La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

sábado, 31 de marzo de 2018

«La madrugada del primer día de la semana»


Vigilia Pascual en la Noche del Sábado Santo – Ciclo B

Mc 16, 1 – 8

«La madrugada del primer día de la semana»

Queridos hermanos y hermanas:

            Luego del jubiloso Anuncio Pascual y la imponente Liturgia de la Palabra, en la cual hemos escuchado “serenamente la Palabra de Dios meditando cómo, al cumplirse el tiempo, Dios salvó a su pueblo y finalmente envió a su Hijo para redimirnos”[1]; queremos adentrarnos aún más en la contemplación de la Resurrección del Señor reflexionando juntos el texto evangélico que hemos escuchado (Mc 16, 1 – 8).

«La madrugada del primer día de la semana»

            El relato de Marcos nos dice que «pasado el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron perfumes para ungir el cuerpo de Jesús» (Mc 16, 1). Luego de los intensos y dramáticos sucesos de la crucifixión y muerte de Jesús, estas mujeres quieren cuidar del cuerpo del Señor. Podríamos decir que desean realizar una obra de misericordia a favor del Señor.

            En ese sentido impresiona que estas mujeres –al igual que Jesús- saben “amar hasta el fin” (cf. Jn 13, 1), saben perseverar en el amor aún en medio del dolor y la muerte. Podemos imaginar la escena: tres mujeres que caminan solitarias en la «madrugada del primer día de la semana» (Mc 16, 2); tres mujeres llevando consigo los perfumes y ungüentos con los cuales esperan curar las heridas del cuerpo del Amado. Tres mujeres dispuestas a tocar con amor y ternura la carne del Crucificado.

            ¿Qué sentimientos había en sus corazones? ¿Qué pensamientos poblaban sus mentes? ¿Qué expresión llevaban en el rostro y cómo era su caminar hacia el sepulcro? El texto nos dice que «decían entre ellas: “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Mc 16, 3). Dicho comentario nos hace ver que las mujeres no estaban preparadas para lo que sucedería luego, para los signos que encontrarían al llegar al sepulcro y para el anuncio de la resurrección.

            En su momento, tampoco los discípulos comprendieron del todo “cuando Jesús les habló por primera vez sobre la cruz y la resurrección; mientras bajaban del monte de la Transfiguración, ellos se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10).”[2]

«Vieron que la piedra había sido corrida»

            Volviendo al relato de la «madrugada del primer día de la semana», vemos que las mujeres encontraron una serie de signos que testimoniaban la resurrección.

            En primer lugar «vieron que la piedra había sido corrida» (Mc 16, 4), inmediatamente «al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca» (Mc 16, 5), y de sus labios escucharon el siguiente anuncio: «“No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto.”» (Mc 16, 6).

            Las mujeres –en este relato- no se encuentran directamente con el Resucitado, sino más bien con los signos de la resurrección. En ese sentido, las mujeres de la mañana del domingo y nosotros –hombres y mujeres de la Vigilia en la Noche Santa- nos encontramos en la misma situación.

           
Pascua de Resurrección 2018. Sello postal.
Oficina de Filatelia y Numismática de la
Gobernación de la Ciudad del Vaticano.
Cristo Resucitado. Lienzo. 
Raúl Berzosa. 2016.
No hemos tenido un encuentro directo con el Resucitado, tampoco –al igual que ellas- hemos sido testigos del momento preciso de la resurrección. De hecho, “ninguno de los evangelistas describe la resurrección misma de Jesús. Ésta es un proceso que se ha desarrollado en el secreto de Dios, entre Jesús y el Padre, un proceso que nosotros no podemos describir y que por su naturaleza escapa a la experiencia humana.”[3]

            Como bien lo expresa el solemne Anuncio Pascual: “¡Noche verdaderamente feliz! Sólo ella mereció saber el tiempo y la hora en que Cristo resucitó del abismo de la muerte.”[4] Por ello la liturgia de esta Vigilia Pascual trata de introducirnos en el acontecimiento de la resurrección por medio de signos y acciones simbólicas.

