Viernes Santo de la Pasión
del Señor – Ciclo A
El Mesías de la cruz
Queridos hermanos y
hermanas:
El
Domingo de Ramos reconocimos a Jesús
de Nazaret como el Mesías, como el Cristo “ungido con el óleo de la alegría
y enviado a evangelizar a los pobres”[1].
Así nos hemos unido a las multitudes que lo aclamaban como Hijo de David (cf. Mt
21,9) y hemos hecho nuestra la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Sin
embargo, una y otra vez necesitamos preguntarnos ¿en qué consiste la misión
mesiánica de Jesús? Una y otra vez necesitamos preguntarnos si comprendemos de
verdad el modo en que Jesús vive su misión y las consecuencias que ello tiene
para nosotros: «Ustedes saben que los
jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su
autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser
grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se
haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino
para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mt 20, 25-28).
La
desfiguración de la misión mesiánica de Jesús es una tentación que aparece una
y otra vez a lo largo de la historia humana. Está presente en los evangelios, está
presente en la historia de la Iglesia y de las naciones; está presente, incluso,
en nuestro corazón.
Al
igual que a Pedro, nos cuesta comprender que el Mesías debe asumir nuestro sufrimiento, miseria y pecado para
redimirnos. Cuando Jesús nos muestra el camino de la cruz y nos invita a
seguirlo, le decimos: «Dios no lo
permita, Señor, eso no sucederá»; y, al igual que a Pedro, con dureza el
Señor nos corrige diciéndonos: «¡Retírate,
ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos
no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16, 22-23).
¿Cómo lleva adelante su
misión el Mesías?
Precisamente la celebración de la Acción Litúrgica de la Pasión del Señor nos permite adentrarnos en la
concepción mesiánica de Jesús; nos permite comprender cómo concibe Jesús su
misión mesiánica y cómo la lleva a término. Ese es el sentido de los textos que
hemos escuchado con recogimiento y veneración durante la Liturgia de la Palabra de esta celebración.
El texto del profeta Isaías
(Is 52,13 – 53,12) presenta al Mesías como el “Servidor de Dios”; es
más, lo presenta como el “Siervo sufriente”. Él es el que «soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias»,
el que «fue traspasado por nuestras
rebeldías y triturado por nuestras iniquidades», el que «ofrece su vida en sacrificio de reparación»
(Is 53, 4a. 5a. 10b). Por ello, dice
Dios de su Mesías: «Mi Servidor justo justificará a muchos y
cargará sobre sí las faltas de ellos» (Is
53,11b).
La Carta a los
Hebreos nos presenta un Mesías
obediente cuando dice: «aunque era
Hijo de Dios, aprendió, por medio de sus propios sufrimientos qué significa
obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de
salvación eterna para todos los que lo obedecen» (Hb 5, 8-9).
Mesías sufriente y
obediente, pero precisamente por eso, Mesías
que libera, que sana y que salva. Esta es la imagen interior y profunda que
nos ofrece la Sagrada Escritura sobre
el mesianismo de Jesús. Esta es la concepción mesiánica que Cristo tiene en su
mente y en su corazón cuando lleva adelante su misión.
También cuando meditamos los misterios
dolorosos del Santo Rosario vemos que
el Mesías asume en sí mismo nuestros
pecados y dolores; Él los expía con su vida y sufrimiento; Él los asume hasta
la cruz.
Lo vemos orando en el huerto de Getsemaní, y allí en
oración y lucha interior asume plenamente su misión mesiánica: la angustia no
lo aparta de la voluntad del Padre ni de su decisión de entregar su vida por
los hombres. Atado a la columna y flagelado asume nuestra sensualidad egoísta y
enferma, y expía por ella para liberarla. Al ser coronado con espinas nos sana de
nuestra arrogancia con su mansedumbre de corazón (cf. Mt 11,29). En el camino al Gólgota carga con “la cruz que le impuso
nuestra aversión al sufrimiento” (Hacia
el Padre 349). Finalmente en la cruz se entrega por nuestros pecados. Con
su muerte asume nuestra muerte, asume el fruto del egoísmo y del pecado para
liberarnos de la oscuridad de la muerte eterna.
