La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 16 de julio de 2017

«Blessed are your eyes because they see»

15th Sunday of the Year (A)

Mt  13: 1-23

«Blessed are your eyes because they see»
Dear brethren:

            Today, the Liturgy of the Word brings to us the gospel of the “Parable of the sower” (Mt 13: 1-23). We can say that this text is a familiar one to us all, a very well known text.

            «A sower went out to sow. As he sowed, some seed fell on the edge of the path… Other fell on patches of rock… Others fell among thorns… Others fell on rich soil and produced their crop, some a hundredfold, some sixty, some thirty.» (Mt 13: 4. 5. 7. 8).

            However, even though we seem to know the text, and to understand its meaning, once more we need to open our hearts to Jesus’ words. We need to be like the «rich soil» that is open to receive the seed of the Lord and is able to let it be fruitful.

«Why do you talk to them in parables?»

            If we look at the text with attention, we can see that its structure consist of three thematic parts: the parable itself (Mt 13: 4-9); a dialogue between Jesus and his disciples (Mt 13: 10-17), and the explanation of the parable (Mt 13: 18-23).

            I wish to meditate on the dialogue between Jesus and his disciples. The disciples ask the Lord: «Why do you talk to them in parables?» (Mt 13:10); and Jesus gives them a very interesting answer: «Because to you is granted to understand the mysteries of the kingdom of Heaven, but to them is not granted» (Mt 13:11).
Victory Shrine of the
Mother Thrice Admirable of Schoenstatt.
Ibadan, Nigeria.

            «To you is granted». It is a gift, it is an offering, it is a privilege and –because of that- it is a mission. These words in today´s gospel help us to realize that to have access to «the mysteries of the kingdom of Heaven» is a great and beautiful gift. To have access to the person of our Lord Jesus Christ, to have access to his Gospel, to his intimate friendship in prayer; to have access to his Church and to his sacraments, is a great gift and a great joy.

            All of this brings to my mind another words contained on the Gospel: «I bless you, Father, Lord of heaven and earth, for hiding these things from the learned and clever and revealing them to little children» (Mt 11:25).

            So today we are invited to take awareness of all the things that have been given to us through the faith in Christ, though the faith of the little ones.

            Are we aware of all the gifts we receive daily from our Lord? Are we aware that all of this is a gift? Do we bless the Lord for all the things he has granted us? Do we bless the Lord for the gift of his Son to us?

A gift and a task

            In the dialogue with his disciples, Jesus continued his answer saying: «The reason I talk to them in parables is that they look without seeing and listen without hearing or understanding» (Mt 13:13).

            That means that Jesus was critical of many of his contemporaries because even when they saw many of the miracles and sings that Jesus worked among them, they didn´t seem to understand the profound meaning of them. Even though they look, they didn´t saw. Actually, the problem lay not in the eyes or the ears, but on the heart.

The incapacity to see or to hear is actually the incapacity of the heart to be open to the signs of God in everyday life; and, if we are not open to God´s presence in everyday life, then we are not able to believe, to really believe. We are not able to base our life –our decisions- on our faith.

At the same time, if we do not believe, then we do not see or hear. That is why the encyclical letter Lumen fidei teach: “Those who believe, see; they see with a light that illumines their entire journey, for it comes from the risen Christ, the morning star which never sets.”[1]

Statue of Fr. Joseph Kentenich,
Founder of the Schoenstatt Movement.
Ibadan, Nigeria.
Therefore faith it is a gift, but also a task and a mission. So, as disciples of Jesus, which one is our mission regarding faith in our daily life? We can say that our mission, our everyday task consist in learning how to listen in order to understand and how to look at reality in order to perceive the ways of God.

As sons of Fr. Joseph Kentenich we want to enter in the school of faith in Divine Providence. We want to learn to perceive with the eyes and ears of our heart the presence of the living God in the midst of our life.

