La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

viernes, 7 de abril de 2017

¿Puede un Mesías salvarnos?

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor – Ciclo A

¿Puede un Mesías salvarnos?

Queridos hermanos y hermanas:

            Con la celebración del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor iniciamos este tiempo fuerte e intenso de la Semana Santa. Tiempo fuerte e intenso para nuestra vida de fe, para nuestra vida toda, porque nos adentramos en el Misterio pascual de Cristo, en el núcleo de nuestra fe cristiana. Tiempo fuerte e intenso de conversión y renovación personal y comunitaria.

La procesión del Domingo de Ramos

            La celebración que estamos viviendo tiene dos momentos muy marcados: en primer lugar, la procesión del Domingo de Ramos, con la cual se conmemora la entrada del Señor en Jerusalén; y, en segundo lugar, la proclamación del relato de la Pasión del Señor (Mt 26, 3-5.14 – 27,66), que pone ante nuestros ojos los hechos dramáticos de la entrega de Jesús, quien «se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8).

            Esto se debe a que en esta celebración se conjugan el reconocimiento de la “realeza” de Jesús –y con ello de su condición de Mesías- y la “pasión” de Jesús, con lo cual se muestra el verdadero sentido y alcance de su misión mesiánica.

            Por lo tanto, ¿qué significa la procesión del Domingo de Ramos? ¿Cuál es el sentido de esta conmemoración y su alcance para nosotros?

           
Procesión del Domingo de Ramos 2016.
Santuario de Tupãrenda, Paraguay.
“El episodio de las palmas marca, en el Evangelio un momento decisivo, de extraordinaria importancia: Jesús es reconocido, es proclamado Mesías; es aclamado como  el Cristo tan esperado y tan amado.”[1]

            Así lo hemos escuchado en el texto evangélico proclamado para la procesión (Mt 21, 1-11): «Esto sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: «Digan a la hija de Sion: Mira que tu rey viene hacia ti, humilde y montado sobre una asna, sobre la cría de un animal de carga».» (Mt 21,5). Jesús es el Cristo tan esperado y tan amado, tan anhelado; el Cristo anunciado por los profetas.

            Así lo reconocen las personas que acompañan a Jesús aclamándolo y extendiendo mantos y ramas de árboles a su paso: «La multitud que iba delante de Jesús y la que lo seguía gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en la alturas!».» (Mt 21,9).

            Sí, ellos reconocieron a Jesús de Nazaret como Mesías, como Cristo, como «el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo» (Jn 11,27). Nosotros, al participar de la procesión del Domingo de Ramos, queremos también reconocer a Jesús como nuestro Mesías, como nuestro Redentor y Salvador. Y en este sentido, la procesión del Domingo de Ramos no es solamente una conmemoración, sino una renovación de nuestra fe en Cristo Jesús y una confesión de nuestra necesidad de ser salvados, de ser liberados y sanados.

¿En qué consiste el ser Mesías de Jesús de Nazaret?

            Dicho esto, es importante que nos preguntemos: ¿En qué consiste el ser Mesías de Jesús? ¿Qué significa que Él sea el Mesías anunciado y esperado?

            El término castellano Mesías proviene del hebreo, y al igual que el término Cristo, que proviene del griego, significa “ungido”.[2] El ungido es el lleno del Espíritu Santo, el que ha recibido la unción del Espíritu por parte de Dios para llevar adelante la misión salvífica. No en vano Jesús se aplica a sí mismo el pasaje del profeta Isaías que dice: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

            Sin embargo, en tiempos de Jesús las expectativas mesiánicas eran de las más variadas. Algunos esperaban un mesías político que librara al pueblo de Israel del dominio romano; otros esperaban un mesías que trajera la justicia de Dios por medio del cumplimiento riguroso de la Torá y el castigo de los pecadores, y, todavía había quien esperaba un mesías más bien espiritual que no entrara en conflicto con el poder dominante.

            Es por ello que a lo largo del Evangelio vemos que Jesús es más bien reservado a la hora de utilizar los títulos mesiánicos de Mesías (cf. Jn 4,25) o Hijo de David; y prefiere que no se divulguen los signos de sanación que realiza (cf. Lc 4,41). A sus mismos discípulos tiene que decirles una y otra vez que «el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Lc 9,22).

            Jesús tiene claro en qué consiste su ser y misión como Mesías; sin embargo, sus discípulos -los de ayer y hoy- no comprendemos del todo en qué consiste la salvación que nos trae y ofrece.

