La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 15 de marzo de 2018

«Señor, queremos ver a Jesús»


Domingo 5° de Cuaresma – Ciclo B

Jn 12, 20 – 33

«Señor, queremos ver a Jesús»

Queridos hermanos y hermanas:

            Ya cercanos a la Pascua del Señor, escuchamos hoy un pasaje tomado del Evangelio según san Juan (Jn 12, 20 – 33). En este pasaje se nos relata que unos griegos, «que habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la Pascua», solicitaron encontrarse con Jesús. Para ello se acercaron a Felipe,  “uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea”[1], y le dijeron: «“Señor, queremos ver a Jesús”».

            Ante tal petición, llevada a Jesús por medio de Felipe y Andrés, el Señor responde de una forma enigmática: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto.» (Jn 12, 23 – 24).

            No sabemos qué habrán pensado o entendido aquellos que querían ver a Jesús en ese momento. Al igual que ellos, también nosotros queremos ver a Jesús. Meditemos a partir de estas palabras para así descubrir el camino que nos lleva al encuentro con el Señor.

«Señor, queremos ver a Jesús»

            Para descubrir el camino que conduce al encuentro con Jesús volvamos nuestra mirada a este grupo de personas griegas «que habían subido a Jerusalén para adorar a Dios durante la Pascua» (Jn 12,20). ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? ¿Por qué querían encontrarse con Jesús?

           
Señor, queremos ver a Jesús.
Iglesia parroquial de San Eusebio.
Cinisello Balsamo, Italia. 2010.
En primer lugar sabemos que eran griegos, es decir, no pertenecen étnicamente al pueblo de Israel y por lo tanto, en ese entonces, no eran considerados parte del pueblo de Dios. Sin embargo han subido a Jerusalén para adorar allí a Dios, es decir, “para participar en la liturgia del templo, en la medida en que se les permitía”.[2] Se trata de “«temerosos de Dios», que habían sido ganados al monoteísmo por la propaganda religiosa del judaísmo de la diáspora.”[3]

            Por todo ello podemos decir que son hombres que buscan al Dios verdadero con sinceridad de corazón. Han intuido que la fe monoteísta de Israel es el camino que puede llevarles a saciar su anhelo de verdad, bondad y belleza; su anhelo de Dios. Y precisamente, en el templo de Jerusalén, lugar tan significativo para la fe israelita, expresan este anhelo buscando un encuentro con Jesús: «Señor, queremos ver a Jesús» (Jn 12,21).

            Pienso que también nosotros podemos identificarnos con el anhelo y la petición de estos hombres griegos. También nosotros anhelamos a Dios; también nosotros queremos “ver” a Jesús. De hecho, muchas veces deseamos experimentar sensiblemente a Dios, deseamos experimentar sensiblemente la presencia y acción de Jesús en nuestra vida. Deseamos sentir su abrazo, escuchar su voz o recibir de su parte un signo o milagro.

            Y muchas veces, aparentemente, al igual que a los griegos esa petición nos es negada. ¿Cómo comprender esto? ¿Cómo comprender la enigmática respuesta de Jesús a la petición de un encuentro con él?

«Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado»

            Ante la petición de los griegos Jesús responde con un largo y profundo discurso que inicia con las palabras: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto.» (Jn 12, 23 – 24).

            ¿A qué se refiere Jesús con esto? ¿Acaso ha dejado de responder a la petición que le han hecho? En realidad no. Ante la petición «queremos ver a Jesús», el Señor responde orientando a sus discípulos –de entonces y de ahora- hacia el Misterio Pascual. “Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida.”[4]

            Por lo tanto, “lo que cuenta no es un encuentro externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía.”[5]

            De la misma manera también nosotros debemos comprender que lo que realmente importa y marca no es el mero encuentro externo con Jesús. Nuestra fe y religiosidad no pueden depender exclusivamente de si “sentimos” que Jesús está cerca, de si “comprobamos” que Jesús escucha nuestra oración y nos concede lo que le hemos pedido. Una religiosidad sentimentalista es todavía una religiosidad inmadura.

            Jesús nos señala que el verdadero encuentro con Él se da en su “gloria” que no es otra que la gloria de la cruz. Nos encontramos con Él cuando miramos con fe la cruz y reconocemos que Él está ahí por amor a nosotros; cuando logramos decir con san Pablo: «la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

            Más aún, nos encontramos con Jesús cuando aceptamos nuestras propias cruces y en la fe las unimos a la cruz de Jesús. Nos encontramos con Jesús y nos asemejamos a Él cuando somos como ese grano de trigo que cae en tierra, muere y así da mucho fruto (cf. Jn 12,24). Cuando muriendo a nuestros pecados, a nuestro egoísmo, a nuestra comodidad e indiferencia nos animamos a hacer el bien a los demás. Allí morimos y damos fruto, allí nos desapegamos de nosotros mismos y así conservamos nuestra vida para la Vida eterna (cf. Jn 12,25).  

«Crea en mí, Dios mío, un corazón puro»

            Sí, el camino del auténtico encuentro con Dios en Cristo Jesús pasa por asumir la cruz. Pasa por morir al egoísmo y salir al encuentro de los demás para hacerles bien, tal como nuestro Maestro lo ha hecho –y lo sigue haciendo- por nosotros.

            Esta es la razón por la cual la Liturgia de la Palabra asocia al evangelio de hoy la lectura del libro del profeta Jeremías y el Salmo 50 [51]. Para poder saciar nuestro anhelo de ver a Jesús necesitamos purificar nuestros corazones, tal como el salmista lo expresa:

            «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,

y renueva la firmeza de mi espíritu.» (Salmo 50 [51], 12).

Pero esa purificación no se trata solamente de una realidad espiritual e íntima; sino más bien, esa purificación que toca el corazón ocurre en la medida en que logramos vivir concretamente el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (cf. Mc 12, 29 – 31). En la medida en que logramos caer en la tierra de la humildad, morir al egoísmo y así, dar frutos de misericordia.

Entonces se cumplen en nosotros las proféticas palabras de Jeremías: «Pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo» (Jer 31,33). Entonces nuestro corazón se vuelve capaz para ver a Jesús; entonces nuestro corazón se vuelve capaz de descubrir su “gloria” en el rostro de los demás, en sus alegrías  y tristezas, en sus heridas y en sus anhelos. Por ello, el corazón que busca ver a Jesús, que busca su rostro, es el corazón que ama concretamente a los hermanos de Jesús y en ellos lo encuentra y contempla.

A María, Madre del Crucificado, le pedimos que nos conceda un corazón purificado por el amor al prójimo, un corazón capaz de ver a Jesús en la gloria de su cruz y de su resurrección. Amén.




[1] BENEDICTO XVI, Homilía, 29 de marzo de 2009 [en línea]. [fecha de consulta: 14 de marzo de 2018]. Disponible en: <https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2009/documents/hf_ben-xvi_hom_20090329_magliana.html>
[2] J. BLANK, El Evangelio según San Juan. Tomo Primero B (Editorial Herder, Barcelona 1991), 328.
[3] Ibídem
[4] J. RATZINGER/BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Ediciones Encuentro, S. A., Madrid 2011), 31.  
[5] Ibídem

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