We want to develop in our selves –with the help of the Holy Spirit and the intercession of our Blessed Mother- a capacity to contemplate life, as we pray in Heavenwards: “That is how you want to work in our Shrine: strengthening our weak eyes of faith so that we might see life as God sees it and always walk by heaven´s light.”[2]

            And if we learn to see and hear in faith, and if we learn to contemplate with faith our own life, the life of our families, communities and nations, them each one of us will produce the fruit that the Lord expects of us: «some a hundredfold, some sixty, some thirty» (Mt 13:9). May the Lord and our Blessed Mother grant this fruitfulness to each one of us. Amen.



[1] POPE FRANCIS, Lumen fidei, 1.
[2] FR. JOSEPH KENTENCIH, Heavenwards, Schoenstatt Office, Vespers.

miércoles, 10 de mayo de 2017

«Crean en Dios y crean también en mí»

Domingo 5° de Pascua – Ciclo A

«Crean en Dios y crean también en mí»

Queridos hermanos y hermanas:

            En el evangelio de hoy (Jn 14, 1-12) hemos escuchado una hermosa y alentadora frase de Jesús: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí» (Jn 14,1). ¿Cuál es el contexto de esta palabra que Jesús dirige a sus discípulos? La “Última Cena”, ese momento íntimo e intenso que antecede a la hora en que Jesús pasa de este mundo al Padre (cf. Jn 13,1).

            Sin embargo, este momento de intimidad entre Jesús y los suyos es también un momento de inquietud y turbación para los discípulos. No olvidemos que durante la Última Cena, Jesús anuncia su partida de este mundo (cf. Jn 13,33); así mismo, anuncia la traición de Judas (cf. Jn 13,21) y la negación de Pedro (cf. Jn 13,38).

«No se inquieten»

            Es comprensible que los discípulos estén inquietos y turbados. En su horizonte aparecen la traición y la negación; es decir, el pecado. Y todo ello sumado a la aparente lejanía de Jesús que parte de este mundo hacia el Padre.

            También  en el horizonte de nuestra vida aparece el pecado –el propio y el de los demás-; y cuando ello sucede, también nosotros nos inquietamos y se turba nuestro corazón; es decir, perdemos la paz del corazón y nos sentimos interiormente intranquilos, insatisfechos y tristes.

            El pecado no solo perturba el corazón sino que lo enturbia al llenarlo de sentimientos de tristeza, desesperanza, vacío y aislamiento. Y si nuestro corazón se enturbia, también nuestra mirada se hace sombría y ciega a la presencia de Jesús Resucitado.

            Por eso, cuánto bien nos hace escuchar a Jesús que nos dice: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí». Ante la turbación que producen la traición y la negación, Jesús responde diciendo: «Crean en Dios y crean también en mí». Ante el temor y la angustia, Jesús nos invita a responder con la fe en Dios y en Él.

La fe como relación de confianza

            Esta invitación de Jesús nos lleva, una vez más, a preguntarnos: ¿qué es la fe?
            A partir del diálogo que Jesús mantiene con sus discípulos en el evangelio (cf. Jn 14, 1-12), podríamos decir que la fe se nos presenta como un pedido de confianza por parte de Jesús: «Crean en Dios y crean también en mí». En efecto, en otra traducción de este texto evangélico, la versión castellana dice: «Creéis en Dios; creed también en mí».[1] Así la fe aparece como una invitación, casi como un pedido de Jesús a sus discípulos: «crean también en mí».

           
"Cristo y el Abad Menas".
Icono del Siglo VII, Baouit, Egipto.
Museo del Louvre, París, Francia.
Wikimedia Commons.
¿Y cuál es la razón de este pedido de Jesús? ¿Cuáles son los motivos de los discípulos para creer en Jesús?

            El texto evangélico continúa y nos presenta las siguientes palabras de Jesús: «Ya conocen el camino del lugar a donde voy». «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14, 4. 6).

            En primer lugar sabemos que Jesús ha venido del Padre y vuelve al Padre, a Dios. Por su relación única y personal con Dios Padre, creemos en Jesús: «Creen en Dios; crean también en mí». Pero también creemos en Jesús basados en la relación personal que cada uno de nosotros tiene con Él. Así, la fe se nos presenta no solamente como pedido de confianza, sino como relación de confianza.