Sí, el verdadero Mesías,
Jesús de Nazaret, lleva adelante su misión mesiánica a través de la cruz. Y así
nos muestra una vez más que ser Mesías,
ser Ungido, ser Cristo, significa asumir los pecados, dolores y limitaciones de la
existencia humana. Ser Mesías significa
asumir la existencia de los demás y cargar con ella. El verdadero Mesías es el Mesías de la cruz.
Dos tipos de mesianismo
A
pesar de todo esto, una y otra vez aparece la tentación de buscar otro tipo de
mesías, un mesías que pueda evitar -y evitarnos- el camino de la cruz, un
mesías que se presente no débil y sufriente, sino poderoso y exitoso.
Lo
hemos escuchado en el relato de la Pasión
de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (Jn 18,1 – 19,42). Pilato, no encontrando motivo suficiente para
condenar a Jesús, propone a la multitud dejarlo en libertad, sin embargo «ellos comenzaron a gritar, diciendo: “¡A él
no, a Barrabás”.» (Jn 18,40).
Si
bien el Evangelio según san Juan
consigna simplemente que Barrabás era un bandido (cf. Jn 18,40), “la palabra griega que corresponde a «bandido» podía
tener un significado específico en la situación política de entonces en
Palestina. Quería decir algo así como «combatiente de la resistencia». (…) En
otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y
Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente
a frente.”[2]
Por
lo tanto la elección se establece entre un mesías que es caudillo, que lidera
una lucha violenta y promete éxito a cualquier precio –Barrabás-, “y este
misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la
vida.”[3]
A lo largo de la historia mundial, a lo largo de la historia nacional y
personal, se presenta siempre de nuevo esta elección. ¿A qué mesías elegimos
seguir? ¿A qué mesías reconocemos como tal? ¿En quién ponemos nuestra
confianza? ¿A quién imitamos?
La
pregunta puede formularse todavía de otra manera: ¿qué tipos de liderazgos
proponemos y seguimos? ¿Imitamos y seguimos al caudillo exitoso o al servidor
obediente a la verdad?
Seguir al Mesías de la
cruz
Como cristianos, como bautizados,
queremos seguir a Jesucristo, el Mesías de
Dios. Profesamos nuestra fe en Él, y es por ello que queremos seguirlo no
sólo de palabra sino también con nuestras obras, con nuestras decisiones, con
nuestro corazón, con toda nuestra vida.
Cruz de la Unidad. Santuario de Tupãrenda, Paraguay. |
Seguir a Jesús es asumir la debilidad de este Mesías de la cruz. Y en esa debilidad,
la debilidad del amor, de la entrega por los demás, de la verdad y de la
justicia encontrar la verdadera fortaleza.
Seguir a Jesús significa vivir en el día a día nuestra
condición de cristianos, nuestra condición de “ungidos”, asumiendo la realidad de nuestros hermanos y sirviéndolos
allí donde ellos necesitan. Significa asumir el dolor y el límite. Asumir los
errores y los anhelos humanos. Asumir que el tiempo es necesario para los
procesos de crecimiento. Significa tomar de la mano a los nuestros y guiarlos
hacia el verdadero Mesías para que de
Él reciban la libertad de los hijos de Dios, la libertad plena del amor que
libera.
Seguir
al Mesías de la cruz es andar su via crucis, es asumir que siguiéndolo a Él
caminaremos también por la vía de la cruz: la cruz de la incomprensión, de la
calumnia y de la persecución. Es andar el camino de la cruz sabiendo que cuando
seguimos sus pasos somos bienaventurados, pues Él mismo nos dice: «Felices ustedes, cuando sean insultados y
perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y
regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»
(Mt 5, 11-12a).
Seguir al Mesías de
la cruz significa caminar con la esperanza de que Dios nos sostiene
siempre; caminar con la confianza de que la cruz del Mesías es el camino para
participar de la Resurrección del Mesías.
Por eso, en este Viernes
Santo, renovamos nuestra confianza en Cristo y le dirigimos nuestra oración
comprometida:
“Contigo humildemente hasta el Calvario,
contigo por la vía dolorosa,
y al final, oh Jesús, por tu promesa,
contigo viviremos en tu gloria. Amén”[4].
[1]
MISAL ROMANO COTIDIANO, Prefacio del
Bautismo del Señor (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), 808.
[2]
BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de
Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago de Chile
2007), 65s.
[3]
BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de
Nazaret…, 66.
[4]
LITURGIA DE LA HORAS, Tiempo de Cuaresma,
Himno de la hora Sexta.
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