A medida que avanza la celebración litúrgica pasamos de la oscuridad del pecado y de la muerte a la luz de la salvación y la vida eterna. En el momento señalado, todas las luces del templo y los cirios del altar se encienden, y así, la alegría de ese momento nos hace comprender que “la resurrección de Jesús es un estallido de luz.”[5]

«Él irá a Galilea, allí lo verán»

            Pero volvamos una vez más a las mujeres de la «madrugada del primer día de la semana». Al igual que ellas, también nosotros tenemos en nuestra vida signos del acontecimiento de la resurrección, signos de la presencia del Resucitado en medio de nosotros.

            Pero para poder percibir esos signos del Resucitado dos condiciones se deben cumplir en nosotros. En primer lugar estar dispuestos –al igual que Jesús y las mujeres- a amar hasta el fin (cf. Jn 13, 1). Ellas fueron capaces de ver los signos de la resurrección porque estaban dispuestas a amar hasta el fin, porque estaban dispuestas a tocar la carne del Crucificado.

Luego de estos días santos, al retornar a nuestros hogares y labores cotidianas tendremos la oportunidad de tocar la carne de Cristo Crucificado en nuestros hermanos. ¡A cuántos enfermos; niños, jóvenes y ancianos; entristecidos y desorientados, podremos ungir con el perfume de nuestra cercanía, compañía y ternura! ¡A cuántos podremos ungir con el aceite del perdón y de la amistad!

Y junto con estar dispuestos a tocar la carne de Cristo Crucificado, se nos pide también anunciar con gozo y confianza la resurrección: «“Vayan ahora a decir a sus discípulos que él irá antes que ustedes a Galilea; allí lo verán”» (cf. Mc 16, 7). Ver en Galilea al Resucitado equivale a decir que lo veremos en la vida cotidiana, siempre y cuando los anunciemos con nuestras palabras y obras. El Resucitado se hace presente allí donde el amor hasta el fin se alimenta de pequeños y constantes actos de amor. El Resucitado se hace presente allí donde se vive “una santidad cotidiana fuerte y silenciosa.” (Hacia el Padre 192).


         A María, Madre de la mañana del domingo, le pedimos que se ponga en camino hacia nosotros, y que ungiéndonos con el aceite de su ternura maternal, nos transforme en hombres y mujeres matutinos, hombres y mujeres capaces de percibir y testimoniar la presencia de “Jesucristo, que resucitado de entre los muertos brilla sereno para el género humano, y vive y reina por los siglos de los siglos.”[6] Amén.



[1] Cf. MISAL ROMANO, Vigilia Pascual en la Noche Santa, monición introductoria a la Liturgia de la Palabra.
[2] Cf. BENEDICTO XVI, Homilía, Sábado Santo, Vigilia Pascual, 15 de abril de 2006 [en línea]. [fecha de consulta: 31 de marzo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2006/documents/hf_ben-xvi_hom_20060415_veglia-pasquale.html>
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, S. A., Madrid 2011), 304.
[4] MISAL ROMANO, Vigilia Pascual en la Noche Santa, Anuncio Pascual.
[5] BENEDICTO XVI, Homilía, Sábado Santo, Vigilia Pascual, 11 de abril de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 30 de marzo de 2018]. Disponible en:  <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2009/documents/hf_ben-xvi_hom_20090411_veglia-pasquale.html>
[6] MISA ROMANO, Vigilia Pascual en la Noche Santa, Anuncio Pascual.

viernes, 30 de marzo de 2018

«Todo se ha cumplido»


Acción litúrgica de la Pasión del Señor – Ciclo B

Jn 18,1 – 19,42

«Todo se ha cumplido»

Queridos hermanos y hermanas:

            En nuestros pensamientos todavía están presentes los acontecimientos del Domingo de Ramos y del Jueves Santo.

Durante la procesión de los ramos escuchábamos cómo Jesús era aclamado por el pueblo con las palabras: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mc 11, 9); y lo veíamos con un rostro sereno y profundo, irradiando serenidad en medio de tanta emoción y expectación.

En la Misa vespertina de la Cena del Señor lo contemplamos lavando los pies a sus discípulos y donándose a sí mismo en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre; servicio y sacramento, con los cuales nos dice que nos ama hasta el fin, hasta la consumación de su amor (cf. Jn 13,1).

Y precisamente en esta Acción litúrgica de la Pasión del Señor somos testigos de lo que significa la consumación de su amor: aceptar la cruz por cada uno de nosotros para liberarnos de nuestro propio egoísmo y de nuestro pecado.

