La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 22 de marzo de 2018

«Jesucristo es el Señor»


Domingo de Ramos en la Pasión del Señor – Ciclo B

Mc 11, 1 – 10

Mc 14, 1 – 15, 47

«Jesucristo es el Señor»

Queridos hermanos y hermanas:

En el texto evangélico que hemos escuchado antes de iniciar la procesión del Domingo de Ramos (Mc 11, 1 – 10) se nos relataba que Jesús y sus discípulos se aproximaban a Jerusalén; y a medida que el Señor se acerca a la Ciudad Santa, indica a los suyos los preparativos para su significativa entrada a la misma: «Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo» (Mc 11, 2).

Claramente el Señor prepara su entrada a Jerusalén. El texto nos da a entender que Jesús es consciente del significativo modo en que entrará a la Ciudad de David; así mismo, podemos suponer que  comprende el simbolismo que hay en el gesto de entrar montado sobre un asno. La referencia a la profecía de Zacarías  es inevitable: «¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna.» (Zac 9, 9).

Sin embargo, me pregunto si los discípulos comprendieron la verdadera profundidad y alcance de este gesto de Jesús.

«Entonces le llevaron el asno, pusieron sus mantos sobre él y Jesús se montó»

Se nos dice que los discípulos obraron tal «como Jesús les había dicho» (Mc 11, 6) y que «entonces le llevaron el asno, pusieron sus mantos sobre él y Jesús se montó» (Mc 11, 7). También es probable que los mismos discípulos se hayan unido a los muchos que «extendían sus mantos sobre el camino» o a los que lo «cubrían con ramas que cortaban en el campo» (cf. Mc 11, 8).

Probablemente, los discípulos y muchos de los que estaban con ellos siguiendo a Jesús, fueron capaces de relacionar todos estos gestos con distintos pasajes del Antiguo Testamento y con la historia del pueblo de Israel.

Al pedir prestado un asno «que nadie ha montado todavía», “Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad. El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real.”[1]

Así mismo, “el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9, 13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella.”[2]

Sí, los discípulos relacionan todos estos gestos con la tradición de la realeza davídica y con la esperanza mesiánica que nace de ella. Sin embargo, queda pendiente la pregunta: ¿comprendieron la verdadera profundidad de estos gestos? ¿Comprendieron en ese entonces la realeza que Jesús reivindica para sí y la manera en que quiere llevar adelante su misión mesiánica? Estas mismas preguntas son válidas y siempre actuales para nosotros, discípulos de hoy.      

«El Señor viene en mi ayuda»

            Al igual que los discípulos de ese entonces, también nosotros nos hemos unido a «los que iban delante y los que seguían a Jesús» gritando y aclamando: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11, 9 – 10).

           
El Señor de las Palmas de Tupãrenda.
Imagen policromada tallada en madera.
Santuario de Tupã
renda, Itauguá, Paraguay. 2018.
También nosotros hemos entrado en esa atmósfera festiva y llena de expectativa mesiánica al revivir la entrada de Jesús en Jerusalén mediante la procesión del Domingo de Ramos. Nos hemos alegrado al bendecir una nueva imagen que representa a Cristo como Señor de las Palmas. Hemos aclamado con alegría al Señor que entra en la Jerusalén de hoy que es su Iglesia congregada para la celebración eucarística.

            Y sin embargo, en medio de tanta emoción y expectativa, el único que comprende profundamente el sentido de esta entrada mesiánica es el mismo Jesús. Así como la imagen que nos acompaña hoy nos muestra un rostro sereno y profundo de Jesús, así imagino al Señor en medio de las multitudes que lo aclaman con la expresión «¡Hosanna!».

            Jesús sabe que la meta última de su peregrinación y entrada en Jerusalén “es la entrega de sí mismo en la cruz”[3]; sabe que es «necesario que el Mesías soporte sufrimientos para entrar en su gloria» (cf. Lc 24, 26), ya que precisamente su gloria es la gloria del grano de trigo que cae en la tierra, muere y da mucho fruto (cf. Jn 12, 24).

            Y aún así Jesús permanece sereno, su mirada penetra los acontecimientos externos para llegar al sentido profundo de su vida y misión. Jesús es aquel de quien nos habla el profeta Isaías: «Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi ayuda: Por eso no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.» (Is 50, 6 – 7).

«Jesucristo es el Señor»

            En su corazón Jesús tiene la certeza de que Dios vendrá en su ayuda y de que no será defraudado. Ese es el origen de su serenidad interior en medio de tanta conmoción exterior. Por eso, con soberana paz interior ingresa en la Ciudad Santa, aún sabiendo que «ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores» (Mc 14, 41).

            La soberanía que Jesús irradia en toda situación tiene su raíz más profunda en su relación filial con Dios, en su total conformidad con la voluntad del Padre: «Abbá –Padre- todo te es posible: Aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» (Mc 14, 36).

            Y precisamente en ese dominar las circunstancias exteriores desde su profunda interioridad, desde su profunda relación personal con el Padre, consiste su soberanía: su realeza y mesianismo. Desde ese dominio interior puede entregarse libremente por todos. Y así, mirándolo a Él en la cruz, «toda lengua proclama para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.» (cf. Flp 2, 11).

           
A María, Mater Serenitatis – Madre de la Serenidad, le pedimos la gracia de adentrarnos profundamente en el misterio de la realeza mesiánica de Cristo, y así, aprender a permanecer “tranquilos cuando Dios quiere formarnos como instrumentos para la redención del mundo.”[4]Amén.




[1] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 2011), 14.
[2] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 16.
[3] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret…, 12.
[4] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 345.

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