            Por eso, basado en esa relación de confianza y conocimiento mutuo, Jesús le dice a cada uno de sus discípulos, y a cada uno de nosotros: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Al conocer a Jesús, al haber entrado en una relación personal de confianza con Él, conocemos el camino: Él mismo, su vida y su manera de hacer las cosas.

            Por lo tanto, siguiendo a Jesús como Maestro, y asumiendo su estilo de vida como Camino para nuestra vida, comprendemos que podemos confiar en Él, que podemos recibir sus enseñanzas y entregarle nuestro corazón libre y totalmente.[2] En esta relación personal descubrimos la Verdad de la existencia y de nuestra propia vida, y con ello, recibimos la Vida plena de hijos de Dios.

            Y precisamente porque la fe se nos muestra como relación personal con Cristo, la podemos vivir como entrega total y confiada a Él en toda circunstancia, sabiendo “que la fe es la respuesta a la palabra del mensaje salvífico, pero al mismo tiempo es una confianza firme, opuesta al «temblor del corazón»; es decir, una paz y firmeza del corazón, mediante la cual se supera y elimina la turbación.”[3]

Pueblo de Dios

Así, la fe que se inicia como un pedido de Jesús, y se consuma en una relación personal de confianza con Él, nos introduce en la comunidad de todos los que creen en el Señor: la Iglesia, Pueblo de Dios.

A eso se refiere el apóstol san Pedro cuando, dirigiéndose a los que creen en Cristo Jesús (cf. 1Ped 2,7), dice: «Ustedes, en cambio, son “una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido” para anunciar las maravillas de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz. Ustedes, que antes no eran un pueblo, ahora son el Pueblo de Dios; ustedes, que antes no habían obtenido misericordia, ahora la han alcanzado» (1Ped 2, 9-10).

Sí, la fe nos introduce en una relación personal con Cristo Jesús y con todos sus discípulos, transformándonos en hermanos los unos de los otros y rescatándonos de nuestra soledad y aislamiento. Sentimos así la alegría de ser Pueblo de Dios[4], y hacemos la consoladora y esperanzadora experiencia de que “el que cree nunca está solo”[5].

Sí, ante la angustia y la tristeza que producen el pecado o las dificultades de la vida diaria; ante la soledad que a veces nos embarga; recordemos en el corazón las  palabras de Jesús y renovemos nuestra fe en Él, en Dios y en su Iglesia: «No se inquieten. Crean Dios, crean también en mí»; “crean también en el amor de sus hermanos y hermanas”.

Por eso, renovamos nuestra fe en Jesús y nuestra relación con Él y con nuestros hermanos, poniendo nuestra confianza en María y en Cristo, diciendo:

“En tu poder y en tu bondad fundo mi vida;
en ellos espero confiando como niño.
Madre Admirable, en ti y en tu Hijo
            en toda circunstancia creo y confío ciegamente. Amén.”[6]


[1] BIBILIA DE JERUSALÉN (DESCLEÉ DE BROUWER, Bruselas 1967).
[2] Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum sobre la Divina Revelación, 5.
[3] Cf. J. BLANK, El Nuevo Testamento y su mensaje. El Evangelio según san Juan. Tomo II (Herder, Barcelona 1984), 71.
[4] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 268-274.
[5] Cf. BENEDICTO XVI, Homilía en Ratisbona, 12 de septiembre de 2006 [en línea]. [fecha de consulta: 10 de mayo de 2017]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2006/documents/hf_ben-xvi_hom_20060912_regensburg.html>
[6] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 632.

domingo, 30 de abril de 2017

En el camino

Domingo 3° de Pascua – Ciclo A

En el camino

Queridos hermanos y hermanas:

            En este Domingo 3° de Pascua la Liturgia de la Palabra propone para nuestra meditación el texto evangélico de “Los discípulos de Emaús” (Lc 24, 13-35). Como acabamos de escuchar, «el primer día de la semana, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén» (Lc 24,13). También nosotros queremos unirnos a su caminar y con ellos, meditar a partir de este evangelio.