«Mi servidor justo»

            Con recogimiento y veneración hemos escuchado la proclamación de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Juan (Jn 18,1 – 19,42). Durante el Viernes Santo la Iglesia se dedica a conmemorar “los acontecimientos que van desde la condena a muerte hasta la crucifixión de Cristo”[1] y así participa en la Pasión de su Señor.

            En esta gran proclamación de la Pasión se suceden ante nuestros ojos los acontecimientos dramáticos que precedieron a la crucifixión de Jesús. Vemos también a tantas personas que frenéticamente se mueven y hablan en torno al Señor. Sin embargo, Él permanece sereno y dueño de sí mismo ante cada situación.

            Jesús es consciente de que Él es el «Servidor justo» que «justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos» (Is 53, 11). La serenidad y soberanía que irradia en estas situaciones, radican en que Él sabe que está llevando a cumplimiento la voluntad de Dios su Padre. En efecto, Jesús es consciente de que el que lo envió está con Él, y no lo ha dejado solo, ya que Jesús hace siempre lo que agrada al Padre (cf. Jn 8,29).

            ¿Y en qué consiste la voluntad del Padre? En otro pasaje del Evangelio según san Juan el mismo Jesús dice: «El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre» (Jn 10, 17 – 18).

            Al dar su vida libremente Jesús se manifiesta como el «Servidor justo» que cumple la voluntad del Padre. Y cumpliendo esa voluntad revela quién es Dios. Precisamente en la Pasión se manifiesta que “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre.”[2]

«Él pasó haciendo el bien»

            Sin embargo, es importante que comprendamos que la Pasión del Señor es en realidad el culmen de toda una vida en la cual Jesús ha revelado la misericordia del Padre a través de sus gestos y palabras.

            A lo largo de toda su vida terrena Cristo ha dado testimonio de la misericordia del Padre y de su amor hasta el fin: anunciando la cercanía del Reino de Dios invitó a la conversión (cf. Mt 4, 17); llamando a sus discípulos eligió a los que quiso para que estuvieran con Él y para enviarlos a  predicar y sanar (cf. Mc 3, 13 – 14); perdonando a los pecadores y sanando a los enfermos los restituyó a la comunión con Dios y con los hombres. Con las parábolas de la misericordia del Padre (cf. Lc 15, 1 – 32) nos habló a través de imágenes para que comprendamos que el amor de Dios siempre nos busca y nos espera cuando estamos perdidos.

            No en vano, sus discípulos, cuando lo recuerdan y predican sobre Él dicen: «Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él.» (Hch 10, 38).

«Todo se ha cumplido»

           
Acción litúrgica de la Pasión del Señor.
Adoración a la Cruz.
Iglesia Santa María de la Trinidad.
Viernes Santo, 2018.
Por lo tanto, si bien los relatos de la Pasión son el núcleo a partir del cual luego se redactaron los evangelios, lo que se cumple en la Pasión de Jesús es un amor que viene realizándose en su vida cotidiana. Jesús entregó su vida en la cruz como coronación de haberla entregado día a día, gesto a gesto, palabra a palabra. El gran amor de la cruz está compuesto de los pequeños gestos y decisiones de amor diario.

            Por ello, cuando contemplamos a Jesús en la cruz diciendo: «Todo se ha cumplido» (Jn 19, 30) debemos tomar conciencia de que efectivamente, se ha cumplido el amor con el cual amó a cada uno de sus discípulos, el amor con el cual nos amó y nos ama a cada uno de nosotros.

            Lo que el evangelista Juan nos dijo al inicio de la perícopa del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1 – 15): «los amó hasta el fin», “los amó hasta la consumación plena”; se realiza en el relato de la muerte en cruz: «Todo se ha cumplido» (Jn 19, 30). “Esa palabra es el sello y firma puestos a la obra de Jesús, a su revelación de Dios que culmina en esa muerte como la consumación del amor.”[3]
        
    Así la Cruz de Cristo se transforma en signo de amor consumado, en signo de amor plenamente cumplido. Así, también nosotros queremos volver a mirar nuestras propias cruces –personales o familiares- como oportunidad y camino de amor cumplido hasta el final.

            Y por ello, en esta tarde de la Pasión del Señor en oración decimos:

            “Cruz santa,
            a tus pies me rindo
            y te canto un ardiente himno de gratitud y de júbilo:
            ¡en ti consumó nuestro Señor la Redención, que nos ha hecho hijos de Dios!

