La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 25 de noviembre de 2017

«El Señor es mi pastor»

Último domingo del tiempo durante el año – Ciclo A

Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

Mt 25, 31 – 46

«El Señor es mi pastor»

Queridos hermanos y hermanas:

            “En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo.”[1] Sin embargo, este reino definitivo y eterno, se manifiesta ya en el tiempo presente, y precisamente en este tiempo –el tiempo de nuestra vida cotidiana- tenemos que decidir concretamente si participamos o no del reino de Cristo.

«Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él»

            En la Liturgia de la Palabra predomina la imagen del pastor. Esta imagen “alude a la época nómada del pasado de Israel, cuando era básicamente un pueblo de pastores.”[2] Dicha imagen se aplicaba sobre todo a los líderes políticos y religiosos del pueblo y expresaba el amor, el cuidado y la fidelidad de pastor que se esperaba de los responsables de la comunidad.

            La imagen del pastor sigue siendo válida para nosotros hoy en día. Por un lado, también hoy esperamos que nuestros pastores –sean éstos ministros ordenados o laicos- hagan suyas las palabras y actitudes expresadas por el profeta Ezequiel: «buscaré a la oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y sanaré a la enferma» (Ez 34, 16). Y por otro lado, cada uno de nosotros experimenta que el Señor mismo busca a su rebaño y se ocupa de él (cf. Ez 34, 11), nos experimentamos como «su pueblo y ovejas de su rebaño» (Salmo 99, 3); es lo que bellamente canta el Salmo 22:

            «El Señor es mi pastor, nada me puede faltar.

Él me hace descansar en verdes praderas.

Me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas;

me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre.» (Salmo 22, 1-3).

«El Señor es mi pastor»

            Sí, cada uno de nosotros en algún momento concreto de su vida ha experimentado ese cuidado de pastor que nos brinda Jesús. Él nos busca cuando nos perdemos; Él nos hace volver al recto sendero cuando nos confundimos; Él venda nuestras heridas y sana nuestras dolencias.

            A través de la Iglesia, a través de sus ministros, de nuestros hermanos y hermanas; y, a través de los sacramentos, experimentamos el cuidado y la solicitud de pastor del Señor Jesús para con nosotros. En los sacramentos de la Reconciliación y Unción de los enfermos, Él nos «hace descansar en verdes praderas». En el Bautismo y la Confirmación, Jesús nos «conduce a las aguas tranquilas y repara nuestras fuerzas». En la Eucaristía, Él mismo «prepara ante nosotros una mesa». En el sacramento del Matrimonio su «gracia acompaña a lo largo de toda la vida» a los esposos y su familia; y, en el sacramento del Orden sacerdotal «unge con óleo» de alegría las manos y los corazones de aquellos que apacentarán su rebaño.

            Verdaderamente el Señor nos ha dado tanto y nos ha cuidado –y nos cuida- con amor, fidelidad y ternura. Por todo esto, “la Iglesia, enriquecida con los dones de Jesucristo y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino”[3]: “reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz.”[4]

«Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos»

            Y precisamente porque el Señor Jesús nos ha cuidado y nos cuida, nos apacienta y nos guía, también nosotros estamos llamados a apacentar, cuidar y guiar a nuestros hermanos. De eso se trata el evangelio que hoy hemos escuchado (Mt 25, 31 – 46).

           
"Tuve sed y me dieron de beber".
Iglesia de todos los santos.
Lubliana, Eslovenia. 2009.
Al final del año litúrgico contemplamos a Jesús como rey y pastor glorioso que «rodeado de todos sus ángeles» (Mt 25, 31) viene «a juzgar entre oveja y oveja, entre carneros y chivos» (Ez 34, 17). En efecto, en la imagen del juicio final se nos presenta cuál es la manera concreta y auténtica de anuncia e instaurar el reino de Cristo: «tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me alojaron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso y me vinieron a ver» (Mt 25, 35 – 36).

            Por lo tanto, también nosotros, si hemos experimentado en nuestra vida que el Señor es nuestro pastor, debemos con Él convertirnos también en pastores para los demás, ahí donde nos toque: nuestra familia, nuestro barrio, nuestro grupo, nuestra parroquia; nuestro lugar de trabajo y de estudio. No nos faltarán lugares y oportunidades para hacer el bien al más pequeño de los hermanos del Señor (cf. Mt 25, 40).

            Instaurar el reino de Cristo y dar testimonio de que Él pastorea nuestra vida, pasa precisamente por luchar contra el egoísmo, la indiferencia y la comodidad que anidan en nuestros corazones. El primer lugar en el cual debe instaurarse el reinado de Cristo es en nuestros propios corazones, sólo entonces podremos trabajar para instaurarlo en nuestra sociedad.

¿Cómo lograr abrir nuestros corazones de par en par al reino de Jesús? Sin duda que hay dos caminos privilegiados para que el reino de Jesús venga a nosotros: la oración -la cual implica la oración cotidiana personal así como la celebración de la Eucaristía y la lectura orante del Evangelio- y el apostolado en favor de los demás. Por medio de la oración constante, vigilante y creativa; y, por medio del apostolado alegre y generoso, nuestro corazón se transforma en un “corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con Jesucristo”[5], y así se abre al advenimiento del reino de Cristo Jesús.


           Al final de este año litúrgico, miramos con confianza y anhelo hacia el futuro y aliados a María, Mater Spei – Madre de la esperanza, nos comprometemos una vez más para que por medio de nuestro ser y nuestro obrar se manifieste el Reino de Cristo, el Reino de Dios. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Homilía del domingo 25 de noviembre de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 25 de noviembre de 2017]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2012/documents/hf_ben-xvi_hom_20121125_nuovi-cardinali.html>
[2] J. RATZINGER, Servidor de vuestra alegría. Reflexiones sobre la espiritualidad sacerdotal (Editorial Herder, Barcelona 22007), 69.
[3] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 5.
[4] MISAL ROMANO, Prefacio de Jesucristo, Rey del Universo.
[5] J. RATZINGER/BENDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Editorial Planeta, Santiago de Chile 2007), 125.

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