Domingo de Pascua 2016
Triduo de Misericordia
Queridos hermanos y
hermanas:
“El Señor resucitó verdaderamente,
aleluia”[1]. Con
esta antífona, inspirada en las palabras de los discípulos: « ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se
ha aparecido a Simón!» (Lc
24,34), la Liturgia de nuestra fe nos invita a celebrar y vivir la Resurrección
de Cristo, inicio de nuestra propia resurrección.
Todavía no habían
comprendido…
El Evangelio que hemos proclamado en esta celebración (Jn 20, 1-9) nos relata los primeros
momentos de aquel «primer día de la
semana» en que María Magdalena y lo discípulos encontraron el sepulcro
vacío.
Pedro y Juan vieron «las
vendas en el suelo, y también el sudario» que había cubierto la cabeza de
Jesús (Jn 20, 6-7). Ante sus ojos se
encontraban los signos de que efectivamente el Crucificado había resucitado: el
sepulcro vacío y las vendas y el sudario enrollados. Sin embargo «todavía no habían comprendido que, según la
Escritura, él debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9).
En realidad, para los discípulos de Jesús, todos los
acontecimientos que se desarrollaron en torno a su Maestro desde la “cena
pascual” resultaban difíciles de asimilar y comprender en toda su profundidad.
Era difícil comprender que Aquél que «pasó
haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio»
(Hch 10,38) había sido colgado en un
madero. Era difícil comprender que Aquél que había regalado misericordia a los
hombres no recibiera misericordia en el momento de su pasión y muerte en cruz.
Sí, «todavía no habían comprendido que,
según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos» (Jn 20, 9).
Triduo de misericordia
También a nosotros muchas veces se nos hace difícil
comprender el Misterio Pascual de
Cristo. En estos días santos hemos celebrado el Sagrado Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de
Jesús.
Si hacemos memoria de las celebraciones que hemos vivido,
recordaremos cómo el Jueves Santo
vimos a Jesús pasar en medio de nosotros lavando nuestros pies y nuestras
heridas, recordaremos cómo Jesús quiso quedarse en medio de nosotros, y de
nuestra vida, en el Pan y el Vino consagrados: «es la Pascua del Señor», Pascua de misericordia (Ex 12,11b).
El Viernes Santo
tomamos conciencia de que en la cruz «Él
soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias» (Is 53,4), y al hacerlo nos ha liberado,
nos ha sanado, nos ha salvado. «Por sus
heridas fuimos sanados» (Is
53,5). Así, la Cruz de Cristo volvió a brillar ante nuestros ojos con toda su
luz y se nos manifestó como lo que realmente es: signo de misericordia que
sana, misericordia que es amor hasta el fin (cf. Jn 13,1), misericordia que es capaz de asumir la muerte.
Pero precisamente, asumiendo nuestra muerte Jesús nos ha
mostrado el alcance de la misericordia de Dios: se trata de “una potencia
especial del amor, que prevalece sobre el pecado”[2]
y la muerte. “El Hijo de Dios en su resurrección ha experimentado de manera
radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más
fuerte que la muerte.”[3]
Sí, la misericordia que Jesús nos ha donado a nosotros al entregar su vida en
la cruz, la ha recibido de vuelta de manos del Padre en la resurrección.
A la luz del Misterio
Pascual de Jesucristo cobran un nuevo sentido las palabras del sermón de la
montaña: «Felices los misericordiosos,
porque obtendrán misericordia» (Mt
5,7). Felices los que entregan su vida por los demás, porque recibirán “la plenitud de la vida en la resurrección.”[4]
Así todo este Triduo Pascual que
hemos vivido se nos revela como Triduo de misericordia y la Pascua como
plenitud de la misericordia divina.
Testigos de la
resurrección, testigos de la misericordia
Solamente creyendo en la misericordia comprenderemos el Misterio Pascual de Jesucristo y
podremos ser testigos de su resurrección, testigos de su misericordia.
Solamente creyendo en la misericordia podremos entregar nuestras vidas en el
día a día a pesar de todos los cansancios y de todos los obstáculos, sabiendo
que quien entrega su vida en el amor la recuperará plenamente en la
resurrección. Solamente creyendo en la misericordia podremos siempre de nuevo
volver a empezar, sabiendo que la resurrección de Jesús nos permite siempre un
nuevo inicio. Solamente creyendo en la misericordia podremos vencer al rencor
con el perdón, sabiendo que la misericordia es amor que prevalece sobre el
pecado y la infidelidad.
A María, Mater
Misericordiae, le pedimos que la misericordia que hemos experimentado en la
Pascua de Jesucristo nos dé las gracias necesarias para que en nuestra vida
cotidiana podamos ser «misericordiosos
como el Padre» (Lc 6,36). Amén.