            Quiero ponerte en la hondura de mi alegre corazón
            y regalarte de continuo mi amor entero;
            quiero fundar toda mi esperanza de vida
            en ti, Señor crucificado,
            y en María, tu Compañera.”[4] Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, miércoles 4 de abril de 2007 [en línea]. [fecha de consulta: 29 de marzo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2007/documents/hf_ben-xvi_aud_20070404.html>
[2] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 1.
[3] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo tercero (Editorial Herder, Barcelona 1987), 129.
[4] J. KENTENICH, Hacia el Padre, Vía Crucis del Instrumento, Oración final, 329 – 330.

miércoles, 28 de marzo de 2018

«Los amó hasta el fin»


Misa vespertina de la Cena del Señor – Ciclo B

Jn 13, 1 – 15

«Los amó hasta el fin»

Queridos hermanos y hermanas:

            Como bien sabemos, con esta celebración de la Misa vespertina de la Cena del Señor iniciamos el Sagrado Triduo Pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús.

Como comunidad cristiana queremos revivir “en la misa in Cena Domini lo que sucedió durante la última Cena. En el Cenáculo el Redentor quiso anticipar el sacrificio de su vida en el Sacramento del pan y del vino convertidos en su Cuerpo y en su Sangre: anticipa su muerte, entrega libremente su vida, ofrece el don definitivo de sí mismo a la humanidad.”[1]

Así mismo “con el lavatorio de los pies se repite el gesto con el que él, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) y dejó a los discípulos, como su distintivo, este acto de humildad, el amor hasta la muerte.”[2]

«Los amó hasta el fin»

            Precisamente, en la Liturgia de la Palabra hemos escuchado el texto evangélico que relata el lavatorio de los pies (Jn 13, 1 – 15), este pasaje, representa en el Evangelio según san Juan “algo así como el pórtico a la historia de la pasión”[3], por lo tanto, “lo que Juan quiere exponer a continuación no es una historia trivial que tuvo lugar alguna vez, sino la historia del amor cumplido.”[4]

            Volvamos a escuchar el inicio de este pasaje evangélico:

«Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin.» (Jn 13, 1).

            ¿A qué se refiere el evangelista cuando dice «los amó hasta el fin»? Para responder a esta pregunta debemos recurrir al texto original griego, de modo que podamos comprender el sentido de la expresión y todas sus implicancias.

En el texto griego, «los amó hasta el fin» se escribe εἰς τέλος ἠγάπησεν αὐτούς (eis telos egapesen autous). La expresión griega εἰς τέλος puede traducirse al español no sólo como «hasta el fin», sino también como “hasta la consumación”[5].  Por lo tanto, el amor de Jesús por sus discípulos no se trata de un amor que llega a un fin o meta temporal, sino más bien, se trata de un amor que llega a una consumación plena.

Al celebrar esta Misa de la Cena del Señor volvemos a tomar conciencia de la envergadura del amor de Jesús; volvemos a tomar conciencia de la profundidad de los gestos que hoy realizamos y del sacramento que celebramos.

El amor de Jesús por sus discípulos –y por cada uno de nosotros- se manifiesta en el acto de servicio humilde y concreto que él realiza: «sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una tolla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura.» (Jn 13, 3 – 5).

De la misma manera, sabemos por el testimonio del apóstol Pablo que «el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía”.» (1Cor 11, 23 – 25).

Ambas realidades, el gesto del servicio –que es enseñanza y ejemplo para los discípulos- como el sacramento del amor –don y presencia del Señor entre los suyos-, encuentran su consumación en la cruz: «Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado «del Cráneo», en hebreo «Gólgota». Allí lo crucificaron. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.» (Jn 19, 17. 18a. 30).

«Todo se ha cumplido»

            En la Celebración de la Pasión del Señor durante el Viernes Santo, volveremos a ver “pender de la cruz al Redentor del mundo” y recordaremos que “hasta ese extremo lo llevó el ardiente apremio de su amor.”[6] Volveremos a contemplar que ese amor que Jesús ofreció y ofrece a los suyos se consuma, se cumple en la cruz.