Ya desde su concepción y nacimiento se nos dice en qué consiste su ser Mesías. Cuando el ángel se dirige en sueños a José le dice: «no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sigo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados» (Mt 1, 20-21). “En este sentido, la explicación del nombre de Jesús que se indicó a José en sueños es ya una aclaración fundamental de cómo se ha de concebir la salvación del hombre, y en qué consiste por tanto la tarea esencial del portador de la salvación.”[3]  

¿Puede un Mesías salvarnos?

            Así, a Jesús se le asigna “un alto cometido teológico, pues sólo Dios mismo puede perdonar los pecados. Se le pone por tanto en relación inmediata con Dios, se le vincula directamente con el poder sagrado y salvífico de Dios. Pero, por otro lado, esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. (…) La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco (…); demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación.”[4]

            También hoy esa promesa de salvación por medio del perdón de los pecados parece poco. También hoy el mensaje de Cristo y de su Iglesia parece poco. ¿Puede un Mesías así salvarnos hoy? ¿Puede un Mesías que perdona los pecados mostrar caminos de salvación para nuestra sociedad?

            Hace unos días, un joven manifestante en las plazas del Congreso Nacional decía: “No hay un líder que nos va salvar; no hay un mesías que nos va a venir a salvar. No hay. Es mentira. Estamos acostumbrados a pensar eso, estamos acostumbrados y no hay.”[5] Evidentemente este joven se refería a la situación política y social de nuestro país. Y diciendo esto señalaba con lucidez que la situación de un país no depende solamente de una persona; no depende solamente de sus autoridades; sino que depende del conjunto de la sociedad.

            Es por ello que a nivel político no podemos esperar un “mesías”; no podemos delegar en una sola persona, o en un solo grupo de personas, la conducción de nuestro país. Nuestras autoridades y los distintos actores políticos, deben aprender a renunciar a su “mesianismo”; pues, el acaparar espacios de poder no construye conciencia cívica y corresponsabilidad, sino que debilita las instituciones democráticas y tensiona la convivencia social.

El  Papa Francisco nos enseña que  “el tiempo es superior al espacio”, y que “uno de los pecados que a veces se advierte en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos”. Autoridades maduras y lúcidas no intentarán acaparar espacios de poder y autoafirmación, sino que buscarán “iniciar procesos más que poseer espacios”. “Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos.”[6]

Pero para que aprendamos a dejar de lado los “mesianismos” de todo tipo, necesitamos reconocer nuestra propia necesidad de ser salvados, de ser redimidos, de ser liberados. Necesitamos reconocer que “si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios- entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden.”[7] Necesitamos dejarnos salvar por el verdadero Mesías, Jesús de Nazaret.

Solo Él puede tocar nuestros corazones, liberarlos del pecado y el egoísmo y así transformarlos; ya que “si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien.”[8]


       Salvados por Jesucristo, liberados y transformados por Él, podremos entonces contribuir día a día, con nuestras decisiones y acciones, en la construcción de una sociedad justa y fraterna, “una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación”[9], una sociedad donde ya está presente y actuante la semilla del Reino de Dios que vino a traer «el que viene en nombre del Señor» (Mt 21,9). Amén.



[1] PABLO VI, Homilía en la Celebración Litúrgica del Domingo de Ramos, 3 de abril de 1977; citado en MISAL ROMANO COTIDIANO, Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), 405.
[2] Cf. X. LEÓN-DUFOUR, Vocabulario de Teología Bíblica (Editorial Herder, Barcelona 1993), 529.
[3] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús (Planeta, Buenos Aires 2012), 51.
[4] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús..., 49.
[5] “No hay líder que nos salve” [en línea]. [fecha de consulta: 5 de abril de 2017]. Disponible en: <http://www.abc.com.py/nacionales/no-hay-un-lider-que-nos-va-a-salvar-1580707.html>
[6] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 222-223.
[7] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, La infancia de Jesús..., 50.
[8] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago de Chile 2007), 58.
[9] BENEDICTO XVI, Caritas in Veritate 9.

viernes, 24 de marzo de 2017

Quien cree ve

Domingo 4° de Cuaresma – Ciclo A

Quien cree ve

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 4° de Cuaresma el Evangelio nos presenta el relato de la “curación de un ciego de nacimiento”. La Liturgia de la Palabra propone la posibilidad de proclamar la forma extensa del texto (Jn 9, 1-41) o la forma breve (Jn 9,1. 6-9. 13-17. 34-38). Hemos escuchado la proclamación de la forma breve del texto evangélico. Sin embargo, esto no disminuye la riqueza del mismo, sino que nos permite concentrar nuestra atención en sus puntos esenciales.  

«Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento»

El relato inicia diciendo que «Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento» (Jn 9,1). Algunas traducciones incluso dicen: «Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento». Esto significa que Jesús, dirigiéndose hacia algún lugar, en su camino, ve a este hombre ciego.

No sabemos de dónde venía Jesús ni hacia dónde iba. En todo caso, sabemos que vio a este hombre ciego de nacimiento. Puede parecer un detalle, pero me parece importante señalarlo. El hombre ciego es incapaz de ver a Jesús; es incapaz de ver a cualquier persona, es incapaz de ver lo que sucede a su alrededor.

Sin embargo, Jesús lo ve; Jesús lo mira. Esto puede recordarnos a otro pasaje del Evangelio donde se nos describe la mirada de Jesús. En el pasaje del hombre rico que pregunta por la vida eterna (Mc 10, 17-22), se nos dice que al invitarlo a su seguimiento «Jesús lo miró con amor» (Mc 10,21).

El hombre ciego desde su nacimiento.
Centro Hospitalario de San Benito Menni. Roma, Italia, 2012. 
Sí, a pesar de su ceguera, «Jesús lo miró con amor». A pesar de nuestra propia ceguera ante su presencia, Jesús nos mira con amor. ¡Qué gran consuelo nos da este versículo del Evangelio! Aunque muchas veces no vemos a Jesús, aunque muchas veces somos incapaces de percibir su presencia en nuestra vida, Él nos ve y nos mira con amor.

Esa mirada de amor lleva a Jesús a acercarse a este hombre ciego, a entrar en contacto con él, con su vida y con su realidad. Jesús toma la iniciativa y se acerca al hombre ciego para sanarlo: «escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”, que significa “Enviado”. El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía» (Jn 9, 6-7).

El relato del signo que realiza Jesús en este hombre ciego de nacimiento es relativamente claro y sencillo. Jesús lo ve, se acerca, realiza un gesto y lo envía a la “piscina de Siloé” para lavarse, y así, el hombre ciego recibe el don de la visión. Lo importante y complejo será el reconocer e interpretar correctamente este signo, esta sanación realizada por Jesús.

La ceguera de los fariseos

            Y precisamente esa es la dificultad con la cual tropiezan los fariseos. ¿Cómo interpretar este signo realizado por Jesús? ¿Cómo interpretar este signo tan patente, y qué implicancias tiene el mismo?

            El texto del evangelio pone ante nuestros ojos la complejidad de la situación: «El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos» (Jn 9, 13-14). Ante la confusión de sus propios vecinos, éstos recurren a los representantes oficiales de la religión, y se nos señala, que la curación había sido realizada en sábado, día de descanso religioso. Así se nos advierte del conflicto que suscitará este hecho.

            En efecto, «algunos fariseos decían: “Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado”. Otros replicaban: “¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?”. Y se produjo una división entre ellos» (Jn 9,16).

            Vemos cómo se da una división entre los mismos fariseos confrontados con el signo que realizó Jesús. Algunos optan por descartar completamente el signo: “no puede ser de Dios, ha quebrantado el sábado”; otros se animan a dudar: “alguien que no venga de Dios, ¿puede realizar semejante signo?”. Se cumplen así las palabras que Simeón dirigió a María cuando ésta presentó al niño Jesús en el templo: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción» (Lc 2,34).

            Pero finalmente los fariseos eligen no ver ni reconocer el signo realizado por Jesús. Ante el testimonio que brinda el hombre que era ciego de nacimiento: «Es un profeta» (Jn 9,17); los fariseos responden con dureza: «”Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?”. Y lo echaron» (Jn 9,34).

            Así se nos muestra el drama de la ceguera de los fariseos, se trata de una ceguera voluntaria. A pesar de haber visto el signo realizado por Jesús, a pesar de contar con el testimonio de un hombre ciego de nacimiento que ha sido curado, no logran ver. No pueden ver, o, en realidad, no quieren ver, y así permanecen en su ceguera.

Los signos y la fe

El signo realizado por Jesús y el drama de la ceguera voluntaria de los fariseos nos muestran la dinámica interna de la fe y el desafío que ella supone para cada uno de nosotros.

