Domingo 4° de Cuaresma –
Ciclo B
Jn
3, 14 – 21
«Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único»
Queridos hermanos y
hermanas:
En
este tiempo de Cuaresma, celebramos
hoy el Domingo «Laetare», el Domingo de la alegría. Este día recibe
su nombre de la antífona de entrada a la Misa de hoy: «Alégrese, Jerusalén, y que se congreguen cuantos la aman. Compartan su
alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad.» (cf. Is 66, 10 – 11).
¿Cuál
es el motivo de la alegría de Jerusalén? ¿Cuál es el motivo de la alegría de la
Iglesia que camina por los senderos cuaresmales?
Meditando
juntos a partir de los textos de la Liturgia
de la Palabra descubriremos la fuente profunda y abundante de la cual mana
la alegría cristiana. Fuente siempre disponible, aún en medio del desierto de
la penitencia y del sufrimiento.
«¡Que el Señor, su Dios,
lo acompañe y que suba!»
La
primera lectura (2 Crón 36, 14 – 16. 19 – 23) es como una síntesis que nos presenta la
deportación del pueblo de Israel a Babilonia, y su posterior retorno a
Jerusalén en tiempos de Ciro, rey de Persia.
Así
se nos explica –en una interpretación providencial de la historia a la luz de
la fe en Dios- que el destierro es consecuencia de que «todos los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus
infidelidades, imitando todas las abominaciones de los paganos, y contaminaron
el Templo que el Señor se había consagrada en Jerusalén.» (2 Crón 36, 14).
Por
lo tanto, el perder la propia tierra, don del Dios de la Alianza, es
consecuencia de la infidelidad del pueblo para con la Alianza. No olvidemos que
los preceptos de la Ley de Dios habían sido entregados al pueblo de Israel para
que los pongan en práctica en la tierra que iban a recibir como herencia (cf. Deut 4, 1. 5 – 9).
La
tierra es don, pero también responsabilidad. Los dones de Dios son regalos pero
también conllevan un compromiso. En primer lugar el compromiso de utilizarlos
según la voluntad de Dios, y en segundo lugar, utilizarlos siempre en alianza
con Dios.
Si
bien el destierro es consecuencia del pecado, es también oportunidad de
conversión, de reparación por los pecados cometidos. Así debemos interpretar
las palabras del profeta Jeremías citadas en este texto: «La tierra descansó durante todo el tiempo de la desolación, hasta
pagar la deuda de todos sus sábados, hasta que se cumplieron setenta años» (2 Crón 36, 21).
Sí,
el destierro es una suerte de gran tiempo penitencial que prepara la salvación
de Dios obrada a través de Ciro: «El
Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y él me ha
encargado que le edifique una Casa en Jerusalén de Judá. Si alguno de ustedes
pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba!» (2 Crón 36, 23).
Una
vez más se nos muestra que la penitencia –sea la penitencia ascética, o las penitencias
y contrariedades que nos proporciona la vida- puede ser oportunidad de
conversión y por ello de preparación para recibir el don de la salvación que
viene de Dios.
Por
eso en medio del tiempo penitencial de la Cuaresma
celebramos este domingo de la alegría; pues sabemos que la penitencia vivida
con fe y esperanza es camino para anhelar y recibir el don siempre abundante y
sorprendente de la salvación de Dios en Cristo Jesús.
¡Que no me olvide de ti,
ciudad de Dios!
En el mismo sentido se expresa el salmista, lleno de fe y
esperanza al elevar su canto en medio del exilio en tierra extranjera:
«Si me olvidara de
ti, Jerusalén, que se paralice mi mano derecha.
Que la lengua se me pegue al paladar
si no me acordara de ti,
si no pusiera a Jerusalén por encima
de todas mis alegrías.» (Salmo
137, 5 – 6).
No
olvidar a Jerusalén equivale a recordar siempre la presencia de Dios en el
Templo y a lo largo de toda la historia de salvación, a lo largo de toda la
historia del pueblo y a lo largo de la propia historia de vida.
Se
trata de la memoria creyente que “contiene precisamente la memoria de la
historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el
primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de
su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da
la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta.”[1]
Y
esa memoria creyente, esa memoria del amor de Dios por nosotros, es la que nos
sostiene en medio de la dificultad. Es la que nos ayuda a mirar con fe todas
las circunstancias de la vida, en especial nuestros momentos de dolor, y nos
permite encontrarles un sentido. Esa memoria creyente, por lo tanto, transforma
el dolor presente en camino de conversión y por ello en esperanza de redención.
Por
esta razón, en todas las circunstancias de la vida, la alegría cristiana “se
adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que
nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.”[2]
«Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único»
Y precisamente el Evangelio
de hoy nos comunica esa certeza de ser infinitamente amados más allá de todo: «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su
Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.» (Jn 3, 16).
Y esta entrega del Hijo único de Dios se concreta en la
cruz: «De la misma manera que Moisés
levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo
del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan
Vida eterna.» (Jn 3, 14 – 15).
La misión de los discípulos - Detalle. Iglesia del Colegio San Lorenzo. Roma, Italia. 2012. |
Sin embargo, para recibir la alegría y la luz que brotan
de la Cruz de Cristo debemos convertirnos de corazón a Dios y a su Hijo,
debemos entrar en el desierto de la penitencia que nos hace tomar conciencia de
nuestra sed de Dios.
“Así
pues, si es infinito el amor misericordioso de Dios, que llegó al punto de dar
a su Hijo único como rescate de nuestra vida, también es grande nuestra
responsabilidad: cada uno, por tanto, para poder ser curado, debe reconocer que
está enfermo; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios,
ya dado en la cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida.”[4]
Nosotros
queremos recibir la luz que brota de Jesucristo y de su Cruz. Queremos dejarnos
iluminar por la claridad de su amor incondicional, queremos saciar nuestra sed
de alegría en Él, y así, ser redimidos y
salvados.
A
María, Mater Evangelii Gaudium - Madre de
la alegría del Evangelio, le pedimos que nos siga acompañando y animando en
este itinerario cuaresmal, y sobre todo, que nos ayude a hacer memoria del amor
de Dios, para así poner ese amor incondicional en la cumbre de todas nuestras
alegrías. Amén.
[1]
PAPA FRANCISCO, Homilía, 29 de
septiembre de 2013 [en línea]. [fecha de consulta: 7 de marzo de 2018]. Disponible
en: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130929_giornata-catechisti.html>
[2]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 6.
[3]
PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 5.
[4]
BENEDICTO XVI, Ángelus, 18 de marzo
de 2012 [en
línea]. [fecha de consulta: 7 de marzo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20120318.html>
Que así sea! Gracias P. Oscar por acercarnos su reflexión de la misa del presente domingo. Saludos!
ResponderEliminar