            Cuando Jesús en la cruz dice: «Todo se ha cumplido» (Jn 19, 30), en el fondo está dando testimonio de que se ha cumplido, se ha consumado, su amor por toda la humanidad y por cada uno de nosotros. Y como su amor se consuma en la Pasión, ese amor alcanza su plenitud en la Resurrección. Y he aquí una enseñanza cristiana: el amor verdadero, el amor que quiere llegar a consumarse, a realizarse, debe pasar por la cruz para alcanzar la plenitud de la resurrección.

            En esta noche del amor hasta el fin queremos volver a tomar conciencia de tantos momentos en los que Jesús nos amó. Él nos amó en cada sacramento que hemos celebrado con fe. Nos amó en el Bautismo, donde nos eligió y nos hizo suyos. Nos amó en la Eucaristía donde se nos dio como alimento que nutre y transforma. Nos amó en la Reconciliación donde lavó nuestros corazones y nos regaló la alegría luminosa de su perdón. Nos amó y nos ama a través de tantas personas que nos hacen el bien. Y así, cada uno puede tomar conciencia y hacer memoria de tanto amor.

            Pero sobre todo, en esta noche descubrimos que cada gesto de amor que hemos recibido, contiene una promesa que se cumplirá: es un amor que llegará hasta el fin, hasta consumarse plenamente. En cada gesto de amor Jesús nos dice: “Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la llevará a término.”[7] Él llevará a término -a pleno cumplimiento- su amor por cada uno de nosotros.

«Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes»

           
Lavatorio de los pies.
Iglesia Santa María de la Trinidad,
Santuario de Tuparenda. 
Y con esta esperanza, la esperanza del amor hasta el fin, podemos también nosotros amar. Si hemos recibido el amor de Dios en Cristo Jesús entonces también nosotros podemos amar. De hecho, es lo que Jesús nos vuelve a decir a cada uno de nosotros en esta noche: «Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13, 15).

            Cuando el amor concreto a los demás se haga difícil, y estemos tentados a dejar de amar, a dejar de perdonar, a dejar de volver a empezar; recordemos que el amor de Jesús no se quedó a medio camino, el amor de Jesús, el amor con el cual él nos ama, llegó hasta el fin y se consumó en la cruz para hacerse pleno en la resurrección. También nosotros queremos aprender a amar hasta el fin.


            A María, Madre del amor hasta el fin, le pedimos que nos conceda acompañar a su hijo Jesús durante el Sagrado Triduo Pascual, de modo que adentrándonos en el Misterio Pascual aprendamos a perseverar en el amor como Cristo, que nos «amó hasta el fin». Amén.



[1] BENEDICTO XVI, Audiencia general, miércoles 4 de abril de 2007 [en línea]. [fecha de consulta: 28 de marzo de 2018]. Disponible en: < http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2007/documents/hf_ben-xvi_aud_20070404.html>
[2] Ibídem
[3] J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo segundo (Editorial Herder, Barcelona 1984), 34.
[4] Ibídem
[5] Cf. J. BLANK, El Evangelio según san Juan. Tomo segundo (Editorial Herder, Barcelona 1984), 34.
[6] Cf. J. KENTENICH, Hacia el Padre 350.
[7] PONTIFICAL ROMANO, Rito de la ordenación del presbítero, Promesa del elegido.

jueves, 22 de marzo de 2018

«Jesucristo es el Señor»


Domingo de Ramos en la Pasión del Señor – Ciclo B

Mc 11, 1 – 10

Mc 14, 1 – 15, 47

«Jesucristo es el Señor»

Queridos hermanos y hermanas:

En el texto evangélico que hemos escuchado antes de iniciar la procesión del Domingo de Ramos (Mc 11, 1 – 10) se nos relataba que Jesús y sus discípulos se aproximaban a Jerusalén; y a medida que el Señor se acerca a la Ciudad Santa, indica a los suyos los preparativos para su significativa entrada a la misma: «Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo» (Mc 11, 2).

Claramente el Señor prepara su entrada a Jerusalén. El texto nos da a entender que Jesús es consciente del significativo modo en que entrará a la Ciudad de David; así mismo, podemos suponer que  comprende el simbolismo que hay en el gesto de entrar montado sobre un asno. La referencia a la profecía de Zacarías  es inevitable: «¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna.» (Zac 9, 9).

Sin embargo, me pregunto si los discípulos comprendieron la verdadera profundidad y alcance de este gesto de Jesús.