Los signos requieren de una interpretación y con ello de una definición de parte nuestra. Creemos en esos signos, en esos indicios de la presencia de Jesús, o no creemos en ellos. Esa es la opción que debemos tomar ante Jesús y ante los signos de su presencia en nuestra vida y la vida de los demás.

La fe no se trata de una “certeza” científica o empírica, una certeza en la cual no hay ninguna duda y en la que todo está demostrado. Más bien, la certeza que proporciona la fe es de otra índole: se trata de una certeza moral, la certeza del corazón.

En ese sentido podríamos definir la fe como la interpretación extraordinaria de hechos ordinarios. Y precisamente allí radica la grandeza de la fe. En la capacidad que confiere al hombre de avanzar desde signos ordinarios a una realidad extraordinaria; desde signos cotidianos y tangibles a la realidad eterna y espiritual de Dios.

Y esta interpretación que hacemos de la hechos cotidianos, la hacemos confiando en Aquél que ilumina nuestra vida, Aquél que mientras está en el mundo es Luz del mundo (cf. Jn 9,5). Se trata de un riesgo que tomamos confiando en Aquél que hemos aceptado como Luz para nuestra vida. De eso se trata la fe: de ver creyendo, de ver confiando. El que no confía no puede ver, no puede creer.

Comprendemos ahora esa bienaventuranza contenida en el Evangelio según san Juan: «¡Felices los que creen sin haber visto!» (Jn 20,29); porque en realidad, cuando comienzan a creer, comienzan a ver, pues, “quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”.[1]

En este tiempo de Cuaresma queremos volver a renovar nuestra fe en Cristo Jesús, queremos volver a creer en Él y su Evangelio. Por eso les propongo que mirando con atención nuestra vida y la vida de nuestros hermanos nos preguntemos: “¿Cuáles son los signos de la presencia y acción de Jesús en mi vida?”; “¿Cuáles son los signos de la presencia y acción de Jesús en la vida de los que me rodean?”; “¿Me animo a creer en esos signos; me animo a creer que Jesús se manifiesta para mí en ellos?”.

Entonces podremos hacer la experiencia del hombre ciego de nacimiento que recibió de Jesús el don de la visión: «Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: “¿Crees en el Hijo del hombre?”. Él respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él?”. Jesús le dijo: “Tú lo has visto: es el que te está hablando”. Entonces él exclamó: “Creo, Señor”, y se postró ante Él» (Jn 9, 35-39).

A María, Madre de nuestra fe, le suplicamos:

“¡Madre, ayuda nuestra fe!
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.”[2]
Amén.





[1] PAPA FRANCISCO, Carta encíclica Lumen fidei 1.
[2] PAPA FRNACISCO, Carta encíclica Lumen fidei 60.

sábado, 18 de marzo de 2017

«Dame de beber»

Domingo 3° de Cuaresma – Ciclo A

«Dame de beber»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el texto evangélico (Jn 4, 5-42) del Domingo 3° de Cuaresma escuchamos que Jesús, junto al pozo de Jacob, se dirige a una mujer samaritana con un pedido: «Dame de beber». Este pedido del Señor inicia un diálogo, un encuentro; y es la oportunidad para entrar en una comprensión más profunda de la realidad: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”.»

El diálogo con la samaritana

            ¿Por qué Jesús pide agua a una mujer samaritana? ¿De qué se trata el “agua viva” de la que Él habla? ¿Cómo puede proporcionarla? Para responder a estas interrogantes debemos analizar en profundidad el texto evangélico que acaba de ser proclamado y dejarnos tocar por su mensaje.

            Según el texto, «Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”.» Se trata de una situación sencilla y cotidiana. Podemos imaginar la escena con facilidad. Jesús es un predicador itinerante, el constante caminar y encontrarse con los demás lo deja cansado y con sed. Necesita una pausa para reponer fuerzas.

            Sin embargo la sencillez de la escena esconde una compleja realidad que debemos desentrañar para comprender todo su alcance. Ante el sencillo pedido de Jesús: «Dame de beber»; la mujer de Samaría responde asombrada: «”¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?”.»

Jesús con la Samaritana en el pozo.
Capilla de la "Casa de encuentros cristianos". Copiago, Italia, 2006.
El mismo texto nos dice que «los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.» Por lo tanto, al dirigirse a ella, Jesús rompe una barrera social que estaba fuertemente cimentada. La sorpresa de la mujer obedece también al hecho de que un hombre se dirija, con un pedido, a una mujer. Pero, ¿qué se esconde detrás de este pedido? ¿Detrás de esta súplica: «Dame de beber»?