En el camino

            Lo primero que llama la atención es el lugar donde se desarrolla la narración, según la traducción castellana del texto, «en el camino hablaban sobre lo que había ocurrido» (Lc 24, 14).

            Es interesante encontrar a estos dos discípulos «en el camino». Luego de la Pasión y Muerte de su Maestro, estos hombres vuelven a ponerse en camino. Sin duda que iban tristes por todo lo que había acontecido con Jesús (cf. Lc 24, 17); sin embargo siguen caminando.

            Eso significa que los discípulos de Jesús están siempre en camino; es decir, se mantienen en movimiento a pesar de su tristeza, no se dejan paralizar por el desánimo. Caminan juntos –no solitariamente-; y caminando juntos tratan de comprender todo lo que ha ocurrido. Y precisamente en ese caminar, «mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y caminó con ellos» (Lc 24, 15).

           
"Mane nobiscum, Domine".
Capilla de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Roma, Italia, 2005.
Al caminar con ellos, Jesús en primer lugar pregunta y escucha, deja que sus interlocutores le abran el corazón y desahoguen sus penas. Cleofás le contó «lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo los sumos sacerdotes y los jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron»; pero sobre todo le habló de su esperanza no cumplida, de su frustración: «nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas» (cf. Lc 24, 19-21).

            Jesús sabe acoger la tristeza, la frustración y el desconcierto. Sentimientos y experiencias que no solamente forman parte del camino de los discípulos de Emaús, sino del camino de la vida humana.

Les interpretó las Escrituras

            Así Jesús Resucitado acoge los sentimientos y experiencias de sus discípulos y, por medio de las Escrituras, los coloca en un marco más amplio, el marco de la historia de salvación, y les da un sentido. Con ello el Señor nos muestra que en la Sagrada Escritura encontramos el sentido de nuestra vida, el sentido de nuestro caminar.

            Y al darnos un sentido, la Escritura también nos orienta. Es lo que el salmista expresa bellamente al decir: «me harás conocer el camino de la vida» (Sal 15,11). Sí, a través de su Palabra, Dios nos da a conocer el camino de la vida plena.

            También el Salmo 118, que es un “elogio de la Ley del Señor”, nos habla de la experiencia del creyente que busca su orientación y su camino en la Palabra de Dios:

«Mi alma está postrada en el polvo: devuélveme la vida conforme a tu palabra.
Te expuse mi conducta y tú me escuchaste: enséñame tus preceptos.
Instrúyeme en el camino de tus leyes, y yo meditaré tus maravillas.
Mi alma llora de tristeza: consuélame con tu palabra.

Apártame del camino de la mentira, y dame la gracia de conocer tu ley.
Elegí el camino de la verdad, puse tus decretos delante de mí.
Abracé tus prescripciones: no me defraudes, Señor.
Correré por el camino de tus mandamientos, porque tú me infundes ánimo.» (Sal 118, 25-32).

Se trata de aprender a caminar con la Palabra de Dios, es más, se trata de aprender a caminar en la Palabra de Dios: «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la voluntad del Señor» (Sal 118,1). Y este caminar con la Palabra y en la Palabra, ocurre cuando nos acercamos con actitud orante a los textos del Evangelio y de toda la Escritura. Cuando día a día nos hacemos de un tiempo para, en la oración personal o comunitaria, poner en presencia de Dios nuestra vida, nuestros anhelos y angustias, y dejar que Dios responda a ellos a través de su Palabra.

Cuando nos sentimos desorientados, desesperanzados o angustiados, tomemos un pasaje del Evangelio, leámoslo con fe e insistentemente preguntémosle al Señor: “¿Por dónde quieres guiarme? ¿Por dónde quieres que camine? ¡Muéstrame la senda, y camina conmigo Señor!”.