«Entonces le llevaron el asno, pusieron sus mantos sobre él y Jesús se montó»

Se nos dice que los discípulos obraron tal «como Jesús les había dicho» (Mc 11, 6) y que «entonces le llevaron el asno, pusieron sus mantos sobre él y Jesús se montó» (Mc 11, 7). También es probable que los mismos discípulos se hayan unido a los muchos que «extendían sus mantos sobre el camino» o a los que lo «cubrían con ramas que cortaban en el campo» (cf. Mc 11, 8).

Probablemente, los discípulos y muchos de los que estaban con ellos siguiendo a Jesús, fueron capaces de relacionar todos estos gestos con distintos pasajes del Antiguo Testamento y con la historia del pueblo de Israel.

Al pedir prestado un asno «que nadie ha montado todavía», “Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad. El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real.”[1]

Así mismo, “el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9, 13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella.”[2]

Sí, los discípulos relacionan todos estos gestos con la tradición de la realeza davídica y con la esperanza mesiánica que nace de ella. Sin embargo, queda pendiente la pregunta: ¿comprendieron la verdadera profundidad de estos gestos? ¿Comprendieron en ese entonces la realeza que Jesús reivindica para sí y la manera en que quiere llevar adelante su misión mesiánica? Estas mismas preguntas son válidas y siempre actuales para nosotros, discípulos de hoy.      

«El Señor viene en mi ayuda»

            Al igual que los discípulos de ese entonces, también nosotros nos hemos unido a «los que iban delante y los que seguían a Jesús» gritando y aclamando: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9 – 10).

           
El Señor de las Palmas de Tupãrenda.
Imagen policromada tallada en madera.
Santuario de Tupã
renda, Itauguá, Paraguay. 2018.
También nosotros hemos entrado en esa atmósfera festiva y llena de expectativa mesiánica al revivir la entrada de Jesús en Jerusalén mediante la procesión del Domingo de Ramos. Nos hemos alegrado al bendecir una nueva imagen que representa a Cristo como Señor de las Palmas. Hemos aclamado con alegría al Señor que entra en la Jerusalén de hoy que es su Iglesia congregada para la celebración eucarística.

            Y sin embargo, en medio de tanta emoción y expectativa, el único que comprende profundamente el sentido de esta entrada mesiánica es el mismo Jesús. Así como la imagen que nos acompaña hoy nos muestra un rostro sereno y profundo de Jesús, así imagino al Señor en medio de las multitudes que lo aclaman con la expresión «¡Hosanna!».

            Jesús sabe que la meta última de su peregrinación y entrada en Jerusalén “es la entrega de sí mismo en la cruz”[3]; sabe que es «necesario que el Mesías soporte sufrimientos para entrar en su gloria» (cf. Lc 24, 26), ya que precisamente su gloria es la gloria del grano de trigo que cae en la tierra, muere y da mucho fruto (cf. Jn 12, 24).

            Y aún así Jesús permanece sereno, su mirada penetra los acontecimientos externos para llegar al sentido profundo de su vida y misión. Jesús es aquel de quien nos habla el profeta Isaías: «Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: Por eso no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.» (Is 50, 6 – 7).

«Jesucristo es el Señor»

            En su corazón Jesús tiene la certeza de que Dios vendrá en su ayuda y de que no será defraudado. Ese es el origen de su serenidad interior en medio de tanta conmoción exterior. Por eso, con soberana paz interior ingresa en la Ciudad Santa, aún sabiendo que «ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores» (Mc 14, 41).

            La soberanía que Jesús irradia en toda situación tiene su raíz más profunda en su relación filial con Dios, en su total conformidad con la voluntad del Padre: «Abbá –Padre- todo te es posible: Aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» (Mc 14, 36).

            Y precisamente en ese dominar las circunstancias exteriores desde su profunda interioridad, desde su profunda relación personal con el Padre, consiste su soberanía: su realeza y mesianismo. Desde ese dominio interior puede entregarse libremente por todos. Y así, mirándolo a Él en la cruz, «toda lengua proclama para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.» (cf. Flp 2, 11).

           
A María, Mater Serenitatis – Madre de la Serenidad, le pedimos la gracia de adentrarnos profundamente en el misterio de la realeza mesiánica de Cristo, y así, aprender a permanecer “tranquilos cuando Dios quiere formarnos como instrumentos para la redención del mundo.”[4]Amén.




[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 2011), 14.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 16.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 12.
[4] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 345.