Ante el asombro de la mujer samaritana Jesús responde diciendo: «“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber” tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva”.»

En realidad, no se trata del agua para beber, el pedido es solo una oportunidad para algo más. Se trata más bien del «don de Dios» y de quién puede otorgar este don que se presenta como «agua viva».

En el Evangelio de Juan el «don de Dios» es “la revelación y lo que ella proporciona, que es la salvación final, la vida eterna.”[1] Aquí es importante recordar que la revelación de Dios, su darse a conocer a los hombres y otorgarles la posibilidad de entrar en una relación personal con Él, es siempre un don. Es decir, no se trata de una realidad que podamos conseguirla por nosotros mismos, por nuestra voluntad o nuestros esfuerzos, ya que “por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar.”[2]

Sí, el don de la amistad con Dios es un don sobreabundante que supera nuestros méritos y nuestras expectativas. Y si es don, si es regalo, entonces debemos pedirlo y recibirlo con humildad y confianza.

En el fondo, cuando Jesús se acerca a la samarita pidiéndole: «Dame de beber»; nos está diciendo que somos nosotros los que debemos acercarnos a Él con un corazón humilde y sencillo para decirle: «Dame de beber». Es Jesús “el que dispone del don de Dios y que podría otorgárselo al hombre si éste se lo pidiera.”[3]                 

El agua viva

            El «don de Dios» que Jesús puede ofrecer se presenta como «agua viva». Sabemos que la Sagrada Escritura se expresa con imágenes, pues éstas nos comunican con mayor amplitud el misterio de Dios y su obrar en nuestra vida. Por lo tanto, debemos tomar conciencia del valor propio y simbólico del agua para comprender de qué se trata el «agua viva» que ofrece Jesús.

            “El agua, especialmente en Oriente y en general en los países escasos de agua, sobre todo en el desierto, es el elemento vital por antonomasia; sólo allí donde hay agua buena y clara es posible la vida para plantas, animales y hombres. Por ello nada tiene de sorprendente que bajo la imagen del agua se simbolice espontáneamente la vida, y que en la sed se refleje la sed de vida del hombre, su deseo más intenso de vivir.”[4]

            También nosotros experimentamos la necesidad cotidiana de agua: ¡cuán refrescante y reparadora resulta el agua luego de un intenso día de trabajo, de ejercicios o de camino! ¡Cuán refrescante es el agua que limpia nuestros cuerpos luego de una intensa jornada! ¡Cuán reparadora para el alma y el corazón es el agua que se comparte en una ronda de amigos! Sí, el agua sacia nuestra sed, limpia nuestros cuerpos e incluso refresca el alma y el corazón.

            Todas estas imágenes y experiencias están implicadas en el pedido de Jesús: «Dame de beber». Todos estos anhelos están inscritos en el corazón cuando nosotros nos dirigimos a Jesús y le pedimos: «Dame de beber».

            Sin embargo el evangelio precisa que el agua que Jesús nos ofrece es «agua viva». El “«Agua viva» es el agua fresca y corriente de manantial, distinta del agua contenida en cisternas”[5] o en estanques naturales o artificiales. Para comprender aún mejor esta imagen conviene que citemos, al menos, dos textos de la Sagrada Escritura.

Por un lado, el profeta Jeremías reprende al pueblo de Israel cuando por medio suyo dice el Señor: «¡Espántense de esto, cielos, horrorícense y queden paralizados! –oráculo del Señor-. Porque mi pueblo ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua» (Jer 2, 12-13). Y por otro lado, el profeta Isaías anuncia con gozo y esperanza: «Ustedes sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Is 12,3).

En Jesús se nos ofrece la fuente de agua viva a la cual podemos acudir con confianza, y de la cual podemos tomar con alegría el agua sanante y vivificante de la salvación.

¿De qué tenemos sed?

            Así esta «agua viva» que brota de Jesús, fuente de salvación, es un agua que sacia definitivamente nuestra sed de vida y se convierte en nuestro interior en manantial: «El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14).

