de su misión mesiánica.

            En efecto, la misión mesiánica de Jesús es inseparable de su Misterio Pascual, de su paso por la muerte en cruz para llegar a la vida plena de la resurrección, y con ello, dar nueva vida a los hombres, vida en abundancia (cf. Jn 10,10).

Misa de la Cena del Señor

            Cuando celebramos esta Misa de la Cena del Señor, nuestra mente –y sobre todo nuestra imaginación- se transporta al momento en que «el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía”.» (1Co 11, 23-25).

           
"Última Cena". Santuario de Juan Pablo II, Cracovia, Polonia, 2013.
Con ello tendemos a ubicar la raíz de nuestra Eucaristía exclusivamente en la llamada Última Cena. Sin embargo, el Nuevo Testamento, y en particular los Evangelios, nos muestran que la Eucaristía cristiana, nuestra Santa Misa, tiene raíces en varios episodios de la vida de Jesús; a saber, en tres tipos distintos de episodios o relatos: en primer lugar se encuentran los relatos que nos transmiten la cena pascual de Jesús y sus discípulos –la Última Cena-. Estos relatos se encuentran fundamentalmente en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas (cf. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20). Así mismo, la Primera carta de san Pablo a los Corintios nos trae las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, donados como su Cuerpo y su Sangre, «la noche en que fue entregado» (1Co 11, 23-25).

En segundo lugar, a lo largo de los evangelios encontramos narraciones que nos muestran la costumbre de Jesús de compartir la mesa con muchas personas, y en particular con los pecadores. Un hermoso ejemplo de esto es el que encontramos en Mateo 9, 9-13. Se trata de la vocación de Mateo y la subsiguiente comida en su casa. Según el mencionado texto evangélico, «mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con Él y sus discípulos» (Mt 9,10). Cuando los escribas y fariseos recriminan esto a los discípulos de Jesús, Él responde: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: “Yo quiero misericordia y no sacrificios”. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9, 12-13).

Finalmente encontramos un tercer tipo de relatos, aquellos que testimonian comidas con el Resucitado. Los textos más conocidos son: “el encuentro del Resucitado con los discípulos de Emaús” (Lc 24, 13-35), y “el encuentro de Pedro y el Resucitado a orillas del lago Tiberíades” (Jn 21, 1-14). En ambos casos se trata de experimentar que la comunión con el Resucitado que se da por medio de la comida, es figura del banquete definitivo, el banquete de bodas eterno, tantas veces anunciado por el mismo Jesús como imagen festiva del Reino de los cielos (cf. Mt 22, 1-14).
  
La cena del Mesías

Tomar conciencia de todo esto nos ayuda a comprender la riqueza de nuestra celebración eucarística, la cual es, memorial de la Cena y del Sacrificio del Señor; comida de reconciliación, encuentro y comunión con Cristo y su Iglesia; y “anticipación del banquete de bodas del Cordero (cf. Ap 19,9) en la Jerusalén celestial.”[2]  

La Eucaristía se nos presenta así como “banquete mesiánico”, como la cena del Mesías. Y con ello comprendemos aún más profundamente la misión mesiánica de Jesús.

            En esta cena del Mesías que es nuestra Eucaristía, Jesucristo, que «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25) sigue presente y actuante en su Palabra, en sus ministros y en su Cuerpo y Sangre. Así, es Jesús el que en cada celebración nos dice: «Hagan esto en conmemoración mía»; y Él mismo, que ofreció su vida por nosotros en la cruz, se ofrece ahora por ministerio de sus sacerdotes[3]. Es Jesús el que acoge e invita a todos a sentarse a su mesa. Es Jesús el que nos preside en este banquete mesiánico y así nos anticipa la gloria celestial.  

El Mesías que se ofrece como alimento

            Sin embargo, lo más propio y característico de este banquete mesiánico es que el mismo Mesías se nos ofrece como alimento. Y al hacerlo se cumplen las palabras contenidas en el Evangelio según san Juan: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. El Padre me ama porque Yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo» (Jn 10,11. 17-18).

            Así la acción de Cristo en el banquete mesiánico se convierte en criterio de juicio para distinguir al verdadero Mesías de los falsos mesías; o, en palabras del citado texto, distinguir al buen Pastor de los asalariados o ladrones: «El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Pero yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El verdadero Mesías alimenta a sus ovejas, a su Pueblo; en cambio, los falsos mesías se alimentan del pueblo y sus necesidades.