Lo reconocieron al partir el pan

            Y así el caminar en la Palabra de Dios nos prepara para reconocer a Jesús Resucitado en la Eucaristía. Escuchando, leyendo, meditando y orando la Palabra, surge en nosotros el anhelo: «Quédate con nosotros» (Lc 24,29). Y este anhelo de Jesús se sacia precisamente en la Eucaristía. Allí, en el íntimo diálogo que se da con el Señor le decimos:

“Señor, ahora puedo descansar en tu pecho según el profundo deseo de mi corazón; puedo cuidar por tu reino de paz, igual que tu discípulo amado.

Estás enteramente con tu ser en el santuario de mi corazón, así como reinas en el cielo y habitas glorioso junto al Padre.” (Hacia el Padre 142-143).

El camino de los discípulos de Emaús y su experiencia de encuentro con el Resucitado, nos enseña que para reconocer a Jesús necesitamos ponernos en camino –dejar de estar quietos: sumidos en el desánimo, la tristeza, la indiferencia o la comodidad-; buscar en la Palabra de Dios el sentido de nuestra vida y la orientación de nuestro caminar.

Entonces en cada Eucaristía reconoceremos a  Jesús, “que está presente en medio de nosotros, cuando somos congregados por su amor, y como hizo en otro tiempo con sus discípulos, nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan.”[1]

Con la certeza pascual de que el Resucitado camina con nosotros, avancemos día a día, y pidámosle a María, Madre de los peregrinos, que nos eduque y nos enseñe a caminar en la fe, a buscar la orientación de nuestra vida en la Escritura y a reconocer a Jesucristo «al partir el pan» (Lc 24,35). Amén. Aleluya.




[1] MISAL ROMANO COTIDIANO, Plegaria Eucarística para Diversas Circunstancias I.

domingo, 16 de abril de 2017

El Mesías Resucitado

Vigilia Pascual en la Noche del Sábado Santo – Ciclo A

El Mesías Resucitado

Queridos hermanos y hermanas:

            El texto evangélico que ha sido proclamado en esta Vigilia Pascual nos introduce en la vivencia de las mujeres que, «pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, fueron a visitar el sepulcro» (cf. Mt 28,1). Se trata de «María Magdalena y la otra María». Con ellas, también nosotros, pasado el sábado y esperando el amanecer del primer día, queremos ponernos en camino para buscar a Jesús, nuestro Mesías que entregó su vida en la cruz.

Buscando al Mesías Crucificado

            ¿Quiénes son estas mujeres que fielmente acuden al sepulcro de Jesús? Si bien es cierto y claro que “Jesús escogió entre sus discípulos a doce hombres” para instituirlos como Apóstoles, “columnas de la Iglesia”, “fueron escogidas también muchas mujeres en el grupo de los discípulos.”[1]

Ellas forman parte de los seguidores de Jesús, acompañándolo e incluso ayudando con su servicio y sus bienes a la proclamación del Evangelio del Reino de Dios (cf. Lc 8, 1-3). Por lo tanto, podemos suponer que también ellas han acompañado al Señor durante los días de su Pasión y Muerte, como en efecto testimonian los Evangelios cuando relatan la crucifixión de Jesús (cf. Mt 27, 55-56; Jn 19, 25-27).

En su fidelidad de discípulas van al sepulcro buscando, de alguna manera, al Mesías crucificado. Acuden al sepulcro para untar con óleos y perfumes el maltratado cuerpo de Jesús (cf. Lc 23,56). Podríamos decir que se trata de una “obra de misericordia” para con Jesús.

Y no podía ser de otra manera. Ellas mismas, al igual que los demás discípulos y tantos otros que seguían a Jesús, han experimentado la misericordia de Dios en Jesús. Ellas mismas han experimentado en Jesús al Mesías Misericordioso anunciado por los profetas: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19).

Por eso, ahora ellas son capaces de misericordia. Luego de haber recibido de Jesús el bálsamo de la misericordia, se transforman ellas mismas en bálsamo de misericordia para otros.

Sin embargo, lo más asombroso de todo esto es que buscando al Mesías Crucificado encuentran al Mesías Resucitado: «De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: El Ángel del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. El Ángel dijo a las mujeres: “No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como lo había dicho.”» (Mt 28, 2. 5-6a).