            Al escuchar estas palabras de Jesús comprendemos que el agua que Él ofrece es mucho más que el elemento vital que conocemos por propia experiencia. Se trata de la salvación, de la relación personal con Él que inunda toda nuestra vida y así la limpia, la sana, la nutre y la hace plena. El que entra en una relación personal con Jesús recibe esta «agua viva» que sacia todos sus anhelos y al mismo tiempo transforma el corazón propio en fuente plenitud para otros. Se trata de la vida eterna, como lo expresa el mismo Evangelio de Juan en otro pasaje: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

            Sin embargo, también nosotros como la samaritana confundimos esta «agua viva» con otras aguas, aguas de cisternas agrietadas. Muchas veces experimentamos esa sed de vida plena, pero tratamos de saciarla no con el «agua viva» de Jesús, sino con aguas estancadas. Cuando pecamos, en el fondo estamos tratando de saciar nuestra sed de vida y de amor con aguas de estanque, aguas que nunca apagarán nuestra sed de amor y plenitud.

            Por eso, este tiempo de Cuaresma es propicio para que reflexionemos sobre nuestra vida, sobre nuestras necesidades y anhelos. Viendo nuestros esfuerzos cotidianos, viendo nuestras luchas con sus éxitos y fracasos, mirando con sinceridad y humildad nuestros pecados, preguntémonos: ¿de qué tengo sed? ¿Qué sed se esconde en mis anhelos, en mis luchas y en mis fracasos? Entonces con un corazón sincero y humilde podremos decirle a Jesús: «Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed» (cf. Jn 4,15); “Señor, dame de esa agua para saciar mi sed de ti y la sed de mis hermanos”.

            A María, que supo acoger en su seno a la fuente de agua viva, Jesucristo el Señor, le pedimos que nos enseñe a buscar las corrientes de agua que sacian nuestra sed del Dios vivo. Amén.
           




[1] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo 1a (Editorial Herder, Barcelona 1991), 312.
[2] BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Caritas in Veritate 34.
[3] J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 312.
[4] J. BLANK, El Evangelio según san Juan…, 313.
[5] Ibídem

sábado, 11 de marzo de 2017

«Éste es mi Hijo muy querido: escúchenlo»

Domingo 2° de Cuaresma – Ciclo A

«Éste es mi Hijo muy querido: escúchenlo»

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 2° de Cuaresma  el evangelio (Mt 17, 1-9) nos dice que: «Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17, 1-2). Se trata del episodio conocido como “la Transfiguración”. ¿Cuál es el sentido profundo de este relato? ¿Cuál es el mensaje de este texto evangélico para nuestro camino cuaresmal?

La Transfiguración
           
La Transfiguración.
Rafael Sanzio, 1517-1520.
Wikimedia Commons.
La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares de ese acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, quedaron cubiertos por una nube, también ella luminosa —que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios— y oyeron una voz que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5). Con este acontecimiento los discípulos se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.”[1]

            También es importante señalar que “en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino que es precisamente en él en quien Dios se revela y quien revela su rostro a los Apóstoles. Así pues, quien quiera conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre.”[2]

            Pero todavía hay algo más. Los Apóstoles no solo contemplan el rostro transfigurado de Jesús, sino que además escuchan una voz, la voz del Padre que desde la nube luminosa dice: «Escúchenlo». “La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiera vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharlo, acoger sus palabras y, con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas.”[3]

            Así el acontecimiento de la Transfiguración se nos presenta como un acontecimiento de revelación. En primer lugar se trata de una revelación de la persona de Jesús: ante los ojos del discípulo, el rostro de Jesús resplandece como el sol y sus vestiduras se vuelven luminosas. Y en su misma revelación, Jesús revela el rostro santo y misericordioso del Padre. La revelación implica también la escucha: «Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» (Mt 17,5).

«Escúchenlo»

            La Cuaresma  es un tiempo privilegiado para nutrirnos de la Palabra de Dios. En efecto, el Domingo 1° de Cuaresma escuchábamos en el evangelio (Mt 4, 1-11) que «El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4); y hoy, escuchamos lo que el Padre dice en lo alto del monte: «Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo» (Mt 17,5).

            Pero, ¿qué significa escuchar a Jesús? ¿Por qué es importante escucharlo? ¿Cómo aprendemos a escucharlo, y así, a entrar en diálogo con Él?

            Ya al inicio del Año de la Misericordia nos decía el Papa Francisco que “para ser capaces de misericordia, (…), debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[4]

            Escuchar a Jesús significa tomar conciencia de que la Palabra de Dios es una palabra que se nos dirige personalmente a cada uno de nosotros. En la Sagrada Escritura, y en especial durante la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios en la Eucaristía,  Dios habla a su pueblo, a toda la Iglesia, pero también a cada uno de sus hijos e hijas: “es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la Alianza.”[5]

            Se nos dirige una palabra, se nos dirige la Palabra. Y esa palabra quiere tocar nuestro corazón, el núcleo de nuestra personalidad. Por eso escuchar es hacer un espacio en nuestro interior para que esa Palabra entre, se arraigue y obre en nosotros y con nosotros.

