Último domingo del tiempo
durante el año – Ciclo A
Nuestro Señor Jesucristo,
Rey del Universo
Mt
25, 31 – 46
«El Señor es mi pastor»
Queridos hermanos y hermanas:
“En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos
invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la
mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la
historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo.”[1]
Sin embargo, este reino definitivo y eterno, se manifiesta ya en el tiempo
presente, y precisamente en este tiempo –el tiempo de nuestra vida cotidiana-
tenemos que decidir concretamente si participamos o no del reino de Cristo.
«Yo mismo voy a buscar mi
rebaño y me ocuparé de él»
En la Liturgia de
la Palabra predomina la imagen del pastor. Esta imagen “alude a la época
nómada del pasado de Israel, cuando era básicamente un pueblo de pastores.”[2]
Dicha imagen se aplicaba sobre todo a los líderes políticos y religiosos del
pueblo y expresaba el amor, el cuidado y la fidelidad de pastor que se esperaba
de los responsables de la comunidad.
La imagen del pastor sigue siendo válida para nosotros hoy
en día. Por un lado, también hoy esperamos que nuestros pastores –sean éstos
ministros ordenados o laicos- hagan suyas las palabras y actitudes expresadas
por el profeta Ezequiel: «buscaré a la oveja perdida, haré volver a
la descarriada, vendaré a la herida y sanaré a la enferma» (Ez 34, 16). Y por otro lado, cada uno de
nosotros experimenta que el Señor mismo busca a su rebaño y se ocupa de él (cf.
Ez 34, 11), nos experimentamos como «su pueblo y ovejas de su rebaño» (Salmo 99, 3); es lo que bellamente canta
el Salmo 22:
«El Señor es mi
pastor, nada me puede faltar.
Él me hace descansar en verdes
praderas.
Me conduce a las aguas tranquilas y
repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero, por amor
de su Nombre.» (Salmo
22, 1-3).
«El Señor es mi pastor»
Sí, cada uno de nosotros en algún momento concreto de su
vida ha experimentado ese cuidado de pastor que nos brinda Jesús. Él nos busca
cuando nos perdemos; Él nos hace volver al recto sendero cuando nos
confundimos; Él venda nuestras heridas y sana nuestras dolencias.
A través de la Iglesia, a través de sus ministros, de
nuestros hermanos y hermanas; y, a través de los sacramentos, experimentamos el cuidado y la solicitud de pastor del
Señor Jesús para con nosotros. En los sacramentos de la Reconciliación y Unción de
los enfermos, Él nos «hace descansar
en verdes praderas». En el Bautismo
y la Confirmación, Jesús nos «conduce a las aguas tranquilas y repara
nuestras fuerzas». En la Eucaristía, Él
mismo «prepara ante nosotros una mesa».
En el sacramento del Matrimonio su «gracia acompaña a lo largo de toda la vida»
a los esposos y su familia; y, en el sacramento del Orden sacerdotal «unge con
óleo» de alegría las manos y los corazones de aquellos que apacentarán su
rebaño.
Verdaderamente el Señor nos ha dado tanto y nos ha
cuidado –y nos cuida- con amor, fidelidad y ternura. Por todo esto, “la
Iglesia, enriquecida con los dones de Jesucristo y observando fielmente sus
preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el
reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en
la tierra el germen y el principio de ese reino”[3]:
“reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de
gracia, reino de justicia, de amor y de paz.”[4]
«Cada vez que lo hicieron con
el más pequeño de mis hermanos»
Y precisamente porque el Señor Jesús nos ha cuidado y nos
cuida, nos apacienta y nos guía, también nosotros estamos llamados a apacentar,
cuidar y guiar a nuestros hermanos. De eso se trata el evangelio que hoy hemos
escuchado (Mt 25, 31 – 46).
"Tuve sed y me dieron de beber". Iglesia de todos los santos. Lubliana, Eslovenia. 2009. |
Por lo tanto, también nosotros, si hemos experimentado en
nuestra vida que el Señor es nuestro pastor, debemos con Él convertirnos
también en pastores para los demás, ahí donde nos toque: nuestra familia,
nuestro barrio, nuestro grupo, nuestra parroquia; nuestro lugar de trabajo y de
estudio. No nos faltarán lugares y oportunidades para hacer el bien al más
pequeño de los hermanos del Señor (cf. Mt
25, 40).
Instaurar el reino de Cristo y dar testimonio de que Él
pastorea nuestra vida, pasa precisamente por luchar contra el egoísmo, la
indiferencia y la comodidad que anidan en nuestros corazones. El primer lugar
en el cual debe instaurarse el reinado de Cristo es en nuestros propios
corazones, sólo entonces podremos trabajar para instaurarlo en nuestra sociedad.
¿Cómo
lograr abrir nuestros corazones de par en par al reino de Jesús? Sin duda que
hay dos caminos privilegiados para que el reino de Jesús venga a nosotros: la oración -la cual implica la oración
cotidiana personal así como la celebración de la Eucaristía y la lectura
orante del Evangelio- y el apostolado
en favor de los demás. Por medio de la oración constante, vigilante y creativa;
y, por medio del apostolado alegre y generoso, nuestro corazón se transforma en
un “corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con
Jesucristo”[5],
y así se abre al advenimiento del reino de Cristo Jesús.
Al final de este año litúrgico, miramos con confianza y anhelo hacia el futuro y aliados a María, Mater Spei – Madre de la esperanza, nos
comprometemos una vez más para que por medio de nuestro ser y nuestro obrar se
manifieste el Reino de Cristo, el Reino de Dios. Amén.
[1]
BENEDICTO XVI, Homilía del domingo 25
de noviembre de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 25 de noviembre de 2017].
Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2012/documents/hf_ben-xvi_hom_20121125_nuovi-cardinali.html>
[2] J.
RATZINGER, Servidor de vuestra alegría.
Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal (Editorial Herder, Barcelona
22007), 69.
[3]
Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 5.
[4] MISAL
ROMANO, Prefacio de Jesucristo, Rey del
Universo.
[5] J.
RATZINGER/BENDICTO XVI, Jesús de Nazaret.
Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta, Santiago de
Chile 2007), 125.
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