Se trata de la dinámica pascual siempre presente en la vida de Jesús y de sus discípulos: si buscamos la cruz encontraremos la resurrección, la vida nueva y abundante. Pero si evitamos la cruz, entonces perdemos nuestra orientación y con ello el camino hacia la resurrección. No en vano dice Jesús a sus discípulos: «El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.» (Mt 16, 24-25).   

¿A qué Mesías buscamos?

            Por eso, en esta Noche santa “en que por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo, arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y agregados a los santos”[2]; preguntémonos sinceramente en nuestros corazones: ¿a qué mesías busco? Como las santas mujeres, ¿busco al Mesías Crucificado, o busco mesianismos que eviten el camino de la cruz?

            Buscamos mesianismos que eviten la cruz, mesianismos ilusorios y falsos, cuando en lugar de elegir el camino del servicio desinteresado al otro; el camino de la misericordia y la ternura; el camino del perdón y la reconciliación; el camino de la verdad y la justicia; elegimos caminos de indiferencia, odio, rencor, mentira e injusticia.

            Así somos como Judas Iscariote y nos engañamos a nosotros mismos pensando que el camino rápido al éxito y al poder es el camino para establecer el Reino de Dios en medio nuestro, el Reino del Mesías de Dios. En realidad, quien hace esta opción, se coloca a sí mismo como pobre sustituto del auténtico Mesías, del auténtico Salvador.          

El Mesías Resucitado

            Nosotros no queremos caer en la tentación de Judas, la tentación de confundir al auténtico Mesías con el poder que se presenta como salvador, como mesiánico. Más bien queremos ser como los discípulos de Jesús, y en particular, como las fieles mujeres que fueron al sepulcro buscando al Mesías Crucificado.

            Buscamos al Mesías Crucificado cuando siguiendo su ejemplo hacemos con los demás lo mismo que Él hizo con nosotros (cf. Jn 13,15): arrodillarnos para servirlos. Cuando guardando su memoria pascual (cf. 1Co 11, 24-25) entregamos nuestros bienes, y nos entregamos nosotros mismos, para alimentar y nutrir a los demás. Cuando confortamos “a los que están cansados y agobiados; (…), siguiendo el ejemplo y el mandato de Cristo.”[3] Buscamos al Mesías Crucificado cuando en fidelidad a nuestra dignidad y conciencia, optamos en nuestras decisiones personales y sociales por el camino de la verdad y la justicia.

            Y buscando al Mesías Crucificado en el servicio a nuestros hermanos, encontraremos al Mesías Resucitado, pues, Él mismo ha dicho: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).

            Entonces comprenderemos que «era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria» (Lc 24,26); que es necesario el bienaventurado sufrimiento del servicio desinteresado, de la entrega sincera y del seguimiento de la verdad, para participar de la gloria de la vida plena. Si seguimos este camino, si hacemos esta opción de vida, entonces escucharemos en nuestros corazones el saludo del Mesías Resucitado: «Alégrense. No teman» (Mt 28, 9.10).

            Con esta feliz esperanza renovamos nuestra decisión y nuestro  compromiso de seguir cotidianamente a nuestro Mesías, Jesucristo, “que resucitado de entre los muertos brilla sereno para el género humano, y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.”[4]



[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, Miércoles 14 de febrero del 2007 [en línea]. [Fecha de consulta: 12 de abril de 2017]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2007/documents/hf_ben-xvi_aud_20070214.html>
[2] MISAL ROMANO, Pregón pascual.
[3] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística para Diversas Circunstancias IV. Jesús, que pasó haciendo el bien.
[4] MISAL ROMANO, Pregón Pascual.

viernes, 14 de abril de 2017

El Mesías de la cruz

Viernes Santo de la Pasión del Señor – Ciclo A

El Mesías de la cruz

Queridos hermanos y hermanas:

El Domingo de Ramos reconocimos a Jesús de Nazaret como el Mesías, como el Cristo “ungido con el óleo de la alegría y enviado a evangelizar a los pobres”[1]. Así nos hemos unido a las multitudes que lo aclamaban como Hijo de David (cf. Mt 21,9) y hemos hecho nuestra la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Sin embargo, una y otra vez necesitamos preguntarnos ¿en qué consiste la misión mesiánica de Jesús? Una y otra vez necesitamos preguntarnos si comprendemos de verdad el modo en que Jesús vive su misión y las consecuencias que ello tiene para nosotros: «Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mt 20, 25-28).  

