La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

jueves, 8 de marzo de 2018

«Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único»


Domingo 4° de Cuaresma – Ciclo B

Jn 3, 14 – 21

«Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único»

Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo de Cuaresma, celebramos hoy el Domingo «Laetare», el Domingo de la alegría. Este día recibe su nombre de la antífona de entrada a la Misa de hoy: «Alégrese, Jerusalén, y que se congreguen cuantos la aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad.» (cf. Is 66, 10 – 11).

¿Cuál es el motivo de la alegría de Jerusalén? ¿Cuál es el motivo de la alegría de la Iglesia que camina por los senderos cuaresmales?

Meditando juntos a partir de los textos de la Liturgia de la Palabra descubriremos la fuente profunda y abundante de la cual mana la alegría cristiana. Fuente siempre disponible, aún en medio del desierto de la penitencia y del sufrimiento.

«¡Que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba!»

La primera lectura (2 Crón 36, 14 – 16. 19 – 23) es como una síntesis que nos presenta la deportación del pueblo de Israel a Babilonia, y su posterior retorno a Jerusalén en tiempos de Ciro, rey de Persia.

Así se nos explica –en una interpretación providencial de la historia a la luz de la fe en Dios- que el destierro es consecuencia de que «todos los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, imitando todas las abominaciones de los paganos, y contaminaron el Templo que el Señor se había consagrada en Jerusalén.» (2 Crón 36, 14).

Por lo tanto, el perder la propia tierra, don del Dios de la Alianza, es consecuencia de la infidelidad del pueblo para con la Alianza. No olvidemos que los preceptos de la Ley de Dios habían sido entregados al pueblo de Israel para que los pongan en práctica en la tierra que iban a recibir como herencia (cf. Deut 4, 1. 5 – 9).

La tierra es don, pero también responsabilidad. Los dones de Dios son regalos pero también conllevan un compromiso. En primer lugar el compromiso de utilizarlos según la voluntad de Dios, y en segundo lugar, utilizarlos siempre en alianza con Dios.

Si bien el destierro es consecuencia del pecado, es también oportunidad de conversión, de reparación por los pecados cometidos. Así debemos interpretar las palabras del profeta Jeremías citadas en este texto: «La tierra descansó durante todo el tiempo de la desolación, hasta pagar la deuda de todos sus sábados, hasta que se cumplieron setenta años» (2 Crón 36, 21).

Sí, el destierro es una suerte de gran tiempo penitencial que prepara la salvación de Dios obrada a través de Ciro: «El Señor, el Dios del cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén de Judá. Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo, ¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba!» (2 Crón 36, 23).

Una vez más se nos muestra que la penitencia –sea la penitencia ascética, o las penitencias y contrariedades que nos proporciona la vida- puede ser oportunidad de conversión y por ello de preparación para recibir el don de la salvación que viene de Dios.

Por eso en medio del tiempo penitencial de la Cuaresma celebramos este domingo de la alegría; pues sabemos que la penitencia vivida con fe y esperanza es camino para anhelar y recibir el don siempre abundante y sorprendente de la salvación de Dios en Cristo Jesús.

¡Que no me olvide de ti, ciudad de Dios!

            En el mismo sentido se expresa el salmista, lleno de fe y esperanza al elevar su canto en medio del exilio en tierra extranjera:

            «Si me olvidara de ti, Jerusalén, que se paralice mi mano derecha.

Que la lengua se me pegue al paladar si no me acordara de ti,

si no pusiera a Jerusalén por encima de todas mis alegrías.» (Salmo 137, 5 – 6).

No olvidar a Jerusalén equivale a recordar siempre la presencia de Dios en el Templo y a lo largo de toda la historia de salvación, a lo largo de toda la historia del pueblo y a lo largo de la propia historia de vida.

Se trata de la memoria creyente que “contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta.”[1]

Y esa memoria creyente, esa memoria del amor de Dios por nosotros, es la que nos sostiene en medio de la dificultad. Es la que nos ayuda a mirar con fe todas las circunstancias de la vida, en especial nuestros momentos de dolor, y nos permite encontrarles un sentido. Esa memoria creyente, por lo tanto, transforma el dolor presente en camino de conversión y por ello en esperanza de redención.  

Por esta razón, en todas las circunstancias de la vida, la alegría cristiana “se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.”[2]

«Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único»

            Y precisamente el Evangelio de hoy nos comunica esa certeza de ser infinitamente amados más allá de todo: «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.» (Jn 3, 16).

            Y esta entrega del Hijo único de Dios se concreta en la cruz: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.» (Jn 3, 14 – 15).

           
La misión de los discípulos - Detalle.
Iglesia del Colegio San Lorenzo.
Roma, Italia. 2012.
Por lo tanto, si miramos con fe la Cruz de Cristo comprenderemos que desde el instante en el que Él fue «levantado en alto», toda cruz –personal o familiar, pequeña o grande- vivida con fe en unión a Él, se convierte en lugar donde nos unimos y nos asemejamos a Jesús. Sí, mirar la Cruz de Cristo con fe y confianza transforma nuestras propias cruces en instrumentos de la redención de Dios. Transforma nuestras propias cruces en lugares donde somos levantados a la altura del amor de Jesús. Por ello, “el Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría.”[3]

            Sin embargo, para recibir la alegría y la luz que brotan de la Cruz de Cristo debemos convertirnos de corazón a Dios y a su Hijo, debemos entrar en el desierto de la penitencia que nos hace tomar conciencia de nuestra sed de Dios.

“Así pues, si es infinito el amor misericordioso de Dios, que llegó al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, también es grande nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, para poder ser curado, debe reconocer que está enfermo; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida.”[4]

Nosotros queremos recibir la luz que brota de Jesucristo y de su Cruz. Queremos dejarnos iluminar por la claridad de su amor incondicional, queremos saciar nuestra sed de alegría en Él,  y así, ser redimidos y salvados.

A María, Mater Evangelii Gaudium - Madre de la alegría del Evangelio, le pedimos que nos siga acompañando y animando en este itinerario cuaresmal, y sobre todo, que nos ayude a hacer memoria del amor de Dios, para así poner ese amor incondicional en la cumbre de todas nuestras alegrías. Amén.



[1] PAPA FRANCISCO, Homilía, 29 de septiembre de 2013 [en línea]. [fecha de consulta: 7 de marzo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20130929_giornata-catechisti.html>
[2] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 6.
[3] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 5.
[4] BENEDICTO XVI, Ángelus, 18 de marzo de 2012 [en línea]. [fecha de consulta: 7 de marzo de 2018]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/angelus/2012/documents/hf_ben-xvi_ang_20120318.html>

1 comentario:

  1. Que así sea! Gracias P. Oscar por acercarnos su reflexión de la misa del presente domingo. Saludos!

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