            Por eso el silencio interior va asociado a la escucha atenta de la Palabra. Para escuchar de verdad no basta con dejar de hablar. Se trata de serenar nuestro mundo interior: nuestros pensamientos y sentimientos; nuestra imaginación y nuestra memoria; nuestras preocupaciones y urgencias. Sólo entonces, cuando hacemos la experiencia del silencio interior, estamos en condiciones de escuchar de verdad, estamos en condiciones de dejar que la Palabra de Dios entre en nuestro interior, se arraigue y obre en nosotros.

Parte de la experiencia auténtica del escuchar es la obediencia a esa Palabra que se nos ha dirigido. Es interesante ver cómo en el Génesis,  luego de que el Señor le dirige su palabra a Abrám, se nos dice con sencillez y contundencia: «Abrám partió, como el Señor se lo había ordenado» (Gn 12,4a). Así la escucha atenta y orante de la Palabra de Dios nos lleva a acogerla en nuestro interior para asumirla, ponerla en práctica y vivirla en nuestra vida cotidiana.

La fe como escucha

            Comprendemos entonces la importancia del escuchar para nuestra vida cristiana, para nuestra vida como discípulos de Jesús. La auténtica escucha es una dimensión irrenunciable de la vida de fe; es más, la escucha es el inicio de la fe, así lo dice san Pablo en la Carta a los Romanos: «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10,17). Lo característico del discípulo es escuchar a su Maestro. No podemos llamarnos discípulos si no escuchamos a nuestro Maestro, si no dejamos que sus palabras nos configuren y sostengan interiormente.

            Así la escucha propia del discípulo lo va capacitando para entrar en un conocimiento personal de su Maestro porque “el conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia.”[6] Por ello “la escucha de la fe tiene las mismas características  que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10, 3-5);  una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos, que «oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,37).”[7]

            En este tiempo de Cuaresma queremos aprender a escuchar a Jesús. Queremos subir con Él al monte elevado de la oración, el silencio y la escucha. Por eso, les propongo que en esta segunda semana de Cuaresma, tomemos la decisión de leer con atención y en oración el Evangelio cada día. Subamos con Jesús al monte de la lectura orante del Evangelio. Encaminémonos hacia ese monte buscando momentos de silencio interior y de intimidad con Jesús. Y allí, en la intimidad con Él, saboreemos la Palabra de Dios, ese palabra que Dios nos dirige personalmente, esa palabra que espera una respuesta de nuestra parte.

            A María, Mujer del silencio y la escucha, le pedimos que nos enseñe a ser como Ella que “recibía hambrienta y fervorosa cuanto brotaba del corazón y de los labios de Jesús”[8]; y así, lleguemos a ser verdaderos discípulos de Jesús en el caminar del día a día. Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Homilía del 20 de marzo de 2011 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de marzo de 2017]. Disponible en: < http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110320_san-corbiniano.html>
[2] Ibídem
[3] Ibídem
[4] PAPA FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus 13.
[5] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Dies Domini 41.
[6] PAPA FRANCISCO, Carta Encíclica Lumen Fidei 29.
[7] PAPA FRANCISCO, Ídem 30.
[8] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 202.

jueves, 2 de marzo de 2017

«Vuelvan a mí de todo corazón»

Miércoles de Ceniza 2017

«Vuelvan a mí de todo corazón»

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma inicia con un apremiante llamado de Dios: «Ahora dice el Señor: Vuelvan a mí de todo corazón» (Jl 2,12). ¿Cómo respondemos a este llamado? ¿Por qué la Iglesia nos propone el ayuno, la limosna y la oración como caminos para responder a este llamado de Dios?

Este tiempo de Cuaresma se trata de “salir” de nuestro ritmo cotidiano, sobre todo, salir de la inercia de la rutina cotidiana.

Salir de la rutina

            Vivimos la vida tan inmersos en nuestras ocupaciones que la rutina puede anestesiar nuestra mente y nuestro corazón. Y esa inercia –ese vivir indiferente y cómodamente en nuestra rutina- puede alejarnos de Dios, de los demás e incluso de nuestro propio corazón, de nuestra propia interioridad y núcleo personal.