La desfiguración de la misión mesiánica de Jesús es una tentación que aparece una y otra vez a lo largo de la historia humana. Está presente en los evangelios, está presente en la historia de la Iglesia y de las naciones; está presente, incluso, en nuestro corazón.  

Al igual que a Pedro, nos cuesta comprender que el Mesías debe asumir nuestro sufrimiento, miseria y pecado para redimirnos. Cuando Jesús nos muestra el camino de la cruz y nos invita a seguirlo, le decimos: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá»; y, al igual que a Pedro, con dureza el Señor nos corrige diciéndonos: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16, 22-23).
 
¿Cómo lleva adelante su misión el Mesías?

            Precisamente la celebración de la Acción Litúrgica de la Pasión del Señor nos permite adentrarnos en la concepción mesiánica de Jesús; nos permite comprender cómo concibe Jesús su misión mesiánica y cómo la lleva a término. Ese es el sentido de los textos que hemos escuchado con recogimiento y veneración durante la Liturgia de la Palabra de esta celebración.

            El texto del profeta Isaías (Is  52,13 – 53,12) presenta al Mesías como el “Servidor de Dios”; es más, lo presenta como el “Siervo sufriente”. Él es el que «soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias», el que «fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades», el que «ofrece su vida en sacrificio de reparación» (Is 53, 4a. 5a. 10b). Por ello, dice Dios de su Mesías: «Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos» (Is 53,11b).

            La Carta a los Hebreos nos presenta un Mesías obediente cuando dice: «aunque era Hijo de Dios, aprendió, por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que lo obedecen» (Hb 5, 8-9).

            Mesías sufriente y obediente, pero precisamente por eso, Mesías que libera, que sana y que salva. Esta es la imagen interior y profunda que nos ofrece la Sagrada Escritura sobre el mesianismo de Jesús. Esta es la concepción mesiánica que Cristo tiene en su mente y en su corazón cuando lleva adelante su misión.

             También cuando meditamos los misterios dolorosos del Santo Rosario vemos que el Mesías asume en sí mismo nuestros pecados y dolores; Él los expía con su vida y sufrimiento; Él los asume hasta la cruz.

            Lo vemos orando en el huerto de Getsemaní, y allí en oración y lucha interior asume plenamente su misión mesiánica: la angustia no lo aparta de la voluntad del Padre ni de su decisión de entregar su vida por los hombres. Atado a la columna y flagelado asume nuestra sensualidad egoísta y enferma, y expía por ella para liberarla. Al ser coronado con espinas nos sana de nuestra arrogancia con su mansedumbre de corazón (cf. Mt 11,29). En el camino al Gólgota carga con “la cruz que le impuso nuestra aversión al sufrimiento” (Hacia el Padre 349). Finalmente en la cruz se entrega por nuestros pecados. Con su muerte asume nuestra muerte, asume el fruto del egoísmo y del pecado para liberarnos de la oscuridad de la muerte eterna.

            Sí, el verdadero Mesías, Jesús de Nazaret, lleva adelante su misión mesiánica a través de la cruz. Y así nos muestra una vez más que ser Mesías, ser Ungido, ser Cristo, significa asumir los pecados, dolores y limitaciones de la existencia humana. Ser Mesías significa asumir la existencia de los demás y cargar con ella. El verdadero Mesías es el Mesías de la cruz. 

Dos tipos de mesianismo

A pesar de todo esto, una y otra vez aparece la tentación de buscar otro tipo de mesías, un mesías que pueda evitar -y evitarnos- el camino de la cruz, un mesías que se presente no débil y sufriente, sino poderoso y exitoso.