            Por lo tanto, si participamos de la Cena del Mesías, si nos alimentamos como discípulos suyos de su Palabra, de su Cuerpo y de su Sangre; entonces también nosotros tenemos que aprender a ofrecernos como alimento a los demás. Ofrecer nuestras capacidades para saciar las necesidades de los demás; ofrecer nuestro tiempo y nuestra compañía para saciar la soledad de los demás; ofrecer nuestro perdón para saciar el hambre de misericordia de los demás; ofrecer nuestra lucidez y veracidad para saciar el hambre de paz y justicia de nuestra sociedad.

              Entonces, alimentados por el Mesías en su cena; seremos enviados a nuestra vida cotidiana para donarnos como alimento a nuestros hermanos, asemejarnos a nuestro Salvador, y así, crecer en la esperanza y en la certeza de que quien entrega su vida en la verdad, en la justicia y en el amor, la recobrará en plenitud con el Mesías Resucitado, Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



[1] MISAL ROMANO, Prefacio de la Pasión del Señor II. La victoria de la Pasión.
[2] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1329.
[3] Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1367.

viernes, 7 de abril de 2017

¿Puede un Mesías salvarnos?

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor – Ciclo A

¿Puede un Mesías salvarnos?

Queridos hermanos y hermanas:

            Con la celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor iniciamos este tiempo fuerte e intenso de la Semana Santa. Tiempo fuerte e intenso para nuestra vida de fe, para nuestra vida toda, porque nos adentramos en el Misterio pascual de Cristo, en el núcleo de nuestra fe cristiana. Tiempo fuerte e intenso de conversión y renovación personal y comunitaria.

La procesión del Domingo de Ramos

            La celebración que estamos viviendo tiene dos momentos muy marcados: en primer lugar, la procesión del Domingo de Ramos, con la cual se conmemora la entrada del Señor en Jerusalén; y, en segundo lugar, la proclamación del relato de la Pasión del Señor (Mt 26, 3-5.14 – 27,66), que pone ante nuestros ojos los hechos dramáticos de la entrega de Jesús, quien «se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8).

            Esto se debe a que en esta celebración se conjugan el reconocimiento de la “realeza” de Jesús –y con ello de su condición de Mesías- y la “pasión” de Jesús, con lo cual se muestra el verdadero sentido y alcance de su misión mesiánica.

            Por lo tanto, ¿qué significa la procesión del Domingo de Ramos? ¿Cuál es el sentido de esta conmemoración y su alcance para nosotros?

           
Procesión del Domingo de Ramos 2016.
Santuario de Tupãrenda, Paraguay.
“El episodio de las palmas marca, en el Evangelio un momento decisivo, de extraordinaria importancia: Jesús es reconocido, es proclamado Mesías; es aclamado como  el Cristo tan esperado y tan amado.”[1]

            Así lo hemos escuchado en el texto evangélico proclamado para la procesión (Mt 21, 1-11): «Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: «Digan a la hija de Sion: Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre una asna, sobre la cría de un animal de carga».» (Mt 21,5). Jesús es el Cristo tan esperado y tan amado, tan anhelado; el Cristo anunciado por los profetas.

            Así lo reconocen las personas que acompañan a Jesús aclamándolo y extendiendo mantos y ramas de árboles a su paso: «La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en la alturas!».» (Mt 21,9).

            Sí, ellos reconocieron a Jesús de Nazaret como Mesías, como Cristo, como «el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn 11,27). Nosotros, al participar de la procesión del Domingo de Ramos, queremos también reconocer a Jesús como nuestro Mesías, como nuestro Redentor y Salvador. Y en este sentido, la procesión del Domingo de Ramos no es solamente una conmemoración, sino una renovación de nuestra fe en Cristo Jesús y una confesión de nuestra necesidad de ser salvados, de ser liberados y sanados.

¿En qué consiste el ser Mesías de Jesús de Nazaret?

            Dicho esto, es importante que nos preguntemos: ¿En qué consiste el ser Mesías de Jesús? ¿Qué significa que Él sea el Mesías anunciado y esperado?

            El término castellano Mesías proviene del hebreo, y al igual que el término Cristo, que proviene del griego, significa “ungido”.[2] El ungido es el lleno del Espíritu Santo, el que ha recibido la unción del Espíritu por parte de Dios para llevar adelante la misión salvífica. No en vano Jesús se aplica a sí mismo el pasaje del profeta Isaías que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

            Sin embargo, en tiempos de Jesús las expectativas mesiánicas eran de las más variadas. Algunos esperaban un mesías político que librara al pueblo de Israel del dominio romano; otros esperaban un mesías que trajera la justicia de Dios por medio del cumplimiento riguroso de la Torá y el castigo de los pecadores, y, todavía había quien esperaba un mesías más bien espiritual que no entrara en conflicto con el poder dominante.