            ¡Cuántas veces nuestra rutina nos lleva a una dispersión interior en la cual perdemos nuestro arraigo en Dios! Estamos tan solicitados y distraídos que ya no sabemos encontrarnos con los demás, con Dios y con nosotros mismos. Muchas veces la dispersión interior produce desorden en nuestro ritmo de vida y con ello inconstancia en nuestra vida espiritual y en nuestras relaciones personales.

            Por eso, si queremos responder al llamado de Dios: «Vuelvan a mí de todo corazón» (Jl 2,12), tenemos que aprovechar este tiempo de Cuaresma para salir de nuestra inercia, para salir de la rutina de la dispersión espiritual.

            El ayuno, la oración más intensa y la limosna generosa y desinteresada rompen nuestra rutina, rompen nuestra inercia; rompen nuestra dispersión interior.

Ayuno, oración y limosna

            El ayuno –que consiste en medirse a la hora de ingerir alimentos y en renunciar a hacerlo en las cantidades habituales- nos ayuda a tomar conciencia de la bondad de Dios para con nosotros; nos ayuda a preguntarnos si cuando comemos lo hacemos para alimentarnos o solo para dar gusto a nuestra voracidad. El ayuno también nos solidariza con los que pasan hambre y nos recuerda que «el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4).

            Así el ayuno concreto nos ayuda a salir de la dispersión y a volver a orientar nuestro corazón hacia Dios y los demás. Lo mismo ocurre con la oración y la limosna.

           
 ¿Cuánto tiempo le dedicamos verdaderamente al diálogo con el Señor? Nos pasamos el día enviando mensajes por redes sociales a nuestros amigos y conocidos, pero, ¿cuántos mensajes le enviamos al Señor por medio de la oración? ¿Cuántos mensajes recibimos de Él por medio de la lectura orante de los evangelios? La intensa oración cuaresmal puede ser la oportunidad para salir de nuestra rutina de dispersión interior para que así «fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús» (Heb 12,2).

            La limosna, cuando la realizamos de corazón, nos saca también de nuestra cómoda rutina de indiferencia. La limosna, vivida con madurez humana y espiritual; vivida como experiencia de encuentro con los demás, puede ayudarnos a descubrir que el otro “es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios”.[1]

            En el fondo, la limosna, vivida como experiencia de encuentro con los demás y con Dios, nos recuerda la inalienable dignidad de cada persona humana, de cada hombre y mujer. Por eso “la Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo.”[2]

Volver a Dios de todo corazón

            Comprendemos ahora cómo el ayuno, la oración y la limosna nos ayudan a salir de la rutina de la dispersión y a orientar nuestro corazón hacia Dios.

            Se trata de volver a Dios de todo corazón, desde adentro, desde nuestro interior. Por eso Jesús en el evangelio (Mt 6, 1-6. 16-18) nos dice: «Tengan cuidado de no practicar su justica delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario no recibirán ninguna recompensa del Padre de ustedes que está en el cielo» (Mt 6,1).

            La decisión de salir de nuestra rutina de dispersión e indiferencia para poner nuestros ojos y nuestros corazones fijos en Jesús y en nuestros hermanos, es una decisión que tomamos en el corazón y que la vivimos día a día, en las pequeñas y en las grandes cosas.

            A veces un pequeño gesto o acto de misericordia para con una persona –escucharla con atención, aconsejarla con sabiduría o ayudarla de forma concreta en sus necesidades-; es el inicio de un verdadero “éxodo”, un camino de liberación de nuestro egoísmo hacia la liertad del amor. Gestos pequeños o grandes que el «Padre que ve en lo secreto» recompensará (cf. Mt 6,4).

            ¿Y cómo nos recompensará el Padre del cielo? En primer lugar con el regalo de un corazón nuevo, un corazón renovado. Se hará realidad en nosotros la súplica del salmista: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu» (Sal 50,12). Y en segundo lugar, iremos experimentando, de a poco, un gozo sereno, la alegría de la salvación que se inicia en lo pequeño de la vida cotidiana: «Devuélveme la alegría de tu salvación, que tu espíritu generoso me sostenga» (Sal 50,14).

            Al iniciar la Cuaresma le pedimos a la Santísima Virgen María que interceda para que “el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos.”[3] Amén.   





[1] PAPA FRANCISCO, Mensaje para la Cuaresma 2017: La Palabra es un don. El otro es un don.
[2] Ibídem
[3] Ibídem