Lo hemos escuchado en el relato de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (Jn 18,1 – 19,42). Pilato, no encontrando motivo suficiente para condenar a Jesús, propone a la multitud dejarlo en libertad, sin embargo «ellos comenzaron a gritar, diciendo: “¡A él no, a Barrabás”.» (Jn 18,40).

Si bien el Evangelio según san Juan consigna simplemente que Barrabás era un bandido (cf. Jn 18,40), “la palabra griega que corresponde a «bandido» podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como «combatiente de la resistencia». (…) En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente.”[2]   

Por lo tanto la elección se establece entre un mesías que es caudillo, que lidera una lucha violenta y promete éxito a cualquier precio –Barrabás-, “y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida.”[3] A lo largo de la historia mundial, a lo largo de la historia nacional y personal, se presenta siempre de nuevo esta elección. ¿A qué mesías elegimos seguir? ¿A qué mesías reconocemos como tal? ¿En quién ponemos nuestra confianza? ¿A quién imitamos?

La pregunta puede formularse todavía de otra manera: ¿qué tipos de liderazgos proponemos y seguimos? ¿Imitamos y seguimos al caudillo exitoso o al servidor obediente a la verdad?

Seguir al Mesías de la cruz

            Como cristianos, como bautizados, queremos seguir a Jesucristo, el Mesías de Dios. Profesamos nuestra fe en Él, y es por ello que queremos seguirlo no sólo de palabra sino también con nuestras obras, con nuestras decisiones, con nuestro corazón, con toda nuestra vida.

           
Cruz de la Unidad.
Santuario de 
Tupãrenda, Paraguay.
Seguir a Jesús, Mesías de Dios, implica renunciar al poder mundano: el poder que se sirve de los demás y los domina. Significa renunciar a la prepotencia y la mentira. Significa renunciar al triunfo a costa de la verdad y la paz.

            Seguir a Jesús es asumir la debilidad de este Mesías de la cruz. Y en esa debilidad, la debilidad del amor, de la entrega por los demás, de la verdad y de la justicia encontrar la verdadera fortaleza.

            Seguir a Jesús significa vivir en el día a día nuestra condición de cristianos, nuestra condición de “ungidos”, asumiendo la realidad de nuestros hermanos y sirviéndolos allí donde ellos necesitan. Significa asumir el dolor y el límite. Asumir los errores y los anhelos humanos. Asumir que el tiempo es necesario para los procesos de crecimiento. Significa tomar de la mano a los nuestros y guiarlos hacia el verdadero Mesías para que de Él reciban la libertad de los hijos de Dios, la libertad plena del amor que libera.

Seguir al Mesías de la cruz es andar su via crucis, es asumir que siguiéndolo a Él caminaremos también por la vía de la cruz: la cruz de la incomprensión, de la calumnia y de la persecución. Es andar el camino de la cruz sabiendo que cuando seguimos sus pasos somos bienaventurados, pues Él mismo nos dice: «Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo» (Mt 5, 11-12a).

            Seguir al Mesías de la cruz significa caminar con la esperanza de que Dios nos sostiene siempre; caminar con la confianza de que la cruz del Mesías es el camino para participar de la Resurrección del Mesías.

            Por eso, en este Viernes Santo, renovamos nuestra confianza en Cristo y le dirigimos nuestra oración comprometida:

            “Contigo humildemente hasta el Calvario,
            contigo por la vía dolorosa,
            y al final, oh Jesús, por tu promesa,
            contigo viviremos en tu gloria. Amén”[4].




[1] MISAL ROMANO COTIDIANO, Prefacio del Bautismo del Señor (CEA – Oficina del Libro, Buenos Aires 2011), 808.
[2] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Planeta, Santiago de Chile 2007), 65s.
[3] BENEDICTO XVI/J. RATZINGER, Jesús de Nazaret…, 66.
[4] LITURGIA DE LA HORAS, Tiempo de Cuaresma, Himno de la hora Sexta.