            Es por ello que a lo largo del Evangelio vemos que Jesús es más bien reservado a la hora de utilizar los títulos mesiánicos de Mesías (cf. Jn 4,25) o Hijo de David; y prefiere que no se divulguen los signos de sanación que realiza (cf. Lc 4,41). A sus mismos discípulos tiene que decirles una y otra vez que «el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).

            Jesús tiene claro en qué consiste su ser y misión como Mesías; sin embargo, sus discípulos -los de ayer y hoy- no comprendemos del todo en qué consiste la salvación que nos trae y ofrece.

Ya desde su concepción y nacimiento se nos dice en qué consiste su ser Mesías. Cuando el ángel se dirige en sueños a José le dice: «no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sigo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados» (Mt 1, 20-21). “En este sentido, la explicación del nombre de Jesús que se indicó a José en sueños es ya una aclaración fundamental de cómo se ha de concebir la salvación del hombre, y en qué consiste por tanto la tarea esencial del portador de la salvación.”[3]  

¿Puede un Mesías salvarnos?

            Así, a Jesús se le asigna “un alto cometido teológico, pues sólo Dios mismo puede perdonar los pecados. Se le pone por tanto en relación inmediata con Dios, se le vincula directamente con el poder sagrado y salvífico de Dios. Pero, por otro lado, esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. (…) La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco (…); demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación.”[4]

            También hoy esa promesa de salvación por medio del perdón de los pecados parece poco. También hoy el mensaje de Cristo y de su Iglesia parece poco. ¿Puede un Mesías así salvarnos hoy? ¿Puede un Mesías que perdona los pecados mostrar caminos de salvación para nuestra sociedad?

            Hace unos días, un joven manifestante en las plazas del Congreso Nacional decía: “No hay un líder que nos va salvar; no hay un mesías que nos va a venir a salvar. No hay. Es mentira. Estamos acostumbrados a pensar eso, estamos acostumbrados y no hay.”[5] Evidentemente este joven se refería a la situación política y social de nuestro país. Y diciendo esto señalaba con lucidez que la situación de un país no depende solamente de una persona; no depende solamente de sus autoridades; sino que depende del conjunto de la sociedad.

            Es por ello que a nivel político no podemos esperar un “mesías”; no podemos delegar en una sola persona, o en un solo grupo de personas, la conducción de nuestro país. Nuestras autoridades y los distintos actores políticos, deben aprender a renunciar a su “mesianismo”; pues, el acaparar espacios de poder no construye conciencia cívica y corresponsabilidad, sino que debilita las instituciones democráticas y tensiona la convivencia social.

El  Papa Francisco nos enseña que  “el tiempo es superior al espacio”, y que “uno de los pecados que a veces se advierte en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos”. Autoridades maduras y lúcidas no intentarán acaparar espacios de poder y autoafirmación, sino que buscarán “iniciar procesos más que poseer espacios”. “Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos.”[6]

Pero para que aprendamos a dejar de lado los “mesianismos” de todo tipo, necesitamos reconocer nuestra propia necesidad de ser salvados, de ser redimidos, de ser liberados. Necesitamos reconocer que “si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios- entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden.”[7] Necesitamos dejarnos salvar por el verdadero Mesías, Jesús de Nazaret.

Solo Él puede tocar nuestros corazones, liberarlos del pecado y el egoísmo y así transformarlos; ya que “si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien.”[8]


       Salvados por Jesucristo, liberados y transformados por Él, podremos entonces contribuir día a día, con nuestras decisiones y acciones, en la construcción de una sociedad justa y fraterna, “una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación”[9], una sociedad donde ya está presente y actuante la semilla del Reino de Dios que vino a traer «el que viene en nombre del Señor» (Mt 21,9). Amén.



[1] PABLO VI, Homilía en la Celebración Litúrgica del Domingo de Ramos, 3 de abril de 1977; citado en MISAL ROMANO COTIDIANO, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), 405.
[2] Cf. X. LEÓN-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica (Editorial Herder, Barcelona 1993), 529.
[3] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús (Planeta, Buenos Aires 2012), 51.
[4] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús..., 49.
[5] “No hay líder que nos salve” [en línea]. [fecha de consulta: 5 de abril de 2017]. Disponible en: <http://www.abc.com.py/nacionales/no-hay-un-lider-que-nos-va-a-salvar-1580707.html>
[6] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 222-223.
[7] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús..., 50.
[8] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago de Chile 2007), 58.
[9] BENEDICTO XVI, Caritas in Veritate 9.