Domingo 5° de Cuaresma –
Ciclo B
Jn
12, 20 – 33
«Señor, queremos ver a
Jesús»
Queridos hermanos y
hermanas:
Ya cercanos a la Pascua del Señor, escuchamos hoy un
pasaje tomado del Evangelio según san
Juan (Jn 12, 20 – 33). En este
pasaje se nos relata que unos griegos, «que
habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la Pascua»,
solicitaron encontrarse con Jesús. Para ello se acercaron a Felipe, “uno
de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea”[1],
y le dijeron: «“Señor, queremos ver a
Jesús”».
Ante tal petición, llevada a Jesús por medio de Felipe y
Andrés, el Señor responde de una forma enigmática: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les
aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere da mucho fruto.» (Jn
12, 23 – 24).
No sabemos qué habrán pensado o entendido aquellos que
querían ver a Jesús en ese momento. Al igual que ellos, también nosotros
queremos ver a Jesús. Meditemos a partir de estas palabras para así descubrir
el camino que nos lleva al encuentro con el Señor.
«Señor, queremos ver a
Jesús»
Para descubrir el camino que conduce al encuentro con Jesús
volvamos nuestra mirada a este grupo de personas griegas «que habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la Pascua»
(Jn 12,20). ¿Quiénes eran? ¿Por qué
estaban allí? ¿Por qué querían encontrarse con Jesús?
Señor, queremos ver a Jesús. Iglesia parroquial de San Eusebio. Cinisello Balsamo, Italia. 2010. |
Por todo ello podemos decir que son hombres que buscan al
Dios verdadero con sinceridad de corazón. Han intuido que la fe monoteísta de
Israel es el camino que puede llevarles a saciar su anhelo de verdad, bondad y
belleza; su anhelo de Dios. Y precisamente, en el templo de Jerusalén, lugar
tan significativo para la fe israelita, expresan este anhelo buscando un encuentro
con Jesús: «Señor, queremos ver a Jesús»
(Jn 12,21).
Pienso que también nosotros podemos identificarnos con el
anhelo y la petición de estos hombres griegos. También nosotros anhelamos a
Dios; también nosotros queremos “ver” a Jesús. De hecho, muchas veces deseamos
experimentar sensiblemente a Dios, deseamos experimentar sensiblemente la
presencia y acción de Jesús en nuestra vida. Deseamos sentir su abrazo,
escuchar su voz o recibir de su parte un signo o milagro.
Y muchas veces, aparentemente, al igual que a los griegos
esa petición nos es negada. ¿Cómo comprender esto? ¿Cómo comprender la
enigmática respuesta de Jesús a la petición de un encuentro con él?
«Ha llegado la hora en que
el Hijo del hombre va a ser glorificado»
Ante la petición de los griegos Jesús responde con un
largo y profundo discurso que inicia con las palabras: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les
aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere da mucho fruto.» (Jn
12, 23 – 24).
¿A qué se refiere Jesús con esto? ¿Acaso ha dejado de
responder a la petición que le han hecho? En realidad no. Ante la petición «queremos ver a Jesús», el Señor
responde orientando a sus discípulos –de entonces y de ahora- hacia el Misterio Pascual. “Jesús contesta con
una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación»,
una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida.”[4]
Por lo tanto, “lo que cuenta no es un encuentro externo
entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí,
los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de
trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en
el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en
su filosofía.”[5]
De la misma manera también nosotros debemos comprender
que lo que realmente importa y marca no es el mero encuentro externo con Jesús.
Nuestra fe y religiosidad no pueden depender exclusivamente de si “sentimos”
que Jesús está cerca, de si “comprobamos” que Jesús escucha nuestra oración y
nos concede lo que le hemos pedido. Una religiosidad sentimentalista es todavía
una religiosidad inmadura.
Jesús nos señala que el verdadero encuentro con Él se da
en su “gloria” que no es otra que la gloria de la cruz. Nos encontramos con Él
cuando miramos con fe la cruz y reconocemos que Él está ahí por amor a
nosotros; cuando logramos decir con san Pablo: «la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de
Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál
2,20).
Más aún, nos encontramos con Jesús cuando aceptamos
nuestras propias cruces y en la fe las unimos a la cruz de Jesús. Nos
encontramos con Jesús y nos asemejamos a Él cuando somos como ese grano de
trigo que cae en tierra, muere y así da mucho fruto (cf. Jn 12,24). Cuando muriendo a nuestros pecados, a nuestro egoísmo, a
nuestra comodidad e indiferencia nos animamos a hacer el bien a los demás. Allí
morimos y damos fruto, allí nos desapegamos de nosotros mismos y así conservamos
nuestra vida para la Vida eterna (cf. Jn
12,25).
«Crea en mí, Dios mío, un
corazón puro»
Sí, el camino del auténtico encuentro con Dios en Cristo
Jesús pasa por asumir la cruz. Pasa por morir al egoísmo y salir al encuentro
de los demás para hacerles bien, tal como nuestro Maestro lo ha hecho –y lo sigue
haciendo- por nosotros.
Esta es la razón por la cual la Liturgia de la Palabra asocia al evangelio de hoy la lectura del
libro del profeta Jeremías y el Salmo 50 [51]. Para poder saciar nuestro
anhelo de ver a Jesús necesitamos purificar nuestros corazones, tal como el
salmista lo expresa:
«Crea en mí, Dios
mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.» (Salmo 50 [51], 12).
Pero
esa purificación no se trata solamente de una realidad espiritual e íntima;
sino más bien, esa purificación que toca el corazón ocurre en la medida en que
logramos vivir concretamente el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 29 – 31). En la medida en que
logramos caer en la tierra de la humildad, morir al egoísmo y así, dar frutos
de misericordia.
Entonces
se cumplen en nosotros las proféticas palabras de Jeremías: «Pondré mi Ley
dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán
mi Pueblo» (Jer 31,33). Entonces
nuestro corazón se vuelve capaz para ver a Jesús; entonces nuestro corazón se
vuelve capaz de descubrir su “gloria” en el rostro de los demás, en sus
alegrías y tristezas, en sus heridas y
en sus anhelos. Por ello, el corazón que busca ver a Jesús, que busca su
rostro, es el corazón que ama concretamente a los hermanos de Jesús y en ellos
lo encuentra y contempla.
A
María, Madre del Crucificado, le
pedimos que nos conceda un corazón purificado por el amor al prójimo, un
corazón capaz de ver a Jesús en la gloria de su cruz y de su resurrección.
Amén.
[1] BENEDICTO
XVI, Homilía, 29 de marzo de 2009 [en línea].
[fecha de consulta: 14 de marzo de 2018]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2009/documents/hf_ben-xvi_hom_20090329_magliana.html>
[2] J.
BLANK, El Evangelio según San Juan. Tomo
Primero B (Editorial Herder, Barcelona 1991), 328.
[3]
Ibídem
[4] J.
RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de
Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones
Encuentro, S. A., Madrid 2011), 31.
[5]
Ibídem
🙏✨
ResponderEliminar